Segundo corría
a la vera de las dársenas por las veredas de Puerto Madero. Su ansiedad
devoraba la estabilidad de sus emociones. Anhelaba abrazar a su amada y la
criatura que crecía en su vientre. En esas calles parecía regir un estado de
sitio, nadie las transitaba. Sus piernas estaban cansadas. Había penetrado dos
plazas y recorrido cuatro calles con nombre de mujer, en ese barrio todas las
calles recordaban a heroínas de la historia argentina que, por alguna causa, se
habían destacado. A unos cien metros del hotel, tomaba conocimiento de que había
varias camionetas de la prefectura y las cadenas de televisión. Estaban
estacionadas. Era por ello que dejaba de correr y se acercaba a paso lento,
bien próximo a las paredes de los edificios. Finalmente se detenía en la
esquina donde estaba la playa de estacionamiento del hotel. Dirigirse a la
puerta de acceso principal podía frustrar su objetivo, lo tenía bien claro.
Tomaba asiento en los escalones de un edificio modernísimo, manchados por la
sombra de un árbol que madrugaba ante la salida del sol. Su cara delataba
cansancio pero sus ojos estaban inquietos, necesitaba verla a salvo y sana.
Comenzaba a ojear el balcón donde se ubicaba su suite, en el tercer nivel. Las
cortinas de los ventanales estaban cerradas. Él las había dejado abiertas. Lo
mismo hacía con la habitación del piso inferior, balcón que Martina había usado
para su huida. No se veían luces en los interiores de ninguna habitación. El
hotel parecía completamente abandonado. Segundo estaba preocupado. Se
incorporaba para extraer un paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo
derecho del jean. Con el pucho entre los labios, se largaba a pitar, una y otra
vez como si el humo pudiera sugerirle esas ideas que tanto precisaba. Tomaba el
celular e insistía con Martina. Su teléfono sonaba, ella no respondía. También
llamaba a Francisco y fracasaba. Se estaba frustrando, nadie atendía sus
insistentes llamadas. La esquina más lejana estaba desalmada. La curiosidad de
saber qué sucedía del otro lado del hotel lo estaba atrapando. Se paraba. Se desplazaba
hacia esa esquina con la finalidad inmediata de asomarse e inspeccionar lo que
sucedía de ese lado del hotel. Para su desgracia, había más vehículos de la
prefectura y cuatro efectivos bebiendo del pico de una botella. Por la negrura
del contenido parecían beber una gaseosa cola. Estaban sentados sobre la caja
de una camioneta. Había cuatro rodados más. Algo tenía que hacer, necesitaba
tomar una decisión en lo inmediato. Regresaba por esa misma cuadra para tantear
la puerta de la playa de estacionamiento. Estaba cerrada, era razonable, lo
había intuido pero no podía descartar posibilidades. Sus piernas comenzaban a
temblar. Todos los accesos estaban cerrados, o cercados, y las habitaciones
inmersas en la más absoluta oscuridad. Cruzaba la calle para regresar a las
escalinatas del edificio. Estaba tan desorientado que hasta había olvidado que
llevaba un pucho entre los dedos de la mano. Se le cruzaba la idea de pedirle
ayuda a la prefectura o buscar algún conocido de Francisco que le permitiera ingresar
en el hotel, pero prefería seguir esperando desde la soledad de las
escalinatas. Mientras pisoteaba en el asfalto ese cigarrillo que el viento
había ayudado a fumar, un grito desesperado pronunciaba su nombre desde las
alturas: “Segundo, mi amor”. Era la voz de una mujer. Él no había llegado a
cruzar la calle. Se volteaba para rastrearla. Su alma, su decaída alma, se
enaltecía porque era Martina: estaba apoyada en la baranda del balcón de la
misma habitación desde donde el fiscal había ejecutado el interrogatorio, en el
segundo piso. Segundo la observaba y se agarraba la cabeza, pero simultáneamente
sonreía, y se reía, feliz porque ella lagrimeaba emocionada. No era para menos
considerando que padecía tortuosas horas de encierro, incomunicada y con una
criatura creciendo en su vientre.
—Mi amor
—expresaba él a viva voz—. ¿Qué pasó… estás bien? ¿Francisco… donde está Francisco?
Tenía un pie
en la calle y el otro en el cordón de la vereda.
—Me encerraron
en esta habitación. ¡Rescatame, por favor!
— ¿Encerrada?
—preguntaba con la voz quebrada.
—La puerta
está cerrada con llave. Liberame de todo esto, te lo ruego.
Ella estaba
tan sensible que mojaba con sus lágrimas las baldosas de la vereda.
—Tranquila.
¿En qué habitación estás?
—No lo sé, me
trajo un fiscal para interrogarme. Dijo que vendría por mí pero me dejó
encerrada y… ¡sola!
Martina estaba
bordeando la desesperación. Segundo alzaba los brazos para contenerla, al mismo
tiempo estimaba la ubicación de la suite.
—Entrá que ahora mismo voy por vos.
A pesar de
todo, su promesa de rescate la esperanzaba, tanto que llevaba las manos hacia
su pecho y le lanzaba besos con la ayuda de sus palmas. Poco a poco, obedecía
su pedido y se metía en la habitación. Segundo, en cambio, estaba tieso pero
movilizado por los impulsos, la confusión y el amor. Eso lo impulsaba a correr
hacia la esquina con el inmediato propósito de establecer contacto con los
empleados del hotel. Poco antes de girar por la esquina, tres muchachos
vestidos con trajes negros, treintañeros y con caras que delataban antipatía,
se repartían a lo largo de la vereda y lo frenaban. Uno de ellos movía la mano
y hacía una señal que Segundo no lograba dilucidar. Una voz interior le decía
que mirara hacia atrás: otros dos muchachos de características similares salían
por la puerta de la playa de estacionamiento. Lo hacían a pasos acelerados. Esa
puerta de la cochera, que antes estaba cerrada, ahora estaba abierta. ¿Qué quieren?,
vociferaba Segundo, empalideciendo. Los extraños no hablaban, simplemente se le
acercaban, cada vez más. Segundo retrocedía sin perder de vista a esos
muchachos que también se aproximaban por detrás. Estaban ubicados unos diez
metros y él los percibía como si tuviera un ojo en la nuca. Soy el hijo de
Francisco Reina. ¡No me toquen!, rogaba. Pero los muchachos lo ignoraban.
Segundo se había quedado rodeado, por delante y por detrás. Uno de ellos, el
que estaba ubicado cerca de la pared, le apuntaba con un revólver. Segundo era
consciente del peligro que atravesaba. Se detenía. Levantaba las manos en señal
de rendición. Los tres muchachos de atrás ya estaban parados a medio metro de
su espalda. Él sentía sus respiraciones, le erizaban la piel. El caño del
revólver apuntaba hacia su cara, eso lo aterraba, pero su terror se postergaba porque
uno de los matones activaba una picana y le descargaba miles de voltios sobre la
espalda. Segundo caía rendido en la vereda, había perdido la consciencia.
Inmediatamente, otro malvado, con una larga cabellera negra atada por una gomita
del mismo color, lo cargaba en su hombro derecho y se desplazaba. Se dirigía
hacia las puertas de la cochera del hotel. Segundo estaba condenado a la
tortura.