Sofía
no decía nada. Ni siquiera lograba balbucear unas ininteligibles palabras. Estaba asombrada, enteramente
pasmada, como yo, que apenas respiraba y sin cesar me rascaba la cara. Me
estaba haciendo marcas. La fila humana, impresionaba, pero algo puntiagudo también
rozaba mis nalgas. Al darme vuelta casi me caigo de espalda: el gran cabrón me
miraba con los ojos llenos de rabia, erizaba mis nervios pese a que no atacaba,
simplemente me mostraba que ahí estaba, dispuesto a impedir mi tan ansiada calma.
Oía los maullidos del gato a varios metros de distancia. Sofía seguía sin decir
una mera palabra. Estaba ensimismada, con la mirada perdida en esa fila humana
que, a paso tardo, avanzaba. Yo tampoco lograba comprender qué rayos pasaba.