Mientras Segundo endulzaba sus oídos con los latidos
fantaseados de la criatura que se formaba en el vientre de Martina, y Francisco
se deslumbraba con la tecnología de punta que Araña le enseñaba como último
recurso de sus violentas acciones promovidas por el odio y el poder, Felipe
recordaba la nefasta muerte de su hija baleada, jurándose una venganza perversa
y despiadada. Lo único que le importaba era hospedarse de inmediato en la casa
del embajador. Desde ahí pretendía torturar a Segundo con sus propias manos,
necesitaba confirmar que Francisco Reina era el gran propulsor de la desgracia
que padecía y envenenaba su espíritu, un espíritu maligno que cada vez crecía
más. No le importaba ganarse el infierno, ya lo tenía ganado desde antes. Ya no
percibía la sensación de riesgo, no tenía nada por perder. Si tenía que volar
el hotel de Puerto Madero en mil pedazos, no vacilaría en hacerlo. Su hija
representaba su universo, más valiosa que todas las riquezas materiales que sustentaban
su poder para vivir como un hombre temido y respetado, excepto por Francisco.
Su chofer se esmeraba para superar los vehículos que
circulaban por la autopista, tenía que llegar lo más pronto posible al barrio
de las embajadas. En ese barrio residía el embajador. Sentía la adrenalina, intensificada
por la mirada endiablada de su jefe que lo presionaba a través del espejito
retrovisor. Estaban entrando en el distrito de la Capital Federal. Aún restaban
cinco tortuosos kilómetros para que los neumáticos pudieran abandonar la
autopista General Paz y abrirse camino hacia la casa del embajador. Felipe
quería despedirse del cuerpo de su hija muerta. No le importaba que la pólvora
le hubiese derretido parte de la masa cerebral, necesitaba abrazarla para
rendirle un homenaje, necesitaba despedirla para agudizar ese odio implacable
que hasta le generaba sarpullidos en la piel. Confiaba en sus hombres rudos,
apostaba su energía a un secuestro que motivaría la justicia por mano propia. Ahora
eran tres los sujetos que se querían vengar.