El
niño indio no mostraba la cara. No porque no quisiera sino porque su ausencia desesperaba,
quebrantaba la calma. Se suponía que caminaba a nuestras espaldas, pero en la
inmensidad de aquella noche, donde los recuerdos abrumaban y las responsabilidades
pesaban toneladas, nuestro principito no estaba. Tan sólo vislumbraba ese
caballo con cara de nada que, meneando la cola con una indiferencia que
enfadaba, insinuaba que del otro lado no había un alma. La luna solidaria nos
había enseñado una pastura lo suficientemente confortable como para confundirla
con el colchón de una cama, pero nuestro pequeño valiente ni siquiera exponía
el resplandor de su aura, y yo la extrañaba, tanto o más que la comodidad de un
techo y una hornalla que nunca se apaga.