viernes, 30 de diciembre de 2016

EL IMPERIO DEL SOL (EPISODIO #316)



Los minutos corrían, como liebres, y yo no paraba de cavilar. Nuestro futuro era tan incierto como el día del juicio final. Mis compañeros reposaban con los ojos cerrados mientras yo no podía soñar. Ni siquiera lograba dormitar. ¡Qué manera de cabecear! A mi lado derecho estaba Sofía. Por vez primera le oía roncar, boca arriba, con su enmarañado cabello y su radiante cara angelical. Del lado opuesto el gato parecía ronronear. Tal vez para ayudarme a descansar. Mantener la calma era una injusta imposibilidad. Impotente, cerraba los ojos pero no me podía relajar. Estaba sediento, tenía un poco de hambre, pero también es cierto que estaba más caliente que un volcán. El niño indio estaba presente. No me le podía insinuar. Padecía un estado de excitación que me sumía en un profundo sentimiento de malestar. Podía pararme y con mucho sigilo buscar un poco de privacidad, pero el mono jocoso podía comenzar a chillar. Por supuesto todos me iban a odiar. Imaginando una apestosa cucaracha buscaba la paz mental.



domingo, 25 de diciembre de 2016

EL IMPERIO DEL SOL (EPISODIO #315)


—Tenías razón —susurraba Sofía con su dulce voz.
— ¿Por qué lo decís?
—Porque las apariencias engañan: el gran cabrón es un señor.
— ¡Por los cuernos del cabrón, te quiero un montón!
— ¡Y yo a vos!
No podíamos evitar rozarnos los labios, y luego fundirnos en un efusivo abrazo de pasión, como si no tuviéramos otra ocasión para demostrar nuestra más sincera devoción. Tenía muchas ganas de hacerle el amor, pero el niño indio podía escuchar nuestra respiración, siempre en el lomo peludo del gran cabrón. Sujetando sus muñecas le hacía girar, antes de dejarme llevar por la tentación. De esa forma lograba apartar su boca, sus pechos y todos esos ardores que alimentaban mi excitación. ¡Por el amor de Dios, nunca había podido hacerle el amor! Respiraba, su espalda descansaba en mi esternón. Con mis brazos afiebrados envolvía su vientre y le sujetaba sin ejercerle presión. Ella no podía reprimir las risotadas al advertir que el indiecito levantaba los brazos en dirección a una constelación, entre los cuernos curvados del gran cabrón. Encima el gato restregaba su barbilla contra mis tobillos y me hacía saber que también necesitaba un poco de atención. Nunca imaginé que los animales pudieran consagrarme como si fuese su Dios. Para mí ellos eran tan vitales como el sol.