—Tenías
razón —susurraba Sofía con su dulce voz.
—
¿Por qué lo decís?
—Porque
las apariencias engañan: el gran cabrón es un señor.
—
¡Por los cuernos del cabrón, te quiero un montón!
—
¡Y yo a vos!
No
podíamos evitar rozarnos los labios, y luego fundirnos en un efusivo abrazo de pasión,
como si no tuviéramos otra ocasión para demostrar nuestra más sincera devoción.
Tenía muchas ganas de hacerle el amor, pero el niño indio podía escuchar
nuestra respiración, siempre en el lomo peludo del gran cabrón. Sujetando sus
muñecas le hacía girar, antes de dejarme llevar por la tentación. De esa forma lograba
apartar su boca, sus pechos y todos esos ardores que alimentaban mi excitación.
¡Por el amor de Dios, nunca había podido hacerle el amor! Respiraba, su espalda
descansaba en mi esternón. Con mis brazos afiebrados envolvía su vientre y le
sujetaba sin ejercerle presión. Ella no podía reprimir las risotadas al advertir que
el indiecito levantaba los brazos en dirección a una constelación, entre los cuernos
curvados del gran cabrón. Encima el gato restregaba su barbilla contra mis
tobillos y me hacía saber que también necesitaba un poco de atención. Nunca
imaginé que los animales pudieran consagrarme como si fuese su Dios. Para mí
ellos eran tan vitales como el sol.