Mientras Segundo recorría las instalaciones fabriles
y recopilaba información salida de la boca del gerente, Francisco maniobraba el
volante de un coche de costo accesible que había decidido adquirir para
emprender una reunión que consideraba clave. Lo acompañaban dos custodios quienes,
desde el asiento trasero, echaban los ojos en el paisaje que proyectaban las
ventanillas. Estaban circulando por el Riachuelo, atravesándolo por el puente
Nicolás Avellaneda, pero en contados segundos abandonaban el concreto y esa
fragancia apetecible para las moscas y varios funcionarios que habían prometido
sanearlo. Transitaban por territorio bonaerense. A medida que avanzaban por el
asfalto de gomas quemadas, y sigilosamente penetraban una villa de emergencia,
percibían la miseria con que muchas familias se las arreglaban para soportar sus
vidas precarias. Los privilegiados vivían en casas de chapa. Estaban ubicados a
pocos minutos de la Casa de la
Pantera Rosa pero no disponían de agua potable ni tampoco de
cloacas, esa pobre gente pasaba sus días como ratas de laboratorio suplicando
subsidio estatal, pero claro, para mucha gente esa era la rivera de los negros
cabeza, nada podía hacerse para que dejaran de vivir como lauchas. Francisco no
tenía ganas de hablar, sentía tristeza, conocía mejor que nadie lo que
significaba vivir sumergido en la miseria. Conducía por un camino de tierra
polvorienta que estaba en óptimas condiciones de uso porque hacía doce días que
no llovía. Prácticamente no había vehículos a la vista, más allá de un milqui
todo resquebrajado cuyo propietario intentaba enajenar mediante un tarro de
aceite puesto por encima del techo. Unos pibes jugaban a la pelota, en un
potrero contiguo a un taller metalúrgico arrasado por la década de los noventa.
Un poco más lejos, un cartonero preparaba su carro para recolectar los
desperdicios de la gente pudiente. Los custodios no se atrevían a hablar,
padecían la impotencia ajena en carne propia. Uno de ellos, el que estaba
sentado por detrás de Francisco, cargaba un mapa pero desconocía que su jefe
conocía la zona a la perfección: mucho tiempo atrás se había alojado en una
casita de barro que una familia humilde y generosa le había cedido cuando no
tenía nada. Con sus manos al volante, y sin correr la mirada del camino
terregoso que veía por el parabrisas, comentaba:
—Esta gente podrá ser indigente pero les aseguro
que son más leales y generosos que cualquier individuo que pueda hallarse en la
Capital. Por eso manejo, porque ellos me conocen y quiero que me vean.
—Si usted lo dice por algo será, señor —le acotaba
el mismo custodio, desde atrás.
—Simplemente es gente trabajadora que no trabaja
porque no la dejan trabajar. He vivido varios meses en un ranchito de barrio
que, si mal no recuerdo, debería estar situado a unas pocas cuadras de este
lugar.
A la vera del camino yacía una vaca muerta en
estado de descomposición, invadida por los tábanos y las moscas que solían
frecuentar las cavas de la villa.
—Ahora que estamos tranquilos —volanteaba—, y resta
poco para llegar, quiero darles unas últimas instrucciones para evitar la
siempre indeseada ineficiencia operacional. La banda con la que vamos a
negociar es muy astuta, muy perceptiva, atacan como perros salvajes al percibir
el miedo de sus presas. Por lo tanto les ruego que mantengan la calma aunque
les cueste, y por favor, no los subestimen, ellos saben manipular los sentidos.
Lo cierto era que Francisco estaba relajado pero
sus custodios padecían la incertidumbre, no tenían ni remota idea de con
quienes iban a estar pero presumían que no se trataba de sujetos amables ni
cordiales. Escuchaban a su jefe como apóstoles oyendo los mandamientos de
Jesucristo.
Instantes previos a desviarse por una esquina
surcada por las huellas de un camión, un perro de pelaje blanquinegro avanzaba
a los tumbos por el medio de la calle. El can tenía artritis, rengueaba cual
anciano con severas dificultades de movilidad pero ponía a prueba los reflejos
de Francisco, quien lograba pisar el freno para salvar la vida del indefenso
animal. El perro se había quedado perplejo, había olfateado peligro con su
hocico sarnoso.
—Casi lo piso, pobre animal. Pero vieron, es una
prueba, todo hecho guarda relación ya que prueba mi lucidez y me entra en
calor. La banda es muy lista pero uno tiene que serlo aún más, si no… si no te
pasan por arriba. Cuando lleguemos quiero que permanezcan en el vehículo, eso
sí, escondan las armas por debajo de los asientos, no tengo dudas de que serán
inspeccionados por esos secuaces.
Y eso mismo hacían, sacaban sus revólveres para
ubicarlos por debajo de los asientos.
—Ordené instalar bolsillos por debajo de esos
asientos. ¿Los hallaron?
—Sí, señor —asentían todos con la cabeza.
—Perfecto. Con esa gente nunca se sabe lo que
puede pasar. Más vale prevenir. Ah… lo olvidaba —miraba por el espejito
retrovisor al custodio que tenía a su derecha—, quiero que vos te pongas al
volante.
El custodio señalado sentía las piernas
adormecidas y los testículos enroscados en las amígdalas, tenía un cagazo de la
puta madre pero no le quedaba otra alternativa más que satisfacer las locuras
de su jefe (aunque muchas veces le costase una diarrea).
Estaban circulando por una zona donde las casitas
eran discontinuas. Poco a poco se iban quedando aislados en los descampados de
las afueras de la villa. A los lejos sobre el camino se lograba vislumbrar una
camioneta, era negra, una cuatro por cuatro que estaría estacionada a unos cien
metros de distancia. Tenía las balizas encendidas.
— ¡Ahí están!, —la señalaba Francisco con la mano
derecha—, son ellos.
— ¿Quiénes, señor? —le preguntaba el custodio desde
atrás.
—Los soldados de Araña. Acordamos que una
camioneta negra nos esperaría desde la banquina para guiarnos luego a la
guarida. Llevaría una patente con la numeración ciento sesenta. ¿La vieron?
Ahora resta sacar el puño por la ventanilla y emitir tres guiñadas de luces.
Sacá el puño que yo me encargaré de jugar con las luces.
Con el pulso arrebatado, el custodio que estaba
ubicado en el asiento de acompañante comenzaba a bajar la ventanilla. Después mostraba
su puño. Francisco cumplía al pie de la letra con las guiñadas predeterminadas.
Estaba deteniendo el coche a unos cuatro metros de la camioneta, frente a su
paragolpes trasero. Por la cabina de la camioneta podía verse la nuca de dos
hombres entre varias calcomanías gigantescas que promocionaban marcas
cerveceras.
—Listo, tranquilo —observaba por el espejito
retrovisor a su custodio—. Miren sus rostros, están empalideciendo. Pónganle
huevos al asunto que los podríamos necesitar.
Los aterrados custodios no respondían, alojaban
las manos en sus rezagos mientras pensaban en sus familias. La camioneta seguía
detenida, pero de pronto arrancaba, obligándolos a
circular a unos cincuenta kilómetros por hora. Se desviaban por unos caminos
sinuosos hasta terminar detenidos frente a una tranquera: un portal de madera
enferma víctima de tortuosas heladas invernales. Un individuo con gafas oscuras,
vestido de negro, bajaba de la camioneta pero no se les acercaba, caminaba en
dirección a la tranquera. Se había puesto a abrir un candado. Del otro lado de
la tranquera podía ser contemplado un largo camino bordeado por montes de
acacias. El conductor de la camioneta continuaba sentado en el habitáculo pero
sacaba un brazo por la ventanilla. Estaba desprendiendo las cenizas de un
cigarrillo. La tranquera ya estaba abierta y el muchacho la terminaba de abrir con
un sacudón. Después se volteaba y los observaba, elevando el brazo derecho para
invitarlos a circular. Francisco entró el primer cambio y conducía hacia la
tranquera, totalmente predispuesto a obedecer cuanta orden se le impartiese.
—Bienvenido —lo saludaba gentilmente el muchacho—.
Lo estábamos esperando.
—Muchas gracias. Nosotros también.
—Sería tan amable de conducir por este camino
hasta la casa. Mis colegas lo recibirán de inmediato.
—Desde luego que sí. Muchas gracias por la
amabilidad.
—Nuestra casa está en orden —le aseguraba muy
tranquilo.
Francisco subía la ventanilla y contemplaba el
camino de árboles que se cerraba por lo alto, conformando un pasaje misterioso
pero con cierto encanto natural. Y ahí nomás pisaba el acelerador, deseando
llegar. Araña lo esperaba para concretar una alianza. Francisco era consciente
de que lo necesitaba, tenía que encausar una serie de hechos que endiablarían a
Felipe y sacudirían su ímpetu cual terremoto feroz, movilizando las rocas más
pesadas.