Mientras Segundo reflexionaba, Francisco renegaba
y le reprochaba a Araña todas las fallas cometidas, rogándole al diablo que
metiera la cola para barrer de un escobazo la existencia mundana de Felipe,
quien, para su desdicha, no había respondido ni siquiera a una de sus tantas
llamadas. El mandamás hotelero había tomado conocimiento de que su enemigo no
había arribado al campo lujanense, el rastreador satelital delataba su regreso
a la Ciudad de
Buenos Aires. Ese hecho lo mortificaba, le costaba sobrellevarlo.
— ¿Cómo puede ser que tengas a cargo tantos
chorritos ineptos? —lo insultaba Francisco, desbordado de ira, y lo arrinconaba
contra la pared, arrugando con las uñas su costosa camisa de seda.
— ¡Pará, carajo! Así no vamos a alcanzar ningún
objetivo. ¡Soltame!
Araña se mordía los labios, con los ojos desorbitados.
—Así nos van a hacer boleta. ¿No te das cuenta de
que Felipe regresa a la ciudad? Lo debe saber todo. ¿Y ahora… y ahora qué
mierda haremos?
—Si me soltás, te dire cómo procederemos.
Francisco cedía pero su enfado se potenciaba, se
lo quería comer con la mirada. Su furia estaba desatada, había confiado
demasiado en una banda con la que hacía tiempo no trabajaba, y eso también
formaba parte de sus errores pero ya no había lugar para los arrepentimientos.
Araña, como siempre había pasado, lucía distendido, tan relajado como si
ninguna falla hubiese ocurrido, y ahí nomás le cruzaba un brazo por la espalda y
lo invitaba a desplazarse, en dirección a una escalera que comunicaba con una
puerta.
—Esperá un momento —lo distanciaba Francisco con
las manos—. No tenemos tiempo como para ejercitar los gemelos en esa maldita escalera.
A ver si nos entendemos, ¡estamos en serios problemas!
Pero Araña lo ignoraba y comenzaba a encarar los
escalones de madera.
— ¿Vas a subir?, —le hablaba sin mirarlo desde el
tercer escalón—. Araña nunca se equivoca.
Cuanta confusión acogía Francisco, estaba
desconcertado pero a pesar de todo depositaba cierta esperanza en su destreza
criminal para aniquilar vidas humanas. Cerrando los ojos, descargaba su furia
en la baranda de la escalera y subía, escalón por escalón, desconociendo que en
ese preciso instante Araña se sentaba en la puerta de un baúl para sorprenderlo.
—Vení —vociferaba desde el altillo—, quiero que
veas algo que cambiará tu vida para siempre.