Sofía
atinaba a decirme algo. Lo intuía, respiraba demasiado entrecortado. La
situación le estaba desbordando. Yo la acallaba con un contundente «si vas a
hablar, mejor cierra los labios». En esos instantes de total desasosiego, en el
que sientes que tu corazón puede sufrir un paro, el mono comenzaba a emitir
chillidos bien alocados. ¡Vaya momento! Alguien (o algo) se acercaba desde el
otro lado y podía dejarnos más tiesos que el mismísimo palo que llevaba en la
mano. Pese a todo, a paso lento avanzaba mordiéndome los labios, concentrado
cual soldado a punto de ejecutar un disparo. Una astilla se incrustaba en la palma
de mi mano, pero entre la infinita oscuridad que cubría todo el campo asomaban
los cuernos de un mamífero bastante alto. Era corpulento. Tenía cuernos
curvados. Sobre su lomo había un ser humano. Lo estaba montando. No era un
caballo. Parecía un asno. Se desplazaba despacio. Me quedaba estático. Los
animales expulsaban sonidos pero contra toda lógica el gato ronroneaba, bien calmo.
Sin duda era una señal de que algo bueno estaba pasando. Suspirando, bajaba mi
palo. Siempre es importante tener un gato como faro.