domingo, 9 de diciembre de 2012

Entrega nro. 65


La noche hospitalaria consolidaba el insomnio de Francisco, también el cansancio hondo de Segundo. El horario de visita hospitalario había obligado a su majestad Felipe, y su princesa Priscilla, a desalojar las camillas y curitas para hospedarse en el castillo de San Isidro. Ya se habían retirado y Segundo estaba anclado en los sueños más profundos. Pobre Francisco, tenía que padecer la luna sin poder cerrar tan solo un ojo a pesar de haberse comunicado con Araña poco antes de las tres. Había entrado y salido de la cama en ocho ocasiones mientras Segundo recorría en su inconsciente las aventuras fantásticas que sólo la mente humana puede crear y suprimir en una milésima de segundo, o quizá menos. Más allá de su tortuosa espera, y a pesar de tener las ojeras tan dispersas como maquillaje de payaso en ruina, asumía ese nuevo amanecer con altas dosis de optimismo.
Se hacían las siete de la mañana. El cielo se despejaba con una noche nublada que se iba, y con la noche dejaban de relucir la luna menguante y las estrellas. El viento sur había barrido todas las nubes. Para la gracia de Felipe, había llegado el momento de despertarlo, entonces tomaba el control remoto y clavaba su laser invisible en el televisor para encenderlo, dejando a la vista un noticiero matutino que ya informaba las malas nuevas de un día que parecía tener entre cuarenta y cincuenta horas de duración.
—Buen día, Segundo. ¿Cómo estás? —intentaba despabilarlo, corriendo la cortina de la ventana.
Un rayo de sol se adentraba por esa ventana, aterrizando en el pecho de Segundo. Él quería pero no podía extirpar ese cansancio fulminante que lo mantenía adormecido.
—Hola, ¿yo?, —despertaba tras un sacudón de su brazo—. Creo que bien. ¿Qué hora es? —le preguntaba perdido en el tiempo y el espacio.
—Son las siete, pasadas las siete. En una hora tiene que verte el neurólogo. Te dan el alta y nos vamos rápido a casa.
Francisco estaba apoyado en el marco de la ventana, observaba unas palomas que descansaban las alas sobre la caja de un aire acondicionado que parecía en desuso.
—Uy, cierto —caía Segundo en su realidad—. ¿Dormiste acá? Me quedé dormido.
—Así es. Si bien la cama no es como la nuestra tiene lo suyo por tratarse de un hospital.
—Che… parezco un inválido.
Segundo intentaba mover las piernas, las tenía apretadas por una sábana blanca y un acolchado marrón que le ejercían presión en el cuerpo. Estaba angustiado, no era para menos, no tenía ni fuerzas para moverlas. Resignado, miraba la pantalla de la tevé aunque no le prestara atención a las informaciones que anunciaba una periodista del noticioso.
—Quedate tranquilo, Segundo, pronto te verán y luego nos vamos.
— ¿Dónde está Priscilla?
—No te preocupes que ella no delatará una sola palabra. Llamó hace media hora y preguntó por vos.
— ¿Qué dijo?
—Quería acercarse pero le dije que nos iríamos y le informaríamos ni bien arribemos a nuestro hotel. ¿Sentís molestias en el cuerpo?
—Creo que no, no siento dolores en la cabeza aunque me gustaría poder caminar para sentirlas un poco.
—Esperá un minuto, por favor, iré en busca de una enfermera.
— ¡Por favor! Necesito sentirme vivo. Francisco: ¡esperá! ¿Tenés noticias del motociclista? —pausaba su retiro en el preciso instante en que manoteaba el picaporte de la puerta.
—Sufrió una fractura en la tibia y ahora guarda reposo en este hospital. No te preocupes que no le pasa nada malo —se retiraba pegando un leve portazo al traspasarla.
Segundo sentía molestias en la pierna derecha pero no quería preocuparlo, lo único que le importaba era abandonar rápidamente el hospital para poder descansar en el hotel. Quería reponer su energía y reflexionar en paz, lejos de los sueros, y las camillas. Asimismo, estaba bastante eufórico con lo que pudo ser y no había sido gracias a la mano de Dios y un motociclista que terminó deteniendo al taxista que la llevaba. Compartía su soledad con la habitación y un televisor que no paraba de chillar. La mañana era un hecho y él necesitaba mover las piernas aunque sea un poquito, para eso corría lentamente la sábana pero un tirón a la altura del muslo detenía sus propósitos inmediatos de echar los pies en el piso y caminar. Demasiado preocupado por esos dolores, se resignaba y reposaba la espalda en el colchón, a la espera de Francisco y una enfermera que lo auxiliara. Habrán sucedido ochos largos minutos hasta que Francisco reaparecía, pero en esta ocasión lo hacía junto a una enfermera que fácilmente podía presentarse a algún casting para las modelos de la belleza exterior. Ella lo ayudaba a levantarse y tomar asiento en una silla de ruedas que había acercado. Segundo sentía muchas molestias pero las minimizaba. Asistido por la enfermera, lograba asearse la cara, cepillarse los dientes y hasta perfumarse con un desodorante masculino en aerosol. La bella morocha vestía un atuendo clínico de dos piezas que se parecía mucho al pijama que Segundo solía usar cuando se echaba a descansar. Tenía la barba crecida, habían sido demasiados los días de descuido. Francisco reaparecía con dos tazas de café, cinco medialunas y un par de vasitos con naranjadas servidas en una fuente toda blanca. La enfermera lo ayudaba para que subiera a la silla de ruedas. Después lo trasladaba a la ventana y se retiraba, avisando que regresaría con prontitud para conducirlo a una sala de neurología. Y así fue: desayunaron; los minutos pasaron; un neurólogo le practicó exámenes de control, ordenó la toma de radiografías y tomografías computadas y hasta se ocupó de contar algún que otro chiste que animara a su paciente impaciente, pero Segundo no estaba de buen humor y quería irse pronto de ese hospital. Poco antes de firmar su alta médica, el médico había ordenado la visita a un consultorio del hospital, aquel donde los psicólogos suelen asistir a los pacientes que experimentan traumas. Mientras Francisco ordenaba a su abogado pactar un acuerdo con los representantes legales del motociclista atropellado, Segundo era trasladado en la silla de ruedas para participar involuntariamente del tratamiento psicológico. A Francisco, la atención psicológica le caía como un regalo del cielo porque le cedía el tiempo suficiente para poder cerrar trato con los cuervos del motociclista, enyesado en una sala de terapia intensiva. Estaba delicado. Camino a la atención psicológica, Segundo reflexionaba lo distinto que podía verse el mundo desde una silla de ruedas. Por primera vez en su vida añoraba que todas las esquinas de la ciudad pudieran contar con rampas para que la gente con discapacidades motrices se trasladare sin impedimentos. La enfermera era muy simpática y hacía lo suyo para terminar de despabilarlo con sus hermosas tetas comprimidas por un corpiño extrovertido de color verdoso que asomaba por el escote de su atuendo. Ese escote se había desabotonado y cada vez que se agachaba podía verle un pezón. Superados un ascensor, cinco rampas y algunos pacientes que se enfilaban como podían, arribaban a la sala de espera de un consultorio que, curiosamente, tenía todas las sillas desocupadas. La enfermera llamaba a la puerta a fuerza de puñetazos y después se asomaba en el interior de lo que parecía constituir una sala de atención. Después regresaba y agarraba las manoplas de la silla para conducirlo del otro lado de la puerta. Al entrar los recibía una señora, vestía un guardapolvo blanco y estaba sentada frente a un escritorio, bien cerca de una ventana encortinada.
— ¿Segundo Noruega? Gracias corazón, podés retirarte —le agradecía a la enfermera.
La morocha lo ubicaba a un lado del escritorio y después se esfumaba con las ventiscas que se adentraban por la puerta a medio cerrar.
— ¿Cómo le va? —preguntaba Segundo.
—No me puedo quejar. He cumplido una nueva jornada laboral. Ahora espero a una psicóloga que muy prontito se hará cargo de ti.
Lucía muy contenta y estaba depositando unas libretitas en el interior de una cartera apoyada en la mesada del escritorio.
—Pensé que usted me atendería.
—No, no, chiquito, nosotras no atendemos, nosotras asistimos.
Un teléfono de línea comenzaba a sonar, era un teléfono blanco que estaba ubicado en el extremo derecho del escritorio. Había otro pero estaba en un modular. El consultorio tenía no más de diez metros cuadrados y estaba decorado con el escritorio, tres sillas, una mesa cuadrada, el modular y una añosa pizarra que por cierto parecía reclamar reemplazo. La psicóloga dialogaba con alguien del hospital, pero de pronto colgaba y lo miraba a los ojos para anunciarle:
—Tengo que irme, se me hace un poco tarde y alguien tiene que hacerse cargo de llevar a mis nenes al colegio. ¿Podrías esperarla unos minutos que la psicóloga acaba de informar que ya arribó al hospital?
Segundo asentía con la cabeza.
—Bien. Muchas gracias y mucha suerte —le deseaba mientras se paraba enérgicamente.
—Licenciada, por favor, la suerte no existe.
—Ay, perdón. ¿Éxitos?
—Ahora me gusta más. Vaya en paz.
Segundo quería demostrar que a pesar de todo estaba de buen humor. Se quedaba solo pero su soledad perduraba tan sólo un minuto como una soledad que solamente podía ser sólo un minuto.
— ¿Estás solo? —sorprendía por detrás la voz de una mujer.
Esa pregunta había provenido desde la puerta, le erizaba la piel. Se esforzaba para girar la cintura: había una psicóloga, pero esa psicóloga no era como todas las demás, esa psicóloga era diferente porque era Martina:
—No lo puedo creer —murmuraba él—. ¿Qué hacés acá?
Estaba tan desconcertado que temblaba como si alguien lo hubiese arrojado desarropado a las heladas laderas antárticas.
—Lo mismo que harías vos en mi lugar —explicaba ella con sutileza y se acercaba para sentarse en la silla contigua.
—Pero, ¿cómo sabías que estaba acá? ¿Quién te avisó?
—Amigas son las amigas. Además, siempre estuve al tanto de tus movimientos.
Su boca rojiza era irresistible, la tenía a escasos centímetros de sus labios. Quería besarla, los besos suelen echarse de menos más que las palabras, pero estaba tan sorprendido que apenas podía parpadear. Encima ella le apoyaba la mano en el muslo, descargándole un chispazo de energía que se adueñaba de sus sentidos y lo atolondraba.
—Te ruego disculpas por mis inesperadas apariciones pero ya no podía esperar más. ¿Tenés una idea de cuánto te extraño?
— ¿Mucho?, —se sensibilizaba pero inmediatamente retomaba la seriedad—. ¿Qué hiciste?
—Tanto pero tanto que hasta se me olvida respirar.
Segundo sentía sus palabras en lo más profundo de su alma, la llevaba en la sangre, cual leucemia, pero esa leucemia era también una enfermedad, un mal que le envenenaba los latidos. Habían transcurrido demasiados días desde la última vez que habían intimidado. El paso del tiempo y los desencuentros podían distanciarlos físicamente pero sus sentimientos seguían intactos, sin embargo Segundo sentía impotencia y no le salía ni una palabra, tenía la lengua adormecida y no era por culpa de esos calmantes que le habían inyectado para soportar las lesiones, no, no, eran sus sentimientos que no paraba de aflorar. El rostro de Martina lucía angelical, se sentía agraciada. Los recuerdos renacían aceleradamente, pidiéndole permiso a los sentimientos para sofocar esas cenizas que no se habían extinguido. Ella se lo devoraba con la mirada, hechizándolo como en la primera cita cuando apenas eran dos desconocidos. No cabían dudas de que Martina dominaba las riendas de la ocasión, a pesar de que Segundo estuviera postrado en la silla de ruedas, tanto era así que le acariciaba las mejillas y le expresaba:
—Sé que no disponemos de tiempo pero quiero que sepas algo: no me importa con quién estás ni cuántos días o meses tendré que esperar. Soy tuya, sinceramente tuya, y estoy dispuesta a remarla con tal de seguir a tu lado. Quiero ser la guerrera que alentará esa guerra que solamente vos podrás superar… porque esa guerra… esa guerra es tuya.
El corazón de Segundo latía y latía cual motor en acción acelerando las revoluciones por minuto y sin siquiera traspasar los límites de la velocidad. Vacilaban, cautivos de sus ojos y unos labios apetitosos que lo elevaban a la cima de la atracción. Eran tan nobles e intensos sus sentimientos que hasta olvidaba estar postrado en una silla de ruedas.
—Gracias, Martina… pero que no se repita.
— ¿Qué cosa, amor? —le susurraba al oído.
—No reincidas con Priscilla. Francisco está muy preocupado y no quisiera que te lastime.
—Prometo no hacerlo más. Asumo mi error.
—Además hay algo que quiero que hagas. Si no es mucho pedir, claro.
Martina alternaba su rostro, se estaba derritiendo, quería besarlo, hacerle el amor, ser suya por el resto de los días:
—Decime, tesoro.
—Quiero que cierres los ojos y olvides lo que pasó. Hemos sentido las cadenas del pasado pero ahora gozamos de los laureles de la libertad.
Ahora no vacilaba en acercársele con los ojos cerrados, sintiendo luego un beso en los labios que inmortalizaba su amor porque Segundo le estaba besando la boca, sosteniéndole la cabeza desde la nuca. Eso la provocaba y la forzaba a rendirle algunas caricias en sus pectorales, transitándole por momentos las mejillas y erizándole la piel con sus uñas limadas y esmaltadas. El pasado jugaba al presente y el presente le suplicaba al pasado que la historia retrocediera. Ellos en el hospital, el amor en sus cuerpos y una cigüeña en alerta para un largo viaje continental. Poco a poco, Martina iba entregando su cuerpo ante la apasionada excitación de su macho; simultáneamente, reflexionaba que quizá una criatura podía encargarse de materializar lo que el destino no sabía conseguir: unirlos para siempre, pero tendría que hacerse responsable de tres amores: el de una criatura que quería engendrar, el de Segundo y el suyo.