La noche hospitalaria consolidaba el insomnio de
Francisco, también el cansancio hondo de Segundo. El horario de visita
hospitalario había obligado a su majestad Felipe, y su princesa Priscilla, a
desalojar las camillas y curitas para hospedarse en el castillo de San Isidro.
Ya se habían retirado y Segundo estaba anclado en los sueños más profundos.
Pobre Francisco, tenía que padecer la luna sin poder cerrar tan solo un ojo a
pesar de haberse comunicado con Araña poco antes de las tres. Había entrado y
salido de la cama en ocho ocasiones mientras Segundo recorría en su inconsciente
las aventuras fantásticas que sólo la mente humana puede crear y suprimir en
una milésima de segundo, o quizá menos. Más allá de su tortuosa espera, y a
pesar de tener las ojeras tan dispersas como maquillaje de payaso en ruina,
asumía ese nuevo amanecer con altas dosis de optimismo.
Se hacían las siete de la mañana. El cielo se
despejaba con una noche nublada que se iba, y con la noche dejaban de relucir la
luna menguante y las estrellas. El viento sur había barrido todas las nubes.
Para la gracia de Felipe, había llegado el momento de despertarlo, entonces
tomaba el control remoto y clavaba su laser invisible en el televisor para
encenderlo, dejando a la vista un noticiero matutino que ya informaba las malas
nuevas de un día que parecía tener entre cuarenta y cincuenta horas de
duración.
—Buen día, Segundo. ¿Cómo estás? —intentaba
despabilarlo, corriendo la cortina de la ventana.
Un rayo de sol se adentraba por esa ventana, aterrizando
en el pecho de Segundo. Él quería pero no podía extirpar ese cansancio
fulminante que lo mantenía adormecido.
—Hola, ¿yo?, —despertaba tras un sacudón de su
brazo—. Creo que bien. ¿Qué hora es? —le preguntaba perdido en el tiempo y el
espacio.
—Son las siete, pasadas las siete. En una hora
tiene que verte el neurólogo. Te dan el alta y nos vamos rápido a casa.
Francisco estaba apoyado en el marco de la
ventana, observaba unas palomas que descansaban las alas sobre la caja de un
aire acondicionado que parecía en desuso.
—Uy, cierto —caía Segundo en su realidad—.
¿Dormiste acá? Me quedé dormido.
—Así es. Si bien la cama no es como la nuestra
tiene lo suyo por tratarse de un hospital.
—Che… parezco un inválido.
Segundo intentaba mover las piernas, las tenía
apretadas por una sábana blanca y un acolchado marrón que le ejercían presión
en el cuerpo. Estaba angustiado, no era para menos, no tenía ni fuerzas para
moverlas. Resignado, miraba la pantalla de la tevé aunque no le prestara
atención a las informaciones que anunciaba una periodista del noticioso.
—Quedate tranquilo, Segundo, pronto te verán y
luego nos vamos.
— ¿Dónde está Priscilla?
—No te preocupes que ella no delatará una sola
palabra. Llamó hace media hora y preguntó por vos.
— ¿Qué dijo?
—Quería acercarse pero le dije que nos iríamos y
le informaríamos ni bien arribemos a nuestro hotel. ¿Sentís molestias en el
cuerpo?
—Creo que no, no siento dolores en la cabeza
aunque me gustaría poder caminar para sentirlas un poco.
—Esperá un minuto, por favor, iré en busca de una
enfermera.
— ¡Por favor! Necesito sentirme vivo. Francisco:
¡esperá! ¿Tenés noticias del motociclista? —pausaba su retiro en el preciso
instante en que manoteaba el picaporte de la puerta.
—Sufrió una fractura en la tibia y ahora guarda
reposo en este hospital. No te preocupes que no le pasa nada malo —se retiraba
pegando un leve portazo al traspasarla.
Segundo sentía molestias en la pierna derecha pero
no quería preocuparlo, lo único que le importaba era abandonar rápidamente el
hospital para poder descansar en el hotel. Quería reponer su energía y
reflexionar en paz, lejos de los sueros, y las camillas. Asimismo, estaba
bastante eufórico con lo que pudo ser y no había sido gracias a la mano de Dios
y un motociclista que terminó deteniendo al taxista que la llevaba. Compartía
su soledad con la habitación y un televisor que no paraba de chillar. La mañana
era un hecho y él necesitaba mover las piernas aunque sea un poquito, para eso
corría lentamente la sábana pero un tirón a la altura del muslo detenía sus
propósitos inmediatos de echar los pies en el piso y caminar. Demasiado preocupado
por esos dolores, se resignaba y reposaba la espalda en el colchón, a la espera
de Francisco y una enfermera que lo auxiliara. Habrán sucedido ochos largos
minutos hasta que Francisco reaparecía, pero en esta ocasión lo hacía junto a
una enfermera que fácilmente podía presentarse a algún casting para las modelos
de la belleza exterior. Ella lo ayudaba a levantarse y tomar asiento en una
silla de ruedas que había acercado. Segundo sentía muchas molestias pero las
minimizaba. Asistido por la enfermera, lograba asearse la cara, cepillarse los
dientes y hasta perfumarse con un desodorante masculino en aerosol. La bella
morocha vestía un atuendo clínico de dos piezas que se parecía mucho al pijama
que Segundo solía usar cuando se echaba a descansar. Tenía la barba crecida, habían
sido demasiados los días de descuido. Francisco reaparecía con dos tazas de
café, cinco medialunas y un par de vasitos con naranjadas servidas en una
fuente toda blanca. La enfermera lo ayudaba para que subiera a la silla de
ruedas. Después lo trasladaba a la ventana y se retiraba, avisando que
regresaría con prontitud para conducirlo a una sala de neurología. Y así fue:
desayunaron; los minutos pasaron; un neurólogo le practicó exámenes de control,
ordenó la toma de radiografías y tomografías computadas y hasta se ocupó de
contar algún que otro chiste que animara a su paciente impaciente, pero Segundo
no estaba de buen humor y quería irse pronto de ese hospital. Poco antes de
firmar su alta médica, el médico había ordenado la visita a un consultorio del
hospital, aquel donde los psicólogos suelen asistir a los pacientes que
experimentan traumas. Mientras Francisco ordenaba a su abogado pactar un
acuerdo con los representantes legales del motociclista atropellado, Segundo
era trasladado en la silla de ruedas para participar involuntariamente del
tratamiento psicológico. A Francisco, la atención psicológica le caía como un
regalo del cielo porque le cedía el tiempo suficiente para poder cerrar trato
con los cuervos del motociclista, enyesado en una sala de terapia intensiva.
Estaba delicado. Camino a la atención psicológica, Segundo reflexionaba lo
distinto que podía verse el mundo desde una silla de ruedas. Por primera vez en
su vida añoraba que todas las esquinas de la ciudad pudieran contar con rampas
para que la gente con discapacidades motrices se trasladare sin impedimentos.
La enfermera era muy simpática y hacía lo suyo para terminar de despabilarlo
con sus hermosas tetas comprimidas por un corpiño extrovertido de color verdoso
que asomaba por el escote de su atuendo. Ese escote se había desabotonado y
cada vez que se agachaba podía verle un pezón. Superados un ascensor, cinco
rampas y algunos pacientes que se enfilaban como podían, arribaban a la sala de
espera de un consultorio que, curiosamente, tenía todas las sillas desocupadas.
La enfermera llamaba a la puerta a fuerza de puñetazos y después se asomaba en
el interior de lo que parecía constituir una sala de atención. Después
regresaba y agarraba las manoplas de la silla para conducirlo del otro lado de la
puerta. Al entrar los recibía una señora, vestía un guardapolvo blanco y estaba
sentada frente a un escritorio, bien cerca de una ventana encortinada.
— ¿Segundo Noruega? Gracias corazón, podés
retirarte —le agradecía a la enfermera.
La morocha lo ubicaba a un lado del escritorio y después
se esfumaba con las ventiscas que se adentraban por la puerta a medio cerrar.
— ¿Cómo le va? —preguntaba Segundo.
—No me puedo quejar. He cumplido una nueva jornada
laboral. Ahora espero a una psicóloga que muy prontito se hará cargo de ti.
Lucía muy contenta y estaba depositando unas
libretitas en el interior de una cartera apoyada en la mesada del escritorio.
—Pensé que usted me atendería.
—No, no, chiquito, nosotras no atendemos, nosotras
asistimos.
Un teléfono de línea comenzaba a sonar, era un
teléfono blanco que estaba ubicado en el extremo derecho del escritorio. Había
otro pero estaba en un modular. El consultorio tenía no más de diez metros
cuadrados y estaba decorado con el escritorio, tres sillas, una mesa cuadrada,
el modular y una añosa pizarra que por cierto parecía reclamar reemplazo. La
psicóloga dialogaba con alguien del hospital, pero de pronto colgaba y lo
miraba a los ojos para anunciarle:
—Tengo que irme, se me hace un poco tarde y
alguien tiene que hacerse cargo de llevar a mis nenes al colegio. ¿Podrías
esperarla unos minutos que la psicóloga acaba de informar que ya arribó al
hospital?
Segundo asentía con la cabeza.
—Bien. Muchas gracias y mucha suerte —le deseaba
mientras se paraba enérgicamente.
—Licenciada, por favor, la suerte no existe.
—Ay, perdón. ¿Éxitos?
—Ahora me gusta más. Vaya en paz.
Segundo quería demostrar que a pesar de todo estaba
de buen humor. Se quedaba solo pero su soledad perduraba tan sólo un minuto
como una soledad que solamente podía ser sólo un minuto.
— ¿Estás solo? —sorprendía por detrás la voz de
una mujer.
Esa pregunta había provenido desde la puerta, le
erizaba la piel. Se esforzaba para girar la cintura: había una psicóloga, pero
esa psicóloga no era como todas las demás, esa psicóloga era diferente porque era
Martina:
—No lo puedo creer —murmuraba él—. ¿Qué hacés acá?
Estaba tan desconcertado que temblaba como si
alguien lo hubiese arrojado desarropado a las heladas laderas antárticas.
—Lo mismo que harías vos en mi lugar —explicaba
ella con sutileza y se acercaba para sentarse en la silla contigua.
—Pero, ¿cómo sabías que estaba acá? ¿Quién te
avisó?
—Amigas son las amigas. Además, siempre estuve al
tanto de tus movimientos.
Su boca rojiza era irresistible, la tenía a
escasos centímetros de sus labios. Quería besarla, los besos suelen echarse de
menos más que las palabras, pero estaba tan sorprendido que apenas podía
parpadear. Encima ella le apoyaba la mano en el muslo, descargándole un chispazo
de energía que se adueñaba de sus sentidos y lo atolondraba.
—Te ruego disculpas por mis inesperadas
apariciones pero ya no podía esperar más. ¿Tenés una idea de cuánto te extraño?
— ¿Mucho?, —se sensibilizaba pero inmediatamente retomaba
la seriedad—. ¿Qué hiciste?
—Tanto pero tanto que hasta se me olvida respirar.
Segundo sentía sus palabras en lo más profundo de
su alma, la llevaba en la sangre, cual leucemia, pero esa leucemia era también
una enfermedad, un mal que le envenenaba los latidos. Habían transcurrido
demasiados días desde la última vez que habían intimidado. El paso del tiempo y
los desencuentros podían distanciarlos físicamente pero sus sentimientos seguían
intactos, sin embargo Segundo sentía impotencia y no le salía ni una palabra,
tenía la lengua adormecida y no era por culpa de esos calmantes que le habían
inyectado para soportar las lesiones, no, no, eran sus sentimientos que no
paraba de aflorar. El rostro de Martina lucía angelical, se sentía agraciada.
Los recuerdos renacían aceleradamente, pidiéndole permiso a los sentimientos
para sofocar esas cenizas que no se habían extinguido. Ella se lo devoraba con
la mirada, hechizándolo como en la primera cita cuando apenas eran dos
desconocidos. No cabían dudas de que Martina dominaba las riendas de la
ocasión, a pesar de que Segundo estuviera postrado en la silla de ruedas, tanto
era así que le acariciaba las mejillas y le expresaba:
—Sé que no disponemos de tiempo pero quiero que
sepas algo: no me importa con quién estás ni cuántos días o meses tendré que
esperar. Soy tuya, sinceramente tuya, y estoy dispuesta a remarla con tal de
seguir a tu lado. Quiero ser la guerrera que alentará esa guerra que solamente
vos podrás superar… porque esa guerra… esa guerra es tuya.
El corazón de Segundo latía y latía cual motor en
acción acelerando las revoluciones por minuto y sin siquiera traspasar los
límites de la velocidad. Vacilaban, cautivos de sus ojos y unos labios
apetitosos que lo elevaban a la cima de la atracción. Eran tan nobles e intensos
sus sentimientos que hasta olvidaba estar postrado en una silla de ruedas.
—Gracias, Martina… pero que no se repita.
— ¿Qué cosa, amor? —le susurraba al oído.
—No reincidas con Priscilla. Francisco está muy
preocupado y no quisiera que te lastime.
—Prometo no hacerlo más. Asumo mi error.
—Además hay algo que quiero que hagas. Si no es
mucho pedir, claro.
Martina alternaba su rostro, se estaba derritiendo,
quería besarlo, hacerle el amor, ser suya por el resto de los días:
—Decime, tesoro.
—Quiero que cierres los ojos y olvides lo que
pasó. Hemos sentido las cadenas del pasado pero ahora gozamos de los laureles
de la libertad.
Ahora no vacilaba en acercársele con los ojos
cerrados, sintiendo luego un beso en los labios que inmortalizaba su amor
porque Segundo le estaba besando la boca, sosteniéndole la cabeza desde la
nuca. Eso la provocaba y la forzaba a rendirle algunas caricias en sus
pectorales, transitándole por momentos las mejillas y erizándole la piel con sus
uñas limadas y esmaltadas. El pasado jugaba al presente y el presente le
suplicaba al pasado que la historia retrocediera. Ellos en el hospital, el amor
en sus cuerpos y una cigüeña en alerta para un largo viaje continental. Poco a
poco, Martina iba entregando su cuerpo ante la apasionada excitación de su
macho; simultáneamente, reflexionaba que quizá una criatura podía encargarse de
materializar lo que el destino no sabía conseguir: unirlos para siempre, pero tendría
que hacerse responsable de tres amores: el de una criatura que quería
engendrar, el de Segundo y el suyo.