—No
lo puedo creer —vociferaba yo, persiguiendo creer en lo que mis ojos no podían
ver.
—Sí,
ya sé, el niño no está. ¡Todos lo sabemos! Hasta el gato lo sabe. Me ponés
nerviosa.
—Vos
no entendés: ese caballo arisco que mueve la cola, que nos toma por idiotas, me
irrita, me hace sulfurar. ¿Quién demonios se piensa que es? No lo hubiéramos
perdido si se hubiese dejado montar.