Los
minutos corrían, como liebres, y yo no paraba de cavilar. Nuestro futuro era
tan incierto como el día del juicio final. Mis compañeros reposaban con los
ojos cerrados mientras yo no podía soñar. Ni siquiera lograba dormitar. ¡Qué
manera de cabecear! A mi lado derecho estaba Sofía. Por vez primera le oía
roncar, boca arriba, con su enmarañado cabello y su radiante cara angelical.
Del lado opuesto el gato parecía ronronear. Tal vez para ayudarme a descansar.
Mantener la calma era una injusta imposibilidad. Impotente, cerraba los ojos
pero no me podía relajar. Estaba sediento, tenía un poco de hambre, pero
también es cierto que estaba más caliente que un volcán. El niño indio estaba
presente. No me le podía insinuar. Padecía un estado de excitación que me sumía
en un profundo sentimiento de malestar. Podía pararme y con mucho
sigilo buscar un poco de privacidad, pero el mono jocoso podía comenzar a
chillar. Por supuesto todos me iban a odiar. Imaginando una apestosa cucaracha
buscaba la paz mental.