Restaban dos
horas para el amanecer. Puerto Madero continuaba cercado por la prefectura. También
seguía custodiado por las cámaras de las cadenas de televisión. Segundo, y su
amigo Pedro, estaban sentados en el capot del vehículo, a unos sesenta metros
de una patrulla que cerraba el acceso a la calle Viamonte. Pedro había puesto
en marcha su coche para que Segundo pudiera presenciar el control vehicular que
unos prefectos ejercían más allá de la avenida Eduardo Madero. Todos los
accesos al barrio estaban cerrados. El rostro del joven abogado disparaba una
frustración que agonizaba en su cerebro. Con celular en mano, bajaba del capot
para meterse en la cabina del vehículo. Se sentaba en el asiento del
acompañante. Pedro bostezaba con los ojos perdidos en los imponentes rascacielos
que podían verse más allá de la posición de los prefectos, pero también bajaba
del capot y se acercaba a la ventanilla abierta desde donde Segundo dejaba caer
su brazo derecho.
—Segundo: ya
no sé qué más decirte. Hemos recorrido todos los accesos y resulta imposible
penetrar este barrio de ricachones. ¿Por qué no vamos a casa y descansamos un
poco?
Pero Segundo
tenía la mirada perdida más allá del parabrisas, ni siquiera había girado la
cara para mirarlo. Tenía los pensamientos enredados y los ojos clavados en un
majestuoso edificio situado a unos veinte metros del coche. Sin mirarlo, le decía:
—No tengo ni
la más remota idea de cuál es el paradero de Francisco pero estoy convencido de
que Martina está en su hotel. Y no sólo eso, presiento que está metida en
serios problemas.
—Tranquilo —se
arrodillaba sobre la vereda—, ella debe estar en una comisaría.
—Entonces
—giraba el cuello para mirarlo a los ojos—, ¿por qué carajo todavía no le
avisaron a su familia? Sus padres está desesperados, ya no sé qué carajo
decirles. ¡Me llamaron en cuatro ocasiones! Tengo que ingresar en ese hotel
maldito.
Una ventolina
removía los cabellos de Segundo, y también los impulsos de Pedro porque abría
la puerta y se prendía de su camisa cual garrapata. Le clavaba las uñas en los
pectorales, observándolo con sus ojos tensos. Respirándole en la cara, comenzaba
a zamarrearlo para hacerlo reaccionar, quería que tomara consciencia porque
Segundo estaba obnubilado, era un hecho que no podía pensar con claridad.
—Segundo:
tenés que aceptar la realidad, querer ingresar en ese barrio es como querer
invadir el pentágono americano. ¿No te das cuenta de que la prefectura rodea
toda la zona?
—Me importa un
carajo. Podrá estar plagado de prefectos pero de alguna manera voy a pasar. Dalo
por hecho. ¡Soltame!
—No te suelto
nada, sos un pendejo de cuarta. Abrí los ojos, nene —lo soltaba y le señalaba
la patrulla de los prefectos—. De un lado tenés el río, del otro las dársenas.
¿Quién sos… Acuaman?
Pedro se incorporaba,
muy molesto, y rezongaba en voz baja pero Segundo sonreía, y ahí nomás salía de
su coche para tomarlo de los antebrazos y preguntarle:
— ¿Sos un
genio?
— ¿Y ahora qué
te pasa?
— ¿Te das
cuenta? Siempre sos mi salvador. Me ha surgido una idea.
—No me jodas,
Segundo. Dale, vayamos a casa.
—Eso mismo,
vamos a tu casa pero a buscar el gomón.
— ¿Cómo?
—fruncía el entrecejo.
— ¿Tenés el
gomón que usamos para pescar en la laguna de Bragado?
—Sí, lo tengo,
pero… ¿para qué corno lo querés?
—Soy
consciente de que este río huele a mierda pero conozco un lugar más allá de
Puerto Madero donde puedo usar el gomón para flotar y penetrar este barrio a
través de las dársenas.
Pedro estaba
más desorientado, sus ideas ocurrentes lo descolocaban demasiado. Segundo ya le
había soltado los antebrazos pero le costaba responder. Inhalaba aire fresco
que el viento soplaba desde el río. Estaban situados en uno de los pocos
lugares donde en Buenos Aires uno podía respirar un poco de pureza. Pedro comenzaba
a gesticular, pero sonreía, de a poco se le arrugaban las mejillas. Él era así,
temperamental, pero también muy compasivo:
—Pendejo,
estás más loco que yo. ¿Estás seguro?
—Completamente
seguro.
—Entonces
vayamos a buscar el gomón.
Segundo se sentía
tan agradecido que alzaba los brazos y lo abrazaba. Se daban un abrazo que se prolongaba
con palmadas en los omóplatos. Había amistad por doquier a la vera del barrio
Puerto Madero. Se soltaban. Pedro no demoraba en poner en marcha el motor para
apostar ese puñado de esperanzas que a Segundo le quedaban, sus últimas fichas
para una apuesta donde se lo jugaba todo. Estaba convencido de que Martina lo
necesitaba más que nunca aunque no tuviera noticias suyas desde insoportables
horas previas, demasiadas a esa altura de los hechos.