La ruta cinco, la misma que te podía acercar a
ciudades como Mercedes, Suipacha, Gorostiaga o Chivilcoy, hospedaba los
neumáticos de un coche blindado que solía transportar a Felipe cada vez que
quería o necesitaba escapar de la ciudad. Estaba por penetrar el estrecho
puente de la ciudad de Luján, pero por prudencia su chofer clavaba los frenos
para cederle el paso a un colectivo que ocupaba carril y medio del angosto
pasaje cambalache. Felipe se había comprometido con Francisco a cenar carnes
asadas, en un campo que pertenecía a un testaferro de Araña, desconociendo por
completo la saña que le tenían preparada. Aguardaba por él una trampa nefasta.
Tan sólo restaban cinco kilómetros para que Francisco pudiera completar su
objetivo siniestro; para su desgracia, Felipe necesitaba establecer contacto
con su hija. Era por eso que, desde el asiento trasero, comenzaba a llamarla.
—Qué extraño —le comentaba a su chofer—. Se supone
que ya debería estar en casa.
Tres custodios lo escoltaban desde un vehículo que
en contados segundos podía alcanzar los doscientos kilómetros por hora. A lo
lejos, en el horizonte, la cruz de la Santa Iglesia Católica apuntalaba el
asesinato de su hija, susurrando justicia a los arcángeles. Felipe quería
hablar con su hija, no tenía límites cuando se encaprichaba. Reintentaba contactarse
pero su ausencia multiplicaba su confusión, entonces llamaba a su mansión pero
recibía una información que lo perturbaba: el mayordomo indisponía de noticias
más allá de que un chofer la estaría transportando bajo la fiel guardia de un
custodio. Pero eso Felipe ya lo sabía porque había hablado con ella minutos
antes de que abandonase el hotel. Cortaba la comunicación. Pensaba en el chofer
y lo llamaba. Tampoco daba señales de vida. Los teléfonos sonaban pero nadie
levantaba las llamadas. Reintentaba hablar con el custodio y nada. Estaba
preocupándose, su gente no le respondía.
— ¿Cómo puede ser posible que nadie atienda mis
llamadas? —le ladraba a su chofer, descansando los ojos en el oscuro paisaje
que proyectaba la ventanilla.
Su cerebro carburaba, imaginando la posibilidad de
lo que podía suceder. Su imaginación tenía límites. ¿Cómo iba a imaginar que su
princesa había sido baleada? Recurría a su asistente, a Orlando, quien para su
gracia atendía a los pocos segundos de lograda la conexión satelital. Un peso
pesado como Felipe no podía manejarse con telefonía de uso corriente.
—Orlando, soy yo, necesito saber dónde está mi
hija. La estoy llamando y no contesta. Tampoco lo hacen el chofer y su
custodio. Rastreá ya mismo el paradero de esos vehículos —le ordenaba con todos
los nervios a cuestas y escupía una uña.
Lo cierto era que Orlando descansaba en su casa,
acudía a sus hijos para poder escapar de las tediosas cargas laborales que a
diario afrontaba. Embroncado, caminaba unos pocos pasos hasta adentrarse en una
habitación. Tenía que consultar una computadora portátil que rastreaba los
movimientos de la flota. Felipe aguardaba su respuesta con celular en mano y
una ansiedad espeluznante. Fueron quince los segundos que su asistente demoraba
en localizar el punto geográfico donde Priscilla había sido asesinada.
—Señor, ya está —apoyaba la computadora en el
escritorio—, el GPS reporta que su hija debería estar… ¡Qué raro!
— ¿Qué pasó?
—Los dos vehículos están estacionados a unas
veinte cuadras de su casa.
— ¿Cómo que los dos vehículos? No puede ser.
—Así es, tanto el coche del chofer como el del
custodio están… ¿estacionados?
— ¡Arrimate a la banquina! —no tardaba en
ordenarle a su chofer.
— ¿Cómo? —dudaba Orlando.
—Le hablaba a mi chofer. Llegamos a Luján.
El vehículo reducía la velocidad mientras era
superado por un camión con dos acoplados entoldados, cargados con cereales. Ya
habían atravesado el puente de Luján y sobre la ruta podía vislumbrarse las
luces de un inaudito semáforo que estaba de rojo a unos doscientos o
trescientos metros de distancia. Felipe pensaba, desconociendo que estaban
aproximándose a las puertas del infierno: unos matones preparaban sus parrillas
para echarlo a las brazas, él sería la carne asada, sus custodios y el chofer las
achuras.
—Orlando: buscá ya mismo a mi hija. Te dejo que una
llamada está en espera. —Abría la otra comunicación—. Diga…
—Señor, acaba de llamar la policía —le informaba
exaltado su mayordomo.
El vehículo ya estaba parado a la vera de la ruta,
en la banquina. Sobre la ruta, cinco coches se enfilaban aguardando la
autorización del bendito semáforo para poder avanzar.
— ¿Y ahora qué pasó?
—Señor, es sobre —tartamudeaba—, es sobre
Priscilla. Ella, pues ella…
— ¡Hablá, carajo!
—No sé cómo decirlo.
—La puta madre que te parió. ¡Hablá!
—Su hija falleció —le informaba a sangre fría como
hachazo en la mandíbula.
Felipe se había enmudecido pero generaba un
silencio que hasta lo oía su chofer. Los latidos alocados repercutían en las
venas de sus muñecas, sentía un terremoto en los recuerdos, un tsunami en los
sentimientos. Tenía la mirada incrustada en el parabrisas.
—No, no —se lamentaba el millonario al borde de
las lágrimas—, no puede ser.
El mayordomo llorisqueaba. Uno de los custodios lo
llamaba desde la ventanilla. El vehículo de su custodia estaba detenido unos
pocos metros atrás, con las balizas encendidas. Felipe lo miraba pero no bajaba
la ventanilla, ni fuerzas le quedaban.
— ¿Cómo fue? —le preguntaba al mayordomo entre la
mucosidad y el horror que representaba la muerte de su hija.
—Señor, tan sólo… tan sólo sabemos que los balearon.
— ¿Quiénes? No puede ser—se desesperaba—. ¿Cuándo?
Su chofer presumía lo peor. Como su jefe estaba
desbordado de espanto, pulsaba una tecla para bajar la ventanilla. El custodio
le hablaba pero Felipe lagrimeaba, no parecía prestarle atención. Sus lágrimas
se convertían en llantos. Sus manos temblaban.
— ¿Qué pasó? —le indagaba su custodio, con los
zapatos puestos en el pastizal de la banquina.
El coche de la custodia encendía las luces altas.
—Mi nena, la han… la han asesinado.
—No —negaba el custodio y se obnubilaba.
—Vete… volvé ya mismo a tu vehículo que necesito
pensar.
Felipe estaba decepcionado de la vida, de su vida,
pero mucho más de sus custodios. Su chofer lo observaba por el espejito
retrovisor, sentía impotencia, acogido por la confusión. Reflexionaba que quizá
sería apropiado guardar silencio y no decía nada. Su jefe reflejaba una depresión
inquebrantable. Sacaba del bolsillo del asiento una petaca de whiskey, petaca
que comenzaba a picotear con compulsión como si se tratara de su medicina. Jamás
podría aceptar el asesinato de su princesa, sentía culpa, se reprochaba todo,
que ella estaría viva si hubiese sido un padre honesto. Ya no quería oír a su
mayordomo. Le cortaba. La tristeza despedazaba su corazón. Escarbaba preguntas
inconclusas, no hallaba respuestas ante tanta pérdida sentimental. Sentía que
le habían amputado los brazos, las piernas y las orejas, pero un nombre se
instalaba en su mente, el de Segundo. Reaccionaba marcando los números que
contactaban con su celular, necesitaba juntar pistas de una investigación que
ya consideraba primordial y personal.
En esos instantes Segundo se cepillaba los
dientes. Estaba metido en el baño de su suite. Evitaba verse en el espejo del
lavatorio porque no soportaba su triste mirada. El teléfono sonaba pero ni
ganas de atender le quedaban. Sin embargo pensaba en Francisco, que podía
necesitarlo. Escupía la pasta para levantar la llamada. Así era como, con un
jean y una camisa desabotonada, corría hacia el living para descolgar el
teléfono. Sin saberlo estaba a punto de aliviar a un padre que lo había perdido
todo.
—Segundo: ¿cómo estás, pibe? —le fingía bienestar.
—Buena noches, señor. Con algunas molestias en la
rodilla pero no me puede quejar. ¿Usted?
—A punto de cenar con tu padre. No quisiera
resultar tedioso pero, ¿tenés idea dónde podría estar mi hija?
—Supongo que en su casa.
—No, no, en casa no está. ¿Cuánto tiempo lleva
fuera de tu hotel?
—Algo así como una hora —echaba un ojo a su reloj
pulsera.
—Bueno, no importa. Si llegás a hablarle, ¿podrías
informarle que olvidé decirle algo?
— ¿Es muy importante?
—Nada extraordinario. Quedate tranquilo, por
favor, y descansá que tu cuerpo necesita un poco de reposo. ¿Estás en el hotel,
cierto?
—Así es. Si usted supiera, me ceden todos los
antojos. Hasta parezco un rey.
—Aprovechá entonces que estas cosas ocurren cada
muerte de… cada muerte de obispo.
Felipe había fingido, con astucia, pero se sentía
podrido. Pensaba en llamar a Francisco. Poco antes de hacerlo, clavaba sus ojos
irritados en el espejito retrovisor. Percibiendo la mirada penosa de su chofer,
ordenaba:
—Girá y volvé a la ciudad.