La última cuadra parecía una eternidad. Cada paso
de Segundo era un metro al cuadrado, interminable. El matón se apresuraba y
acortaba distancia, rastreaba sus movimientos para atacarlo. Habían sucedido
veinte minutos desde la hora cero. Segundo caminaba y los transeúntes le abrían
paso en las veredas, cautelosos, viendo la desfachatada apariencia del accidentado
ensangrentado con cara de pánico, ojos de niño y corazón de león. Finalmente
detenía su lento andar frente a la puerta de la ex concesionaria. Buscaba la
llave en el bolsillo del pantalón. Inspeccionaba las inmediaciones, no
alcanzaba a ver al matón que se ocultaba detrás de un árbol de la cuadra de
enfrente, resguardado por los vehículos que circulaban a gran velocidad por
avenida Del Libertador.
Con los pies metidos en la concesionaria, intentaba
encender las luces pero los servicios eléctricos habían sido dados de baja.
Para su suerte fumaba, y por tratarse de un fumador empedernido contaba con un
encendedor en el bolsillo izquierdo del pantalón que de inmediato utilizaba
para iluminar esos ambientes desconocidos pero explorados días antes. Caminaba
por el pasillo, rozando con su hombro derecho la aspereza de las paredes. Si
bien la puerta callejera estaba cerrada, la había dejado destrabada. El matón
tan sólo tendría que cruzar la avenida y empujarla para poder adentrarse.
Segundo estaba parado en el salón que en el pasado relucía las fachadas de los
coches que estaban a la venta. Giraba la cabeza y veía una reja, era la reja de
la ventana de lo que antes era el despacho de su padre. Por esa reja pasaba el
reflejo lunar. Repentinamente oía un ruido extraño que provenía de la
habitación contigua, un sonido raro que le inyectaba miedo en las venas y lo
alertaba, pero tan sólo se trataba de un gato blanco que acababa de entrar en
la habitación y huía por las rejas de la ventana. Otra vez estaba en el salón,
no vislumbraba nada pero la llama de su encendedor lo socorría lo suficiente
como para detectar la ubicación de las paredes. Caminaba a paso lento por un
pasillo estrecho hasta detenerse frente a otra puerta. Esa puerta era de
madera, la rozaba con las uñas y las yemas. Tenía un picaporte y lo giraba.
Levantando la mano, y en efecto el encendedor, tomaba conocimiento de que
estaba metiéndose en lo que antes era un baño. Todavía lo era porque estaba
intacto. Los sanitarios estaban en buen estado aunque el espejo del lavatorio
tuviera manchas negras, producto del deterioro, el correr de los años y los
fantasmas. Curiosamente, corría agua por esa canilla. Aprovechaba esos
instantes para asearse e higienizar la herida que tenía en la frente, pero de
pronto el agua dejaba de correr. La casa parecía una cueva, y Segundo un
explorador perdido en su interior. Para males, oía otro ruido. A diferencia del
anterior, provenía de la calle. Había sido provocado por un portazo, el mismo
que había oído cuando cerraba la puerta de la calle. A su complejo de oscuridad
se sumaba el pánico de desconocer quién había atravesado la puerta. Rogaba a
Dios que tan sólo fuera el viento pero no corría ni una ventisca. Salía del
baño. Inspeccionaba el pasillo que conducía a la puerta de la calle: una sombra
crecía, conformando la figura de un ser humano. Imaginaba lo peor. Sus recursos
eran limitados pero de pronto recordó el Torino y sigilosamente se dirigía al
garaje.
Ya no podía usar la llama del encendedor. El
Torino parecía un gato manso que buscaba ser mimado pero Segundo no tenía
tiempo para mimos, se estaba desesperando. Rengueaba por la parte trasera y se
detenía en frente de la puerta del conductor. Se metía en la cabina con algunas
molestias en las rodillas. Después acomodaba el espejito retrovisor en
dirección a la puerta por donde había pasado. Su respiración se entrecortaba.
Una mezcla de sentimientos temerarios y nostálgicos corrompía su espíritu
valiente. La sombra se convertía en el cuerpo de un hombre que avanzaba a paso
lento por el garaje. Rengueaba como él. Era el matón de Felipe, se arrastraba
como podía, portando un revólver con su mano derecha. El garaje tenía un portón
con salida a la calle. Por ese portón ingresaba la poca luz que permitía
vislumbrar al matón en la oscuridad. El asiento era el único recurso que
Segundo tenía para que el asesino no lo descubriera, pero los segundos corrían
y el peligro crecía, multiplicándose sin piedad. Continuar echado en ese
asiento implicaba su rendición. Segundo estaba lejos de rendirse, entonces se
estiraba por encima de la palanca de cambios para tomar la llave de arranque
que había sido dejada en la guantera. Recordaba que Francisco la había guardado
ahí, aquel atardecer de encuentros y desencuentros. El matón avanzaba, al
acecho, ya apoyaba la mano en la ventanilla trasera. Inspeccionaba su interior.
Segundo lo sabía, se veía forzado a poner en marcha el motor, tenía que
desafiar la resistencia del portón. Le temblaban las manos, eso postergaba la
puesta en marcha, pero cuando finalmente lograba hacer contacto con la llave,
el matón lo detectaba y de inmediato le apuntaba, ladrándole con toda la furia
a cuestas:
— ¡Alto o te mato!
Segundo echaba un ojo a la traba de la puerta del
acompañante. Estaba destrabada pero lograba presionarla en el preciso instante
en que el matón agilizaba las manos para abrirla. Uno, dos y tres segundos,
Segundo había puesto en marcha el Torino. Había una tenaza apoyada en una
mesada. El matón la tomaba, pero Segundo se adelantaba, trabando un cambio y
pisando el acelerador como si buscara convertir al Torino en un leopardo. Parecía
un leopardo con motor. Sin querer había metido la reversa. Impactaba con unos
estantes ubicados en el fondo del garaje. Cuatro tarros repletos de pintura
habían caído sobre el baúl, se habían abierto al impactar con la carrocería. El
parabrisas trasero estaba salpicado con pintura rojiza. El matón se había
tropezado pero poco a poco se incorporaba, con arma en mano. El tiempo valía
oro y las ideas, platino. Segundo estaba jugado, de tiempo y también de ideas, pero
con su pie izquierdo presionaba el embrague y lograba meter el primer cambio,
pisando a fondo el acelerador. El Torino arrancaba como si un huracán le soplara
la cola. El matón estaba desconcertado pero disparaba al neumático delantero.
El tiro había dado con la llanta de la rueda. El Torino impactaba con el portón
y lo arrasaba. Las ruedas delanteras ya estaban detenidas sobre la avenida. El
portón había sido despedido a la vereda contigua. Tres transeúntes atónitos
contemplaban el curioso suceso, tenían sus razones para estarlo, excepto un
vehículo que en esos momentos estacionaba a diez metros del garaje. Ese coche
transportaba a dos custodios del embajador. El matón de Felipe salía del
garaje, a paso de rengo, alzaba los brazos para alertar a los muchachos del embajador.
El tránsito se alborotaba. Segundo estaba cruzado sobre el primer carril de la
avenida. Ahora eran tres sujetos quienes perseguían su secuestro. Con todos los
nervios desatados, pisaba el acelerador y se encarrilaba en la avenida,
desconociendo que otros matones iniciaban una nueva persecución. A pesar del
riesgo atravesado, conducir el Torino conformaba un avance en su batalla diaria
contra los fantasmas del pasado. Vaya paradoja: la avenida “Del Libertador” era
testigo de una persecución que apenas levantaba el telón.