martes, 25 de diciembre de 2012

Entrega nro. 95 (no seguía más, lo había anticipado)


Habían transcurrido cinco horas desde que Segundo se había quedado desvanecido bajo los efectos de la descarga eléctrica. Su cuerpo estaba tendido sobre un montículo de fardos, todos apilados. Unos rayos solares penetraban unas ventanas tapadas con chapas y le daban en la cara. Estaba en un galpón, de unos veinticinco metros de largo por otros diez de ancho. Tenía los pies y brazos atados por sogas de dos centímetros de espesor. Restaban dos horas para el mediodía. El sol perforaba los poros de su piel, era por eso que despegaba los ojos lentamente como quien despertaba de un gran sueño o una pesadilla feroz. Había una mesa de villar colgada de la pared. Fue ese objeto lo primero que alcanzó a vislumbrar. Corría la mirada y tomaba conocimiento de que había un portón de madera: era amplio y estaba situado a unos quince metros de su posición. Apenas recordaba lo sucedido en las afueras del hotel. La picana lo había desvanecido cual anestesia inyectada en las venas. Sentía la presión que le ejercían las sogas en las muñecas. Intentaba quitárselas pero se rendía tras tantos reintentos frustrados. Ponía la mirada nuevamente en el portón. Estaba completamente cerrado. A unos dos metros del portón sonaba una radio portátil. El locutor bromeaba. A un lado de la radio había una silla de plástico: era blanca y albergaba una camisa celeste toda desteñida. Segundo estaba rodeado de fardos, de hecho estaba ubicado en la cima del montículo. Parecía un pichón de pájaro en un nido pajoso. A su derecha, había herramientas agrícolas colgadas de la pared. Eran palas y rastrillos. El aire olía a polvo de tierra seca. Para sus lamentos, su pie derecho estaba esposado a un caño con terminación en una tarima fijada en las extremidades del techado de chapas. Sus impulsos se descontrolaban. Reintentaba liberarse de las sogas. Sus desesperados intentos de escape ahuyentaban a unas gallinas que apolillaban en las cavidades de un ropero abandonado. Segundo estaba alborotando la paz reinante en ese galpón, y un hecho sucedía a otro porque el portón se corría, dejando a la vista a un individuo de aspecto campestre que vestía una bombacha de campo y calzaba alpargatas negras. Tenía el pecho al descubierto. Era un cuarentón que lo observaba desde el portón, con una nariz aguileña que Segundo notó cuando se volteó para llamar a alguien. Se podían ver muchas plantas en el exterior. Fue en ese momento cuando Segundo dejó de moverse y cerró los ojos por si alguien sospechaba de que estaba despierto. Cada tanto los abría porque tenía miedo. Estaba padeciendo una paranoia. El campesino llamaba a alguien con su brazo derecho, reclamaba el acercamiento de tres morochos que Segundo reconocía porque eran los mismos que lo habían atacado en las afueras del hotel. Uno de ellos portaba un rifle de doble caño. Se adentraban en el galpón, en su dirección mientras él se dirigía a Dios, con los ojos cerrados. Ya no quería abrirlos. Estaba aterrado. Oía que alguien se le acercaba. Ese alguien estaba escalando los fardos y de pronto, ¡plaf!, le pegaba un cachetazo que lo forzaba a mirarlo: “dale, pendejo”, le gritaba un morocho, no te hagas el dormido que te estamos monitoreando. El malparido se arrodillaba en el fardo contiguo y le agarraba un mechón de cabello. A Segundo no le quedaba otra opción que mirarlo, con su rostro pálido producto del pánico que forjaban su secuestro y tantos tratos indignos.
— ¿Quiénes son ustedes? —titubeaba, torturado.
—No preguntes —le seguía tironeando del cabello.
¡Sin violencia! Una voz viril que no había salido de la boca del morocho había ordenado el cese del maltrato. El morocho parecía acatar porque le soltaba el cabello y se ubicaba por detrás para respaldarlo con un fardo. Las pajas le pinchaban la espalda. Estaban situados a unos dos metros de altura. Segundo no lo conocía pero ese hombre mandón que había alzado la voz era ni más ni menos que Araña. Para su suerte o desgracia, jamás había oído su nombre.
—Buen día —saludaba Araña con los pies puestos en el piso—, ¡qué placer tenerte acá! —y se ubicaba a medio metro de los fardos.
Hacía una seña con los dedos de la mano derecha. El violento bajaba por los fardos. El campesino descamisado acercaba una banqueta de madera, era negra, de esas que suelen usarse para el aseo de los caballos. Los otros morochos se posicionaban a lo largo del portón. Después lo cerraron. Se ubicaban en hilera. Araña estiraba las piernas, ya había tomado asiento en la banqueta de madera y se relajaba para preguntarle:
— ¿Por qué no quitás esa cara de niño sufrido? ¿No te das cuenta de que no pretendo hacerte daño?
Segundo no podía fingir su pánico, sus labios delataban una angustia irrefutable.
—Nosotros no te secuestramos —agregaba—, quien te ha secuestrado ha sido una persona que conocés bastante pero no lo suficiente.
—Señor —rompía el silencio Segundo con timidez—, ¿qué quiere de mí?
—En primer lugar quiero felicitarte, tu novia comentó que vas a ser papá.
—No las dañen, por favor —se desesperaba Segundo—. Les entrego todo, incluyendo mi vida, pero ellas no merecen sufrir.
—Tranquilo, ellas están con nosotros y… vivas. ¿Querés verlas?
—Se lo suplico, señor.
Entre súplicas y más súplicas que Segundo no vociferaba porque se había quedado sin habla, Araña levantaba los brazos sin correr la mirada de los fardos. Uno de sus matones corría el portón y por ese portón desaparecía tras volver a cerrarlo.
— ¿Quién es Francisco Reina? —le indagaba Araña.
—Mi padre.
—No sabía que Francisco era papá. ¿Es un buen padre?
—Lo intenta.
— ¿Querés comunicarle que estás bien?
—Desde luego que sí —se calmaba un poco—, se lo agradecería.
Pero a lo lejos, desde el portón, en lugar de un teléfono que pudiera contactarlo con Francisco, reaparecía Martina. Tan sólo cubría su cuerpo con ropa interior: una bombacha rosada y un corpiño del mismo color que le hacía combinación. Tenía las muñecas esposadas. Era la primera vez que Segundo la veía tan desfachatada. Estaba ojerosa y con los ojos irritados. Segundo reaccionaba con movimientos bruscos y reiterados, quería liberarse de las sogas que le ataban las muñecas. Encima Martina lloraba. Cuánta impotencia sentía Segundo. Estaban empujando a su novia hacia la pared. Segundo quería deshacerse de las sogas. Dos muchachos abrían una esposa y luego la cerraban en un aro de acero que estaba fijado en la pared. Martina estaba parada, prácticamente desvestida, con una muñeca esposada y las mejillas humedecidas por esas lágrimas que no paraban de salir.
— ¡Qué linda minita has conquistado! —lo sorprendía Araña con una voz socarrona—. ¡Felicitaciones!
Segundo se mordía los labios, tenía que contener la bronca desenfrenada que recorría su cuerpo. No podía tolerar que su novia, y la criatura que crecía en su vientre, padecieran tantos maltratos. Luchaba consigo mismo para espantar esos impulsos inoportunos que tantas veces lo habían perjudicado. Ella no hacía otra cosa más que llorisquear, resignada. Parecía una pintura muy penosa y lastimosa.
—Sigamos —proseguía Araña—, me decías que querés comunicarte con tu padre. Soy tan generoso que voy a concederte ese favor.
Se estaba parando, echando la mirada hacia el portón. Otra vez levantaba los brazos, despilfarrando carisma ante sus fieles. De pronto exclamaba: ¡avanti, soldado! Una nueva sorpresa inquietaba los nervios de Segundo: Francisco Reina estaba ingresando en el galpón, ni más ni menos que su protector incondicional, custodiado por uno de sus muchachos, el mismo que Segundo había golpeado poco antes de invadir la terraza del hotel. Caminaba con lentitud, acortando distancia con Martina, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Tomaba contacto al acariciar su vientre. Ella estaba desnuda y embarazada, todos lo sabían, pero seguía andando, relajado, hasta juntarse con Araña. Increíblemente le tendía un abrazo, un abrazo amistoso que se prolongaba como si nunca fuera a acabar. Francisco había acomodado el mentón en su hombro izquierdo, descansaba la mirada en el montículo de fardos. Observaba a Segundo como si fuera cómplice de su cautiverio, y Segundo, Segundo estaba incrédulo.
— ¿Todo bajo control? —le preguntaba Araña mientras le estrechaba la mano.
—Por supuesto que sí. Tengo amigos en la justicia injusta —se reía—, y hemos engañado a esos periodistas pero en dos horas tengo que regresar a la fiscalía. Si son capaces de derrocar gobiernos, también podrían bajarme a mí.
— ¡Qué astuto sos, querido Francisco! El maldito cabrón de Felipe había ordenado tu asesinato. La muerte le quedaba chica a ese infeliz.
—Hemos cumplido la misión —ojeaba otra vez los fardos—. ¿Dispuesto a asumir el poder del polvo mágico?
Lo más curioso era que Francisco seguía ignorando la tortura de quien había protegido contra viento y marea, estaba ignorando el cautiverio de Segundo.
—La droga es nuestro camino, nuestro sendero a la prosperidad —afirmaba Araña y asentía con la cabeza.
Se seguían estrechando las manos. Más que nunca era cierto ese dicho de que la realidad puede superar largamente a la ficción.
—Muy bien, Francisco, te otorgo unos minutos para que puedas dialogar con tu hijo —desataba una carcajada—. Ahora quiero ser espectador.
Y quería ser un espectador acompañado porque se estaba ubicando a un lado de Martina. Francisco, en cambio, tomaba asiento en la banqueta. Sacaba un puro del bolsillo de su pantalón. Después lo encendía con un encendedor que había sacado del otro bolsillo para, muy desentendido de la realidad, cruzarse de piernas y contemplar la escena de los fardos, porque generaba esa impresión, que estaba contemplando el dolor ajeno, estaba aceptando la humillación, como si nada le importara, y Segundo, Segundo padecía su mirada indiferente e intentaba justificar tanto desprecio, tanta sorpresa, tanta traición.
—Ay… Segundo, nunca me hiciste caso —le reprochaba Francisco desde la banqueta—, me metiste en problemas que ya resolví. Ahora me resta aniquilar al último sobreviviente de la familia Noruega.
— ¿De qué hablás? —rompía el silencio, Segundo.
—De que las cosas no eran lo que pensabas. Para empezar, quiero presentarte a alguien más.
Había sacado un celular del bolsillo de la pierna izquierda. Llamaba a alguien pero Segundo no podía quitarle los ojos de encima a su amada. Ella estaba con las piernas cruzadas, posiblemente intentando taparse la bombacha con los muslos, y lagrimeaba, no paraba de llorar, colgada de ese aro cual jamón en un sucucho, de esos jamones que se dejan madurar en los habitáculos oscuros. Metros atrás, el campesino corría el portón. La luz del sol radiante invadía los recovecos del galpón, pero más invasora resultaba la impensada reaparición de Teresa. La misma mujer que le había confesado a Segundo haber sido amante de su padre se adentraba en el galpón por el suelo de cemento. Caminaba en dirección a Francisco, con unos tacos negros y una minifalda rojiza bien pegada a su cuerpo. Provocaba a todos excepto a los torturados. Se desplazaba como una gata en celo, midiendo cada paso como si a priori los hubiese ensayado. Francisco se incorporaba con las manos puestas en la cintura. Al tomar contacto, le dio un beso seco en los labios como suelen hacerlo los amantes. Segundo se quedaba perplejo, algo impensado posaba frente a sus ojos, y los orificios de su nariz, porque eso olía feo. Martina estaba pasmada, y también preocupada porque Araña le miraba la cola y la toqueteaba. Sus glúteos no pasaban por desapercibidos. Dados los besos, se tomaban de las manos y se acercaban a los fardos, cargados de complicidad y mentira.
— ¿Ahora entendés de que te hablaba? Teresa es mi novia, siempre lo ha sido. Tu papito no era infiel, pibe, al menos ahora puedo limpiar parte de su pasado que yo mismo había manchado —explicaba maliciosamente y se reía junto a su amante.
— ¡Sos un traidor! —le gritaba Segundo, embroncado.
Sacudía el cuerpo para librarse de esas sogas que no le permitían molerlo a golpes. La ira lo dominaba por completo.
—Quieto, pibe… que aún falta la frutilla del postre.
— ¡Sos un hijo de puta! ¡Traidor!
—Estás equivocado, boca sucia. El traidor era tu padre: ¿tenés una idea de cuánta guita me hizo perder? Se merecía morir ese canalla.
—Sos un cobarde… ¡traidor! ¿Cómo pudiste engañarme?
— ¿Engañarte, yo? Hay un refrán que dice: de tal palo tal astilla, y bueno, tu viejo era un ambicioso de cuarta. Jamás pudo imaginar que yo podía sepultarlo —Teresa le cruzaba un brazo en la cintura—, bueno, sepultarlo junto a tu mamita. ¿O acaso te creíste ese cuentito de que Felipe había ordenado asesinarlos?
Como si fuera poco, se reía junto a su amante, descaradamente, cínicamente, descabelladamente, cómplices de tanta traición desmedida. Era imposible no quebrarse en un llanto. Ellos generaban la sensación de que gozaban cada lágrima porque Segundo había comenzado a lagrimear, triste, decepcionado, traicionado, viendo como ellos tomaban asiento en la banqueta y se distendían, tan relajados como si nada les importara. Teresa había acomodado las nalgas entre sus piernas, parecía una nena en las piernas de su padre. Martina tenía el rostro cubierto de lágrimas, llevaba largos minutos sin parar de llorar, para males presenciando la tristeza de su novio y las pupilas perversas de Araña que no dejaban de acosarla, esposada, cautiva, inevitablemente sumergida en un mar de angustia abominable. Es que Araña seguía a su lado, no le decía nada pero la observaba. Eso la mortificaba. Todos los matones seguían parados a lo largo del portón, ya lo habían cerrado. La visibilidad era limitada pero el campesino caminó unos pasos y se encargó de encender un reflector. Ese reflector estaba ubicado por encima de los fardos desde donde Segundo padecía la locura. El galpón parecía ahora un gimnasio, y Segundo un boxeador noqueado y tirado en el centro del ring.
—Al igual que tus papitos difuntos —le decía Francisco mientras se paraba—, te ha llegado la parca. ¡Soy el sapo que todo lo devora de un lengüetazo!, —exclamaba con entusiasmo—. Ahora acérquenme un rifle que yo mismo me encargaré de fusilarlo —le ordenaba a los matones con un brazo extendido hacia la zona del portón.
Con la otra mano le apuntaba a Teresa, en su sien, usaba el dedo índice cual simbolismo de un revolver a segundos de ser gatillado.
—Moriré con la consciencia tranquila porque soy un hombre con principios —respondía Segundo, fingiendo un miedo avasallante.
—No tenés idea lo fácil que resultó planear el accidente de tus papitos. Nos ayudaste a desterrar a Felipe, ahora te haremos un favor: enviarte al infierno con ellos.
— ¡Porquería inmunda! Tocás a mi novia y te aseguro que vendré por ti y te haré cenizas.
—Mi custodio merece antes un poco de satisfacción sexual.
Solamente un hijo de puta podía decir lo que Francisco había dicho, y él era eso, era un tremendo hijo de puta. En esos instantes, Martina sufría un desmayo y se caía al suelo desvanecida, colgada de ese aro que comenzaba a lastimarle la muñeca, pero Araña la sostenía, evitando que se lastimase. Un matón de Araña acercaba el rifle que Francisco había solicitado, y él lo tomaba para inmediatamente apuntar a los fardos, le estaba apuntando a Segundo. Simultáneamente, Teresa usaba las manos para taparse los ojos, tenía las uñas esmaltadas de un rojo fuego. El dedo índice de Francisco ya rozaba el gatillo:
—Al fin puedo decir que soy un hombre hecho. No te maté antes porque te necesitaba.
Parecía mentira pero Segundo transmitía tranquilidad, no dejaba de mirarle la cara. Sus pupilas irradiaban fuego, a pesar de que la muerte golpeaba las puertas de su vida. Se sentía fuerte. Francisco estaba dispuesto a gatillar, quería liquidarlo, y finalmente gatillaba, una, dos y hasta tres veces, pero nada, el rifle no tenía municiones. Segundo podía suspirar, el sudor comenzaba a enmascarar la piel de su cara.
— ¿Qué diablos sucede?, —vociferaba Francisco a los cuatro vientos—. ¡Traigan un rifle cargado!
Pero al girar el cuerpo en dirección al portón, se desconcertaba: su único custodio estaba siendo amenazado por un caño, el de un revolver que un matón de Araña le apoyaba en la nuca. El campesino y los otros matones también estaban armados, le apuntaban a él. Pobre hijo de puta, estaba experimentando una pesadilla espantosa. Buscando respuestas, clavaba sus ojos tensos en Araña, quien no tardó en preguntarle:
— ¿Sorprendido? —se le acercaba con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Pero… ¿qué hacés?
—Justicia.
— ¿Estás loco?
—Ay Francisco, la incompetencia abunda en tus cualidades. ¿Cómo no te diste cuenta de que el asesinato de Priscilla ha sido premeditado para que el mismísimo Felipe Gianittore te volara la cabeza? Tuviste demasiada suerte pero ahora estás en serios problemas.
— ¿Me estás traicionando?
—Sos un tipo muy desleal, siempre lo fuiste. Además yo quise a Antonio Noruega. ¡Liberen a Segundo y su novia! —ordenaba a viva voz sin correr la mirada de su cara.
Teresa seguía sentada en la banqueta, se limaba las uñas con esos dientes que le tiritaban de miedo. Si se paraba, tambaleaba. Metros atrás, el campesino desposaba a Martina y la recostaba en el piso con mucha delicadeza. Ella seguía desmayada. Simultáneamente, el mismo matón que minutos antes había tironeado del cabello de Segundo, desataba los nudos de esas sogas que le ataban las muñecas. Araña y Francisco seguían parados, en el mismo lugar, enfrentados, con la gran diferencia de que el primero contaba con tres custodios armados, descontando a Segundo que ya se sentía de su bando.
— ¿Cómo podés hacerme esto? —le preguntaba Francisco con un tic nervioso en el párpado derecho.
—Ostento poder, querido Reina, como las abejas reinas.
Araña se reía en su cara. Francisco se atragantaba con saliva. En esos momentos, Segundo descendía por los fardos, completamente desquiciado, quería descargar la bronca con sus puños y para ello corría con osadía hasta plantársele de frente y lanzarle una trompada en la mejilla izquierda que ni tiempo de esquivarla le había dado. Francisco caía tumbado al suelo, como un árbol recién talado.
—Habría que cagarlo bien a palos —comentaba Araña por lo bajo—, pero quisiera que vos mismo le vueles la cabeza —y le cedía un revólver.
Segundo no decía nada pero tomaba el revólver. Le apuntaba. Francisco se arrodillaba con los ojos desorbitados, quería incorporarse pero estaba tan mareado que no podía pararse. Tenía un tajo en la mejilla izquierda. La sangre manchaba sus pómulos. Segundo, enfurecido, quería llenarlo de pólvora, ni siquiera le temblaba la mano, tenía un temple digno de los sicarios más crueles y fríos.
— ¡Disparale! —lo alentaba Araña por detrás.
Unos estruendos que no eran de su revólver amortiguaban en las chapas, eran los ecos de dos disparos que hasta habían logrado despertar a Martina.
— ¡Sos un hijo de puta, Francisco Reina!, —lo insultaba Araña—, mirá lo que has logrado: ¡que asesinemos a tu perra!
No sólo lo había insultado sino que también le estaba pegando unas patadas en el vientre que le impedían respirar. Francisco caía nuevamente al suelo, en esta ocasión con la boca en dirección al techado. Gesticulaba dolor. Segundo le apuntaba con las manos aferradas al mango, dispuesto a fulminarlo. El cráneo de Teresa bombeaba sangre, se formaba un charco rojo a su alrededor, pero ella había sido ejecutada con tan sólo un balazo, el otro disparo había sido destinado al custodio de su amante, el único matón que Francisco había decidido llevar. ¿Qué iba a imaginarse semejante desenlace? En esos instantes, Martina despegaba sus ojos irritados, era otra la escena, cuando se había desmayado Segundo estaba atado, arriba, en los fardos. Si bien había despertado, estaba mareada, pero intuía que Segundo estaba cegado, a punto de cometer una tragedia, y en esas condiciones, a la distancia y desde el suelo, comenzaba a rogarle muy desesperada:
— ¡No lo mates!
Su ruego resultaba inútil, Segundo efectivamente estaba cegado. La había oído pero estaba inmerso en una de las burbujas más indestructibles, la de la venganza. Ni siquiera se había volteado para mirarla, lo único que hacía era apuntarle. Un hilillo de sangre avanzaba por el piso en dirección a las piernas de Francisco, era la sangre de Teresa que corría por una pendiente del piso de cemento. Araña también acortaba distancia, pero con las orejas de Segundo, dispuesto a anunciarle sus últimos manifiestos:
—Pensá que ese traidor asesinó tu pasado. Ajusticiemos la muerte de tus padres. Ese canalla no merece seguir viviendo.
Araña quería que Segundo jalara del gatillo. Lo estaba logrando, porque él usaba el dedo índice y lo rozaba. Estaba a punto de disparar. Poco antes de hacerlo, detenía la mirada en la cara de Francisco y divagaba, veía a su abuela, divagaba con el rostro de Carolina como si fuera ella misma quien estaba echada en ese piso áspero, con las mejillas ensangrentadas. Le resultaba tan extraño que cerraba los ojos pero al abrirlos el rostro de su abuela seguía intacto, como si Francisco portara una máscara con su cara, tenía las mismas facciones, las mismas que recordaba todas los noches aunque sin esas sonrisas ni esas muecas inolvidables que solía gesticular con su piel avejentada cada vez que se reía. Eso lo llevaba a deponer el arma. Giraba el cuello para ubicar a Martina. Ella caminaba a paso lento en su dirección, débil pero firme, toda despeinada. Luchaba consigo misma para recuperar energía y avanzar, con los mismos ojitos que le ponía cada vez que se besaban.
—No puedo matarlo —renunciaba Segundo ante Araña.
— ¿Acaso te faltan agallas?
—Mi familia merece descansar en paz. Nosotros también.
A su espalda, siempre echado en el piso, Francisco se desplazaba cual lombriz atormentada. Ya había perdido la noción del espacio. Estaba descompuesto, se sentía desorientado. Encima la sangre tibia del cadáver de Teresa le mojaba los zapatos, hasta le había manchado el pantalón.
Araña se acercaba a Segundo y, cara a cara, le decía:
—Conocí a tu padre y te aseguro que debe de estar orgulloso pero las heridas sólo sanarán si las cicatriza la venganza.
Otra vez, la misma sensación de frescura invadía el pecho de Segundo, la misma que había recorrido su cuerpo aquella tarde de forzado encierro en el ataúd del cementerio. Esa frescura poderosa lo impulsaba a expresarse, hasta finalmente hacerlo:
—Toda mi vida soñé con ajusticiar la muerte de mis padres, pero he reflexionado, la venganza sólo acarrea dolor. Ahora quiero vivir la vida. Alguna vez alguien me dijo que uno debe convivir con el pasado doloroso y ahora comprendo su mensaje, realmente lo comprendo.
Araña sorprendía con fuertes aplausos. Después le extendía el brazo derecho, insinuando la entrega del revólver, revólver que Segundo no dudó en entregar para correr y abrazar a su amada. Al hacerlo se fundían en un abrazo apasionado, y después se besaban los labios, con las mejillas sudadas de espasmo. El campesino descamisado alcanzaba la vestimenta que minutos antes le habían quitado, la echaba al suelo, regresando luego al portón.
—Vestite amor —le pedía Segundo—, que antes de irnos quiero despedirme.
Le besaba la frente. Después se acercó a Francisco, muy serio se arrodillaba para clavarle las uñas en el cuello y anunciarle:
—A veces el bien puede hacerle frente al mal.
Descargada su ira, lo soltó y retrocedió, unos pasos. Envolvía la cintura de su amada con los brazos. Ella ya vestía un jean y con su mano izquierda sujetaba dos sandalias y una musculosa rosada. Segundo sujetaba su mano libre y la conducía hacia el portón. El campesino lo estaba corriendo. La luz del sol radiante invadía el interior del galpón, al mismo tiempo que Francisco resultaba ejecutado de un disparo en la cabeza. Araña lo había liquidado pero ellos apenas se habían detenido sin siquiera mirar hacia atrás. Segundo respiraba hondo y sujetaba con más fuerza la mano de su novia. Más que nunca no podía ni quería mirar hacia atrás.
— ¿A dónde vamos? —le murmuraba ella, poco antes de traspasar el portón.
—A enterrar la víctima que toda la vida cargué.
A sus espaldas, el pasado y el rencor. Frente a sus ojos, el futuro se ofrecía en ese camino bordeado de árboles que Segundo y Martina ya habían decidido recorrer. Los caminos abundaban pero Segundo sentía la dicha de haber elegido el largo camino hacia la prosperidad.

FIN

domingo, 23 de diciembre de 2012

Entrega nro. 94 (anteúltima)

Segundo corría a la vera de las dársenas por las veredas de Puerto Madero. Su ansiedad devoraba la estabilidad de sus emociones. Anhelaba abrazar a su amada y la criatura que crecía en su vientre. En esas calles parecía regir un estado de sitio, nadie las transitaba. Sus piernas estaban cansadas. Había penetrado dos plazas y recorrido cuatro calles con nombre de mujer, en ese barrio todas las calles recordaban a heroínas de la historia argentina que, por alguna causa, se habían destacado. A unos cien metros del hotel, tomaba conocimiento de que había varias camionetas de la prefectura y las cadenas de televisión. Estaban estacionadas. Era por ello que dejaba de correr y se acercaba a paso lento, bien próximo a las paredes de los edificios. Finalmente se detenía en la esquina donde estaba la playa de estacionamiento del hotel. Dirigirse a la puerta de acceso principal podía frustrar su objetivo, lo tenía bien claro. Tomaba asiento en los escalones de un edificio modernísimo, manchados por la sombra de un árbol que madrugaba ante la salida del sol. Su cara delataba cansancio pero sus ojos estaban inquietos, necesitaba verla a salvo y sana. Comenzaba a ojear el balcón donde se ubicaba su suite, en el tercer nivel. Las cortinas de los ventanales estaban cerradas. Él las había dejado abiertas. Lo mismo hacía con la habitación del piso inferior, balcón que Martina había usado para su huida. No se veían luces en los interiores de ninguna habitación. El hotel parecía completamente abandonado. Segundo estaba preocupado. Se incorporaba para extraer un paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo derecho del jean. Con el pucho entre los labios, se largaba a pitar, una y otra vez como si el humo pudiera sugerirle esas ideas que tanto precisaba. Tomaba el celular e insistía con Martina. Su teléfono sonaba, ella no respondía. También llamaba a Francisco y fracasaba. Se estaba frustrando, nadie atendía sus insistentes llamadas. La esquina más lejana estaba desalmada. La curiosidad de saber qué sucedía del otro lado del hotel lo estaba atrapando. Se paraba. Se desplazaba hacia esa esquina con la finalidad inmediata de asomarse e inspeccionar lo que sucedía de ese lado del hotel. Para su desgracia, había más vehículos de la prefectura y cuatro efectivos bebiendo del pico de una botella. Por la negrura del contenido parecían beber una gaseosa cola. Estaban sentados sobre la caja de una camioneta. Había cuatro rodados más. Algo tenía que hacer, necesitaba tomar una decisión en lo inmediato. Regresaba por esa misma cuadra para tantear la puerta de la playa de estacionamiento. Estaba cerrada, era razonable, lo había intuido pero no podía descartar posibilidades. Sus piernas comenzaban a temblar. Todos los accesos estaban cerrados, o cercados, y las habitaciones inmersas en la más absoluta oscuridad. Cruzaba la calle para regresar a las escalinatas del edificio. Estaba tan desorientado que hasta había olvidado que llevaba un pucho entre los dedos de la mano. Se le cruzaba la idea de pedirle ayuda a la prefectura o buscar algún conocido de Francisco que le permitiera ingresar en el hotel, pero prefería seguir esperando desde la soledad de las escalinatas. Mientras pisoteaba en el asfalto ese cigarrillo que el viento había ayudado a fumar, un grito desesperado pronunciaba su nombre desde las alturas: “Segundo, mi amor”. Era la voz de una mujer. Él no había llegado a cruzar la calle. Se volteaba para rastrearla. Su alma, su decaída alma, se enaltecía porque era Martina: estaba apoyada en la baranda del balcón de la misma habitación desde donde el fiscal había ejecutado el interrogatorio, en el segundo piso. Segundo la observaba y se agarraba la cabeza, pero simultáneamente sonreía, y se reía, feliz porque ella lagrimeaba emocionada. No era para menos considerando que padecía tortuosas horas de encierro, incomunicada y con una criatura creciendo en su vientre.
—Mi amor —expresaba él a viva voz—. ¿Qué pasó… estás bien? ¿Francisco… donde está Francisco?
Tenía un pie en la calle y el otro en el cordón de la vereda.
—Me encerraron en esta habitación. ¡Rescatame, por favor!
— ¿Encerrada? —preguntaba con la voz quebrada.
—La puerta está cerrada con llave. Liberame de todo esto, te lo ruego.
Ella estaba tan sensible que mojaba con sus lágrimas las baldosas de la vereda.
—Tranquila. ¿En qué habitación estás?
—No lo sé, me trajo un fiscal para interrogarme. Dijo que vendría por mí pero me dejó encerrada y… ¡sola!
Martina estaba bordeando la desesperación. Segundo alzaba los brazos para contenerla, al mismo tiempo estimaba la ubicación de la suite.
    —Entrá que ahora mismo voy por vos.
A pesar de todo, su promesa de rescate la esperanzaba, tanto que llevaba las manos hacia su pecho y le lanzaba besos con la ayuda de sus palmas. Poco a poco, obedecía su pedido y se metía en la habitación. Segundo, en cambio, estaba tieso pero movilizado por los impulsos, la confusión y el amor. Eso lo impulsaba a correr hacia la esquina con el inmediato propósito de establecer contacto con los empleados del hotel. Poco antes de girar por la esquina, tres muchachos vestidos con trajes negros, treintañeros y con caras que delataban antipatía, se repartían a lo largo de la vereda y lo frenaban. Uno de ellos movía la mano y hacía una señal que Segundo no lograba dilucidar. Una voz interior le decía que mirara hacia atrás: otros dos muchachos de características similares salían por la puerta de la playa de estacionamiento. Lo hacían a pasos acelerados. Esa puerta de la cochera, que antes estaba cerrada, ahora estaba abierta. ¿Qué quieren?, vociferaba Segundo, empalideciendo. Los extraños no hablaban, simplemente se le acercaban, cada vez más. Segundo retrocedía sin perder de vista a esos muchachos que también se aproximaban por detrás. Estaban ubicados unos diez metros y él los percibía como si tuviera un ojo en la nuca. Soy el hijo de Francisco Reina. ¡No me toquen!, rogaba. Pero los muchachos lo ignoraban. Segundo se había quedado rodeado, por delante y por detrás. Uno de ellos, el que estaba ubicado cerca de la pared, le apuntaba con un revólver. Segundo era consciente del peligro que atravesaba. Se detenía. Levantaba las manos en señal de rendición. Los tres muchachos de atrás ya estaban parados a medio metro de su espalda. Él sentía sus respiraciones, le erizaban la piel. El caño del revólver apuntaba hacia su cara, eso lo aterraba, pero su terror se postergaba porque uno de los matones activaba una picana y le descargaba miles de voltios sobre la espalda. Segundo caía rendido en la vereda, había perdido la consciencia. Inmediatamente, otro malvado, con una larga cabellera negra atada por una gomita del mismo color, lo cargaba en su hombro derecho y se desplazaba. Se dirigía hacia las puertas de la cochera del hotel. Segundo estaba condenado a la tortura.

Entrega nro. 93


Segundo había abandonado el paraje de la calle Viamonte en busca del gomón. Ya estaban de regreso, pero unas cuantas cuadras más al sur, ubicados en la última dársena, el mismo lugar donde Segundo aseguraba conocer un conducto que le permitiría penetrar el barrio Puerto Madero. Pedro había estacionado su coche por debajo de la autopista, la que corría con sentido al centro de la ciudad, a la vera de los hectolitros de agua turbia y maloliente que expulsaba el riachuelo. Segundo encañaba los ojos en esas aguas estancadas. Su amigo sacaba el gomón del baúl. Estaba desinflado. A los lejos, pero no tanto, las luces multicolores del desalmado casino flotante irrumpían en la oscuridad y delimitaban la frontera que Segundo debía —y tenía— que traspasar.
— ¿Dónde está el inflador? —gritaba desde la orilla al tomar conocimiento de que Pedro baja por el terraplén.
—Acá, conmigo.
No sólo sujetaba ese gomón sino que además sostenía un inflador, artefacto a pedal que arrojaba al suelo porque pesaba demasiado y se estaba quedando sin fuerzas. Escaseaba la luz. Por momentos eran iluminados por los faroles de los camiones que circulaban por la autopista. Los remos estaban echados a la vera del río. El aire olía a bolsas con desechos hospitalarios pero las esperanzas de Segundo operaban como barbijos.
—Dale, Pedro… que tengo que llegar antes de que asome el sol.
— ¿Querés que te prepare un cafecito, también? —rezongaba con las manos puestas en el pico del gomón.
Estaban parados a pocos pasos de la orilla de la dársena. El pasto estaba resbaladizo, el rocío llevaba varias horas aterrizando en la rivera. Los mosquitos estaban sedientos y se hacían notar pero Segundo no los sentía, tenía la mente concentrada y los poros de la piel se le cerraban.
—Qué olor a mierda —comentaba Pedro, cubriéndose los orificios de la nariz—. Encima está plagado de mosquitos.
—Inflemos el gomón que si amanece estaré en problemas.
Y ahí nomás Pedro tomaba el inflador y se limitaba a pisotear el pedal. Era un inflador simple pero lo suficientemente eficiente como para inflarlo en cuestión de segundos. Segundo colaboraba, sosteniendo el pico de la manguera por donde fluía el aire comprimido que le daba forma a la cámara de una cubierta convertida en balsa para la ocasión. Era común que los provincianos las emplearan para la pesca deportiva, sobre todo en las lagunas.
—Pendejo, ¡cómo me hacés laburar! —se agitaba Pedro con los gemelos cansados—. ¿Sabés qué? Necesito un porrito.
— ¿Dónde los tenés?
—En la guantera del coche.
— ¿Los voy a buscar?
—No, pendejo, mirá si fumás un poco y después te ahogás —llegaba a expresarle entre el sudor que recorría su frente y su ansiedad tan peculiar.
—Solamente fumo tabaco, a mí me gusta volar pero de otras formas.
Lo cierto era que Pedro seguía pedaleando y hasta generaba la impresión de que estaba ensimismado. Segundo lo observaba como si buscara archivar la imagen por la posteridad.
—Pedro: pase lo que pase, quiero agradecerte lo buen amigo que sos… sos ese hermano que Gianittore me sacó.
—Ay pendejo, te agradezco mucho pero no hay tiempo para tantas mariconeadas, sino serás carnada para los canas.
Ya no pedaleaba. El gomón brindaba señales de estar inflado. Segundo pateaba sus extremidades para asegurarse de que podía mantenerse a flote.
—Vas a tener que remar demasiado.
—Toda mi vida la remé, ¿cómo no hacerlo ahora?
—Entonces humille a esos prefectos y siga.
No había terminado de hablar que Pedro ya le estaba entregando los brazos. Su abrazo era un hecho que Segundo no podía negar:
—Te quiero, amigo, prometo llevarla a tu casa en unas horas.
—Yo también te quiero —le expresaba sobre sus hombros—. ¿La escalera estaba pasando el puente?
—A menos que la hayan extraído debería estar situada en el mismo lugar.
El gomón aguardaba por Segundo. Él lo sabía y lo hacía flotar. Pedro le acercaba los remos. Eran unos remos de plástico lo suficientemente sólidos como para ejercer empuje sobre la balsa. Poco a poco, iba acomodando su cuerpo en el gomón, echándose en posición horizontal. Tenía la nariz puesta en el río turbio. Esa postura lo forzaba a aspirar ese olor nauseabundo que hasta olía a excremento.
— ¡Qué Dios te ayude! —le deseaba Pedro y empujaba la balsa con un patadón.
Segundo se alejaba de la orilla y remaba. A medida que avanzaba, el río olía espantosamente peor, era un asco pero ya no existían impedimentos para ese muchacho enamorado. Tenía que atravesar un puente ubicado a pocos metros del casino flotante, después arrimarse a una escalera que le permitiera regresar a la superficie terrestre. Por momentos cerraba los ojos y recordaba a su abuela. A puro pulmón, y gracias a la desesperación, se quedaba rodeado por el casino flotante y dos embarcaciones oxidadas, pero sentía miedo de ser descubierto y dejaba de remar. Vislumbraba el cielo, la luna menguante también lo observaba. Se oían los sonidos de algunos grillos. Una de las embarcaciones tenía una luz encendida, era un foquito amarillento que permitía la visibilidad de una bandera flameante en dirección al polo norte. La prefectura operaba por encima del puente, cada vez menos distante. Eso lo paralizaba. Estaba nervioso. Restaban unos treinta metros para traspasar el puente y temía ser descubierto. Permanecía inmóvil junto a la muerte del riachuelo. Una niebla milagrosa invadía la dársena, esa niebla podía resguardarlo de la atenta mirada de los prefectos. Comenzaba a remar. Remaba y rogaba a Dios que esa niebla se prolongara hasta tanto pudiera ocultarse por debajo del puente. El todopoderoso parecía oírlo: había logrado avanzar sin ser descubierto. La niebla estaba suspendida a pocos centímetros del riachuelo, parecía un fantasma blanco. Por encima de su nuca había al menos una decena de prefectos. Se oían voces, y murmullos, y bullicios, y llamadas telefónicas. La escalera que tanto necesitaba era de hierro y estaba ubicada a unos siete metros del puente, pero estaba, era eso lo que más le importaba. Segundo estaba detenido, necesitaba coraje para continuar. Cerraba los ojos y se persignaba. Comenzaba a remar. A punto de traspasar el puente, un chorrito de líquido maloliente mojaba su espalda. Olía a orina. Segundo tenía el corazón sobresaltado, tanto era así que parte de su espalda estaba siendo mojada por el desecho orgánico de un prefecto que sacudía su pito y orinaba. Segundo no llegaba a verlo porque la niebla seguía intacta. Para su suerte, el chorrito había dejado de salpicarlo. Sin pensarlo una vez, retomaba los remos. Como un demente que caminaba por la cornisa de un precipicio, no quería mirar hacia arriba. Estaba jugado. Encima el cielo aclaraba en el horizonte. Accedía a la escalera. Abandonaba la balsa para escalarla. Los escalones eran unas barras en forma de u que estaban fijadas en una muralla pedregosa. Era una muralla de contención. Escalaba los nueve escalones. Finalmente tocaba tierra. Apoyaba su pecho en unos pastizales para deslizarse cuerpo a tierra. En buena hora, desaparecía de la vista de cualquiera entre esos matorrales que se repartían por todo el terreno. Puerto Madero aún disponía de espacios con frondosa vegetación (no por mucho tiempo).
Segundo estaba situado a dos kilómetros del hotel pero ya no tenía límites, necesitaba hallar a Martina sin importarle los riesgos. La amaba rotundamente, pero más amaba lo que crecía en su vientre.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Entrega nro. 92


Restaban dos horas para el amanecer. Puerto Madero continuaba cercado por la prefectura. También seguía custodiado por las cámaras de las cadenas de televisión. Segundo, y su amigo Pedro, estaban sentados en el capot del vehículo, a unos sesenta metros de una patrulla que cerraba el acceso a la calle Viamonte. Pedro había puesto en marcha su coche para que Segundo pudiera presenciar el control vehicular que unos prefectos ejercían más allá de la avenida Eduardo Madero. Todos los accesos al barrio estaban cerrados. El rostro del joven abogado disparaba una frustración que agonizaba en su cerebro. Con celular en mano, bajaba del capot para meterse en la cabina del vehículo. Se sentaba en el asiento del acompañante. Pedro bostezaba con los ojos perdidos en los imponentes rascacielos que podían verse más allá de la posición de los prefectos, pero también bajaba del capot y se acercaba a la ventanilla abierta desde donde Segundo dejaba caer su brazo derecho.
—Segundo: ya no sé qué más decirte. Hemos recorrido todos los accesos y resulta imposible penetrar este barrio de ricachones. ¿Por qué no vamos a casa y descansamos un poco?
Pero Segundo tenía la mirada perdida más allá del parabrisas, ni siquiera había girado la cara para mirarlo. Tenía los pensamientos enredados y los ojos clavados en un majestuoso edificio situado a unos veinte metros del coche. Sin mirarlo, le decía:
—No tengo ni la más remota idea de cuál es el paradero de Francisco pero estoy convencido de que Martina está en su hotel. Y no sólo eso, presiento que está metida en serios problemas.
—Tranquilo —se arrodillaba sobre la vereda—, ella debe estar en una comisaría.
—Entonces —giraba el cuello para mirarlo a los ojos—, ¿por qué carajo todavía no le avisaron a su familia? Sus padres está desesperados, ya no sé qué carajo decirles. ¡Me llamaron en cuatro ocasiones! Tengo que ingresar en ese hotel maldito.
Una ventolina removía los cabellos de Segundo, y también los impulsos de Pedro porque abría la puerta y se prendía de su camisa cual garrapata. Le clavaba las uñas en los pectorales, observándolo con sus ojos tensos. Respirándole en la cara, comenzaba a zamarrearlo para hacerlo reaccionar, quería que tomara consciencia porque Segundo estaba obnubilado, era un hecho que no podía pensar con claridad.
—Segundo: tenés que aceptar la realidad, querer ingresar en ese barrio es como querer invadir el pentágono americano. ¿No te das cuenta de que la prefectura rodea toda la zona?
—Me importa un carajo. Podrá estar plagado de prefectos pero de alguna manera voy a pasar. Dalo por hecho. ¡Soltame!
—No te suelto nada, sos un pendejo de cuarta. Abrí los ojos, nene —lo soltaba y le señalaba la patrulla de los prefectos—. De un lado tenés el río, del otro las dársenas. ¿Quién sos… Acuaman?
Pedro se incorporaba, muy molesto, y rezongaba en voz baja pero Segundo sonreía, y ahí nomás salía de su coche para tomarlo de los antebrazos y preguntarle:
— ¿Sos un genio?
— ¿Y ahora qué te pasa?
— ¿Te das cuenta? Siempre sos mi salvador. Me ha surgido una idea.
—No me jodas, Segundo. Dale, vayamos a casa.
—Eso mismo, vamos a tu casa pero a buscar el gomón.
— ¿Cómo? —fruncía el entrecejo.
— ¿Tenés el gomón que usamos para pescar en la laguna de Bragado?
—Sí, lo tengo, pero… ¿para qué corno lo querés?
—Soy consciente de que este río huele a mierda pero conozco un lugar más allá de Puerto Madero donde puedo usar el gomón para flotar y penetrar este barrio a través de las dársenas.
Pedro estaba más desorientado, sus ideas ocurrentes lo descolocaban demasiado. Segundo ya le había soltado los antebrazos pero le costaba responder. Inhalaba aire fresco que el viento soplaba desde el río. Estaban situados en uno de los pocos lugares donde en Buenos Aires uno podía respirar un poco de pureza. Pedro comenzaba a gesticular, pero sonreía, de a poco se le arrugaban las mejillas. Él era así, temperamental, pero también muy compasivo:
—Pendejo, estás más loco que yo. ¿Estás seguro?
—Completamente seguro.
—Entonces vayamos a buscar el gomón.
Segundo se sentía tan agradecido que alzaba los brazos y lo abrazaba. Se daban un abrazo que se prolongaba con palmadas en los omóplatos. Había amistad por doquier a la vera del barrio Puerto Madero. Se soltaban. Pedro no demoraba en poner en marcha el motor para apostar ese puñado de esperanzas que a Segundo le quedaban, sus últimas fichas para una apuesta donde se lo jugaba todo. Estaba convencido de que Martina lo necesitaba más que nunca aunque no tuviera noticias suyas desde insoportables horas previas, demasiadas a esa altura de los hechos.

Entrega nro. 91


El testimonio delator había concluido. La mirada de Francisco se hallaba anclada en el desconcierto absoluto. Ni siquiera pestañeaba. En contraste, el fiscal se cruzaba de piernas y encendía un cigarrillo. Gesticulaba una sonrisa. Entre bocanadas de humo y ciertas sonrisas hipócritas le preguntaba:
— ¿Qué tiene para decir?
Exhalaba humo y lo impregnaba en la camisa de Francisco, quizá sobrándolo.
—Que injustamente estoy en problemas, acusado por alguien que no conozco y sin la presencia de mi abogado.
—Vamos, Francisco, usted es un hombre inteligente. Por lo tanto sabe muy bien que ese testimonio podría enjuiciarlo hasta arrojarlo en una sucia celda. ¿O acaso piensa pudrirse en la cárcel?
—Eso no puede pasar —expresaba cabizbajamente, perdiendo fuerza en la voz.
—Pero todo tiene solución. El bien es una utopía. Después de todo, tenemos los pies sobre la tierra.
No cabían dudas de que el fiscal lo había sorprendido. Acababa de arrojar el pucho al piso y lo pisoteaba. Después se paraba y se le acercaba para apoyarle la mano izquierda en la clavícula derecha. Muy seguro de sus actos, comentaba:
—Estimado Francisco, este año quiero comprar un country en la zona de Pilar. No tiene una idea cuán intensos son mis deseos de compartir tardes de campo junto a mi familia.
—Pero usted debería ahorrar —no lo miraba, tenía los ojos puestos en la puerta—, ¿cuánto dinero le falta?
—Unos trescientos mil.
— ¿Pesos?
—Argentinos, claro.
El rostro de Francisco recuperaba la sonrisa perdida. Indudablemente, los dichos del fiscal optimizaban su estado de ánimo.
—Imagino que no tiene copias de la grabación.
—Querido Francisco, soy fiscal pero también un oportunista. Lo que se dice: un hombre de negocios con habilidad e intuición. Para estos asuntos soy una roca. No tengo copias.
—Siempre se debuta por algo y gracias a alguien —sentía sus uñas en la clavícula—. Usted sabe, la vida sería aburrida si los pecados fuesen ignorados. Ahora, ¿dónde está esa putita?
—Bien resguardada en la suite cuarenta y siete. Meterse con ella es como joder al diablo. Le sugiero que no la toque.
— ¿Segundo Noruega?
—Nada sabemos de él.
—No hay problema, yo mismo me encargaré de rastrearlo.
El fiscal regresaba a su silla, acosado por las inquietas pupilas de su interrogado.
—Imagino que usted es una tumba —le decía el fiscal al sentarse—. Ni su abogado puede conocer este pacto.
— ¿Acaso tengo cara de imbécil?
—Calle tiene de sobra y reconozco que lo subestimé.
—Hace bien en reconocerlo. Por mi parte le aseguro que su cuenta bancaria se verá abultada.
—Y yo le aseguro que esa grabación ya le pertenece —formaba una pícara sonrisa—. ¿Aún requiere de la presencia de su abogado?
—De los favores se vive y yo le debo unos cuantos.
Sonaban las carcajadas. El soborno se materializaba con un fuerte apretón de manos. Después se paraban en simultáneo. El fiscal entregaba el grabador portátil, Francisco lo arrojaba al piso y se calzaba el zapato para pisotearlo placenteramente hasta destrozarlo en varios pedazos. El dinero de Francisco, mandaba.

Entrega nro. 90


El testimonio de Martina rompía el iceberg de la investigación, abriendo el caso policial y destapando los oídos de Francisco que, a esa altura de las circunstancias, registraban minuciosamente cada detalle del testimonio grabado minutos antes aunque su abogado continuase demorado en la planta baja del edificio de los prefectos:

—En realidad mi novio tiene documentación falsa y se hace llamar… Segundo Reina — revelaba Martina con los nervios desatados.
—No comprendo.
—Consiguió documentación falsa y simular ser el hijo de Francisco Reina, el propietario de este hotel.
—Pero, ¿dónde está el hijo de Francisco? Perdón, ¿tu novio?
—No lo sé. Estábamos en la suite y de repente nos enteramos que habían asesinado a Priscilla, la hija de Felipe. Después llamó Francisco por teléfono y nos advirtió que escapáramos urgentemente.
—Continúe, por favor.
—Me ayudó a escapar con unas sábanas.
— ¿Cómo? —se confundía.
—Estábamos en la suite, allá —elevaba el dedo índice en dirección al techo—, en el tercer piso. El timbre sonaba y Francisco nos advertía por el teléfono que nuestras vidas peligraban. Entonces utilizamos unas sábanas para escapar pero Segundo se quedó —se callaba unos segundos—, ¿lo capturaron? ¡Necesito saber dónde está! —le rogaba y despojaba las primeras lágrimas.
—Tranquila. Intento comprender el suceso pero, ¿Segundo es tu novio?
—Sí —asentía con la cabeza—, él es mi amor, mi único amor.
Martina comenzaba a cubrirse la cara con las manos temblorosas.
—Hagamos un repaso: tu novio se llama Segundo Noruega, es el hijo de Antonio Noruega pero pasó a identificarse como Segundo Reina, es decir, como el hijo de Francisco. Les avisaron que querían asesinarlos y reaccionaron a tiempo huyendo por el balcón, pero tu novio no hizo a tiempo.
—Exacto. Yo lo amo, es el padre de mi beba. ¿Dónde está?
—Ya lo ubicaremos, no se haga problema. Ahora quisiera reconstruir otro hecho: ¿cómo se enteraron de que Priscilla había sido asesinada?
—Por la televisión, compartíamos la noticia de mi embarazo hasta que pasó lo que pasó.
—Use este pañuelo, por favor —se lo cedía tras sacarlo del bolsillo de su pantalón—. ¿Qué relación mantenía Priscilla con su novio?
Martina absorbía sus lágrimas con el pañuelo de tela cedido por el fiscal, cerraba los ojos y se mordía los labios hasta retomar nuevamente la confesión:
—Priscilla era la novia de mi novio. Estuvimos distanciados algunos meses.
— ¿Perdón?
—Quiero irme, por favor.
—Martina, ten calma. Acá está segura, nadie puede dañarla.
— ¿Lo va a  ubicar? —se estiraba para tomarlo de la mano, echada sobre la mesada.
—Se lo prometo por mis hijas. ¿Quiere descansar unos minutos? Podemos retomar la conversación cuando usted lo quiera.
—No estamos conversando, usted me obliga a declarar. Quiero hacerlo rápido.
—Continuemos, entonces. ¿Cómo se conocieron Segundo y Priscilla?
—No puedo decirlo.
— ¡Tenés que hacerlo! —le ordenaba, exaltándose.
Muy perpleja, lo miraba a los ojos. Estaba pasmada, tenía las cuerdas vocales bloqueadas pero su mudez duraba poco porque estaba venciendo la parálisis y proseguía con su declaración:
—Ellos sospechaban que Felipe asesinó a los padres de mi novio.
— ¿Quiénes son ellos?
—Francisco y Segundo.
—Nombres y apellidos, por favor.
—Francisco Reina y Segundo Noruega —esforzaba la voz.
—Bien. Entonces Segundo comenzó un romance con Priscilla, relación que tuvo su desenlace con el asesinato. Una especia de venganza que finalmente recayó en la muerte de su padre.
—Sí —balbuceaba lagrimeando.
—Entonces Francisco Reina es el autor intelectual de los asesinatos. La banda de Felipe Gianittore buscaba venganza, querían vengar el deceso de su jefe.
—Creo que sí. Ahora busque a mi novio.
—Le prometí que lo haría y así será. Descanse un poco. En unos minutos vendré por usted.
El fiscal se había parado. Caminaba rumbo a la puerta de salida, pero se detenía al pasar por su silla. Le acariciaba la espalda. Ella tenía la cabeza gacha, estaba echada sobre la mesada como si rogara a Dios una salvación milagrosa, tan encorvada que hasta parecía una jorobada, y efectivamente lo estaba, pero de espanto.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Entrega nro. 89


Martina había declarado pero el fiscal seguía caprichoso, perseguía el desenlace de una historia que desesperadamente necesitaba cerciorar. Lo guardaba todo en ese grabador portátil que había apoyado en la mesada de la suite. El mensaje de Martina había sido claro y conciso, su testimonio había sido esclarecedor. Sucedida una hora, el fiscal ejecutaba otro interrogatorio, en esta ocasión, a don Francisco Reina, ocupando una habitación de la sede de la prefectura, en el segundo piso, no tan lejos del hotel, a unas siete cuadras en total. Todas las paredes estaban pintadas de color blanco, había una cámara de video instalada por encima de la puerta por donde habían ingresado. No había ventanas. Estaban sentados cara a cara pero separados por una mesa, metálica, ideal para jugar al ajedrez pero lo que Francisco menos deseaba era justamente una partida de ajedrez. Contemplaba el rostro enigmático del fiscal y se descalzaba el zapato del pie izquierdo para poder ejercitar sus dedos apresados por una media de seda negra, arremangada hasta el tobillo. El fiscal, en cambio, descansaba la mirada en el sospechoso, observando como en esos instantes sonreía y estiraba los dedos de las manos porque, evidentemente, estaba intranquilo.
—Francisco Reina: ¿cómo se siente? —apoyaba los codos en la mesa y con los nudillos se sostenía el mentón.
— ¿Dónde carajo está mi abogado? —sorprendía con malhumor.
—Tranquilo, mantenga la cordura. Estará con nosotros en unos instantes.
—Usted es un farsante. No pienso declarar hasta tanto cuente con el asesoramiento de mi abogado.
—Francisco Reina, estoy aquí para ayudarlo. Mire la hora que es —echaba un ojo a su reloj pulsera—. Debería estar en mi cama, descansando junto a mi querida esposa pero vine por usted para ayudarlo. ¿Quiere hablar? Cuénteme… ¿qué pasó?
Francisco no respondía. Tenía los ojos cerrados y se mordía los labios para contener su rabia. Estaba rabioso, claro. La bronca recorría su cuerpo sin tregua alguna.
—A menos que declare, le aseguro que se verá involucrado con esos asesinatos. ¡Vamos! Anímese a declarar sin la presencia de su cuervo —hacía silencio por si atinaba con la confesión—. ¿Francisco?
Lo cierto era que el fiscal estaba perdiendo la paciencia, la tenía colmada y ahí nomás liberaba una pregunta que comenzaba a resonar en los tímpanos de su interrogado:
— ¿Quién es Segundo Noruega?
Los ojos de Francisco parecían dos monedas que, sin preaviso, alternaban cara por cruz. La indiscreción de su pregunta retumbaba en su cerebro cual explosivo detonado en las cavidades de un cajón cerrado.
— ¿Y quién carajo es el ratón Pérez? —rompía el silencio con su ironía, ocultando las manos temblorosas por debajo de la mesada.
—Veamos una cosa: no identifica a Segundo Noruega, sin embargo estuve con una señorita que sostiene que usted lo conoce a la perfección.
—Por favor, sea cauto en su accionar.
—Tan sólo cumplo con mi trabajo y, para su consideración, me desenvuelvo satisfactoriamente.
—Y yo pretendo colaborar con esta investigación, siempre y cuando cuente con el asesoramiento de mi abogado. ¡No me haga preguntas capciosas!
Francisco había ladrado como perro rabioso, sin embargo fingía una preocupación atroz. Estaba desorientado, tanto que erguía las piernas y se paraba, acercándose luego al fiscal, quien le ponía las manos en los pectorales y muy tranquilo le decía:
—Tranquilo, por favor. Descanse los músculos y escuche el testimonio que una señorita declaró en una suite de su hotel.
Francisco parecía más enojado. Estaba extenuado. Se le estaban hinchando las venas de la frente. Por sobre todas las cosas, no podía tolerar que un mero fiscal ordenara su declaración sin la presencia de su abogado. El derecho que lo amparaba y su orgullo agigantado le jugaban una mala pasada.
— ¿Y quién sos vos para decirme lo que tengo que hacer? Quiero a mi abogado… ¡ahora!
El fiscal lo había escuchado con atención pero ni siquiera pestañeaba, seguía sentado en esa silla. Su indiferencia lo impulsaba a huir. Se paraba. Acto seguido se dirigía a la puerta. En cuestión de segundos dos prefectos invadían la habitación, a punta de pistolas que apuntaban hacia las arrugas de su cara, en esos instantes estiradas de tanto asombro.
— ¿Podría ser amable y sentarse otra vez? —le sugería el fiscal desde la silla, dándole la espalda.
—Así cualquiera —se encogía de hombros—. Amenazado hasta los dientes sería una locura decirle que no.
—Pueden retirarse —le ordenaba el fiscal a los prefectos—. El señor es un gentleman.
Ellos acataban de inmediato y se retiraban. Otra vez habían quedado a solas. Mientras Francisco regresaba a su silla, el fiscal sacaba del bolsillo de su saco el mismo grabador que había empleado para congelar las declaraciones de Martina. Con mucha parsimonia, lo apoyaba en el centro de la mesada y lo miraba con seriedad para sugerirle:
—Hagamos silencio y escuchemos el testimonio de la señorita Martina Walsh.
Los ojos de Francisco se abrían como nunca. Play por un lado, desconcierto por el otro, una confesión ya estaba en marcha y Francisco tiritaba de miedo, como nena en la oscuridad.
                  

jueves, 20 de diciembre de 2012

Entrega nro. 88


Había transcurrido media hora desde que Francisco se había entregado. Los medios de comunicación indisponían de noticias más allá de que todos los turistas y empleados del hotel aguardaban en el estacionamiento la llegada de los colectivos de la prefectura. Puerto Madero estaba cercado, resultaba imposible atravesar los límites fronterizos del barrio selecto a menos que se contara con una placa policial o una credencial periodística. La seguridad era extrema al igual que en el viaducto Carranza, donde un grupo de inteligencia policial operaba con arduidad para conocer las causas de la explosión y recuperar materiales valiosos que sirviesen de prueba y explicaran la gran barbarie desatada entre los concretos y cementos del pasaje subterráneo. Hasta los periódicos más prestigiosos del país ya eran víctimas del caos social y modificaban las portadas de sus periódicos, escaneando fotografías que impactarían a aquellos que pronto madrugarían con la pesadilla que Martina padecía desde tediosas horas previas. ¡La Ciudad de la Furia!, ¡Made in Bagdad!, informaban las portadas de los periódicos “La Nación” y “Clarín”, y “Crónica T.V.” seguía proyectando placas de color rojo sangre, el mismo color que teñía las paredes y los alfombrados del hotel, y que también salpicaba las murallas del viaducto.
Con respecto a Segundo, milagrosamente estaba a salvo. Ya se había despedido del cartonero tanguero que le había salvado la vida y ahora circulaba en un coche taxi con destino directo al departamento de su amigo Pedro Bluck, quien tras la noticia aguardaba su llegada con altas dosis de preocupación, sin correrle la mirada a la pantalla chica de su televisor. Segundo estaba sentado en el asiento trasero del coche taxi, intentaba establecer contacto con el teléfono de Martina pero ella no le respondía. Daba toda la sensación de que su celular había perdido la señal porque sonaba y resonaba y nadie le atendía. Su ausencia lo aterraba, divagaba con un secuestro pero, desgraciadamente, su vida también peligraba. Su cerebro parecía una ametralladora que cargaba balas de plomo y disparaba confusión, y entre los aterrados turistas del hotel “La Estrella Fugaz”, que ya habían perdido la calma y fantaseaban con regresar a sus países de origen, Martina sufría de pánico cuando el mismo fiscal que se le había presentado a Francisco la invitaba a ocupar una suite del segundo nivel. Estaba prácticamente quebrada, no tenía noticias de su amado. Su teléfono había sido secuestrado por la prefectura y se hallaba incomunicada.
—Adelante —le abría la puerta el fiscal, empujándola suavemente desde la espalda.
Estaban ingresando en el living de una suite: en su centro había una mesa cuadrada con dos sillas enfrentadas que claramente desencajaban con el decorado del interior. La mesa era de roble y las sillas de plástico blanco. A medio metro de la mesa, sobresalía una fina biblioteca de madera oscura con todos los estantes repletos de libros. Eran diez estantes en total. Sobre la mesa había una jarra a medio llenar de agua y dos vasos de vidrio, vacíos.
—Tome asiento, por favor. No tema —le sugería el fiscal.
Su rostro la delataba, el miedo fluía por su cuerpo, sobremanera en los brazos y en esas piernas que no paraban de temblar.
— ¿Puedo comunicarme con mis padres? Deben de estar preocupados —tomaba asiento en la silla—. Mire la hora que es.
—Señorita Martina Walsh, quédese tranquila. Nuestra gente ya se ha comunicado con su familia —también tomaba asiento, dándole la espalda a un ventanal con las cortinas cerradas—. Todo está bajo control. Le pido que por favor se tranquilice y colabore con nosotros. ¿Está dispuesta a colaborar?
La trataba con cortesía pero apoyaba un grabador en la mesada que fácilmente podía caber en la palma de cualquier mano.
—Lo intentaré —le respondía con timidez.
— ¿Tiene sed? ¿Por qué no bebe un sorbo de agua antes de declarar?
El fiscal rasguñaba la jarra con los cinco dedos de la mano derecha.
—Sed no tengo pero lo que sí tengo es el derecho de llamar a un abogado.
—Señorita, soy fiscal, no hace falta. Tranquilícese, por favor.
Lo cierto era que Martina dudaba rotundamente de sus dichos. Sus ansias de abandonar el hotel estaban tan intactas que prefería renunciar a la defensa de un abogado con tal de irse a la brevedad.
—Le suplico que sea rápido y concreto.
—Mucho más de lo que usted piensa. Go on… Su nombre no figura en los registros del hotel. ¿Podría explicarme que hace aquí? La escucho, cuénteme con calma.
La calma que el fiscal solicitaba estaba lejos de ser alcanzada, sus emociones estaban desequilibradas y su cerebro le exigía que se parara y escapara, hasta que no pudo resistirse más y de un sobresalto se incorporaba, persiguiendo huir del interrogatorio extraño.
—Soy inocente, ¡me voy! —manifestaba mientras corría en dirección a la puerta de salida.
—Señorita —exclamaba viendo su espalda cada vez más distante—, usted no puedo irse.
El fiscal actuaba con tranquilidad, ni siquiera se inmutaba porque sabía muy bien que un prefecto se antepondría desde el pasillo para impedir su retiro. En efecto, la puerta de salida estaba siendo bloqueada por un morocho muy musculoso que le impedía salir. Muy angustiada, cerraba los ojos y retornaba a la silla, el grabador y el fiscal, quien en esos instantes se cruzaba de piernas y alzaba el brazo derecho como si persiguiera alentarla.
—Tranquila, nosotros no le haremos daño. Estamos acá para protegerla. Respire hondo y dígame cuando quiere comenzar.
—Ahora mismo —dejaba caerse en la silla con torpeza.
—Muy bien. La escucho…
—Soy la novia de Segundo Noruega, el padre de una beba que llevo en mi vientre. Segundo es el hijo del desaparecido Antonio Noruega, el mismo que corría las carreras de turismo carretera. Necesito saber dónde y cómo está porque lo perseguían unos malvados. Eso mismo le dijo Francisco Reina, el propietario de este hotel. En realidad, mi novio usa documentación falsa y se hace llamar…

Entrega nro. 87


Pasadas las dos de la madrugada, y entre nieblas y tinieblas, Francisco regresaba a su hotel. Estaba agotado, hasta en los lóbulos de las orejas, pero sentía que había extirpado ese tumor maligno que implicaba la existencia de Felipe. Conducía su coche por las calles del barrio Puerto Madero, protegido —como era de costumbre— por sus fieles custodios que, metros atrás, se trasladaban en un vehículo que le clavaba los faroles a la patente trasera. A pocos metros del hotel, tomaba conocimiento de un tumulto de gente alborotada e iluminada por decenas de reflectores repartidos a lo largo y ancho de las veredas. Había camionetas y antenas satelitales que se desprendían de sus techos como ramas caprichosas. Transmitían señales de cablevisión. Francisco seguía metido en la cabina de su coche, relajado. Silbaba y tarareaba “A song for you”, la magistral canción interpretada por Ray Charles. Detenía su coche por detrás de una camioneta cuyas puertas tenían estampadas el logo del periódico “Clarín”. Algunos periodistas corrían de un lado a otro, otros hablaban por celular. Las cámaras de la televisión apuntaban al frente del hotel, persiguiendo los movimientos de la prefectura que, sigilosamente, operaba para recomponer el orden perdido. Habían cercado la zona pero demasiados vecinos ya no podían renunciar a los antojos de la curiosidad.
Francisco estaba resguardado por los vidrios oscuros de su coche. Tomaba el celular y llamaba a uno de sus custodios, quien le atendía a los pocos segundos de establecida la comunicación:
—Muchachos, quiero que primero bajen ustedes y se ubiquen frente a la puerta de acceso del hotel. Formen una muralla porque las cámaras deben verme pero nunca interrogar —ordenaba decidido, ojeando la hora de su reloj pulsera.
Acatando la orden impartida, los custodios salían del coche y se ubicaban frente a la puerta principal, a la espera de su jefe. Francisco no había bajado de su vehículo, quería despedirse de la canción, y de Ray Charles, a pesar de que las paredes de su hotel estuviesen teñidas con sangre tibia, y con los sesos de sus empleados, pegados como chicle en los alfombrados del pasillo. Parecía un espectador de su propio infierno. Ray Charles le ponía fin a la función musical. Abría la puerta y salía. Caminaba a paso lento por el asfalto de la calle, entre el cordón de la vereda y una discontinua línea blanca que marcaba la bici-senda. Avanzaba cabizbajamente hacia la puerta principal del hotel. Estaba lleno de periodistas y uno lo reconocía. Finalmente lo reconocían todos. Se empujaban como locos desesperados en busca de la primera pregunta. Era la nota de la semana, o probablemente de sus vidas, pero los custodios se unían de brazos e impedían que los micrófonos detuvieran su lento andar. Francisco había alternado su cara despreocupada por la de una rotunda preocupación. Sin embargo fingía con las pupilas llenas de lágrimas, y se agarraba la cabeza, mordiéndose los labios hasta su casi partición:
—Sepan disculpar pero no es momento para preguntas —comentaba a los eufóricos periodistas—, he perdido a gente valiosa y hay personas que ya sufren sus pérdidas. Mi más sentido pésame para todas las familias que han sido víctimas de esta barbarie.
Los medios de comunicación más prestigiosos de la nación transmitían las imágenes en vivo y en directo. Había demasiados noctámbulos que no podían despegar las miradas de la pantalla del televisor, pero la prensa ansiaba información, si bien estaba desorientada, se veía obligada a explicar tanto la explosión en el viaducto como los macabros asesinatos acontecidos en el hotel. Estaban ansiosos y extendían los micrófonos por encima de los brazos de los custodios, bombardeando preguntas mientras Francisco era abatido por los flashes de varias cámaras fotográficas que encandilaban sus retinas y lo mareaban, como sorbo largo de vodka: ¿cómo puede explicarse que hayan sido asesinados al menos cinco de sus empleados? ¿Considera la posibilidad de un ajuste de cuentas? ¿Se siente responsable de los asesinatos de Felipe y Priscilla Gianittore? ¿Teme por su vida? Francisco tenía respuestas pero no quería responder. Increíblemente, mantenía la calma. Para su bienestar, estaba adentrándose en el hotel gracias al incesante apoyo de sus custodios que no hacían otra cosa más que empujar a los periodistas que no le permitían circular con normalidad.
Ya estaba metido en el hall central, no había turistas, tampoco estaban sus empleados pero, entre la prefectura y las cuidadas palmeras que apuntaban a las dársenas, se acercaba un señor canoso, cincuentón, arropado con un saco negro, un pantalón grisáceo y una corbata de color beige:
— ¿Francisco Reina? Buenas noches. Soy Jonás Nielder, el fiscal a cargo de la causa —se identificaba con una placa que elevaba hasta el mentón.
Francisco se veía forzado a darle la mano, y eso mismo hacía, lo saludaba con la mano derecha. El fiscal tenía la palma sudada.
—Desgraciadamente es una noche para el olvido —se lamentaba el mandamás hotelero.
—Acompáñeme, por favor —lo agarraba del antebrazo derecho hasta casi arrastrarlo.
— ¿A dónde me lleva?
—Su primer destino será un teléfono. Legalmente debe ser representado por un abogado. Y nuestra próxima parada será la sede de los prefectos.
—Pero, ¿dónde están mis empleados? ¿Y mis clientes?
—Señor Reina, por favor, los turistas están siendo trasladados a la sede de la prefectura. Vayamos paso a paso que también estamos desorientados. ¿Okey?
—Sí, claro, su palabra es la que vale —le respondía en voz baja, inspeccionando los alrededores del hall central.
Los custodios de Francisco seguían bloqueando con éxito el acceso al hotel. Con el apoyo de la prefectura, se las rebuscaban para cerrar los portones porque los periodistas estaban descontrolados y ejercían presión para poder ingresar. Mientras tanto, las cámaras de un canal de noticias registraban el lento andar de Francisco y el fiscal hasta desaparecer. Excepto el fiscal y dos efectivos de la prefectura, nadie sabía que Martina había sido demorada en una suite del hotel.

martes, 18 de diciembre de 2012

Entrega nro. 86

Los neumáticos del Torino marcaban huellas sobre el asfalto. Segundo presionaba con el talón derecho el acelerador. Así avanzaba tres cuadras hasta clavar los frenos porque un semáforo se ponía de rojo. Miraba por el espejito retrovisor pero la visibilidad era nula. La pintura volcada en el baúl había pintado toda la parte trasera. Divagaba con la compañía de su padre, era por eso que perdía la mirada en el asiento del acompañante. Un bocinazo lo devolvía a la realidad. La bocina había sonado metros atrás, había sido tocada por un conductor que aguardaba su marcha para poder circular. El único elemento que Segundo tenía para inspeccionar los alrededores eran los dos espejitos de las puertas delanteras, pero resultaban inútiles porque estaban desacomodados. Posicionarlos implicaba una pérdida de tiempo que no podía desperdiciar. Necesitaba alejarse lo más pronto posible de la concesionaria. Encajaba el primer cambio y avanzaba. Su destino parecía estar sometido por los desafíos y el terror: el vehículo que trasladaba a los custodios del embajador imponía la carrocería por encima de la trompa del Torino. Segundo reaccionaba con un volantazo. Las ruedas delanteras invadían la vereda. Uno de los custodios asomaba el caño de un revólver desde la ventanilla trasera. Le estaba tatuando la mira infrarroja en la frente. Segundo la percibía cual chispazo de energía, eso lo impulsaba a meter la reversa y maniobrar un giro rebuscado que para su suerte lo terminaba devolviendo a la calle. Pisaba el acelerador y conquistaba algunos metros. Circularon por una calle, doblaron por otra y retornaban peligrosamente a la misma avenida. El semáforo estaba de rojo. Segundo ya estaba jugado, necesitaba cruzarla aunque le costara un accidente. Al cruzarla era sorprendido por un camión recolector de residuos, le anteponía el paragolpes delantero, pero sus reflejos funcionaban a la perfección y lograba esquivarlo, evitando el impacto. Recorría una calle que estaba bordeada por plazoletas. La ajuga del kilometraje superaba los ochenta kilómetros por hora. A pesar de conducir el Torino como casi su padre podía hacerlo, los temibles matones no perdían de vista sus maniobras y se acercaban. Segundo quería vivir pero su vida estaba comprometida. Como venía, tomaba una curva y efectuaba un giro rebuscado hacia su lado izquierdo. Los neumáticos chillaban pero se bancaban el paso de los años sin quejas ni olvidos. Estaba superando los noventa kilómetros por hora. Circulaba a contramano por una calle. Una camioneta doblaba en el preciso instante en que él giraba por la esquina. Clavaba los frenos y cabeceaba hacia el volante. El paragolpes de la camioneta había rozado la trompa del Torino. Segundo lo había desviado hacia una vereda que estaba cercada por paredones de concreto. Escaseaba la iluminación, la cuadra estaba desalmada. Con el corazón en la garganta, comenzaba a circular por la vereda. Recorrió poco más de treinta metros hasta conseguir retornar a la calle. Había un edificio custodiado por dos uniformados. Estaban metidos en una garita. Los matones iban tras él, situados a unos setenta metros. El Torino estaba parado en el medio de la calle, en diagonal. Desde esa posición advertía la presencia de los matones. Muy preocupado por su vida, salía del coche y se acercaba a la garita para suplicar:
— ¡Por favor, déjenme pasar! ¡Me quieren matar!
Los uniformados parecían estar desconcertados. Lo miraban con asombro, no era para menos considerando que un coche de carrera había sido detenido en el medio de la calle. Su conductor les suplicaba ayuda, temiendo por su vida. Mientras uno de ellos solicitaba colaboración a las unidades policiales que patrullaban la zona, el otro desenfundaba un revólver y egresaba de la garita. Le apuntaba al pecho mientras acortaba distancia con un portón enrejado que daba con la calle.
— ¿Tenés una idea dónde estás metido? —le ladraba el uniformado sin bajar la mirada.
Los matones habían estacionado a unos veinte metros de la garita, estaban resguardados por la sombra de un poste de luz opacado por la copa espesa de un árbol. Segundo estaba entre los matones de Felipe y el uniformado armado.
— ¡Pendejo, esto es una embajada! —agregaba—. Poné las manos en la reja o te haré agujeros en el estómago.
Segundo lo observaba, tenía la mirada perdida:
—Sí, cómo no…, cálmese.
Pero no lo dudó ni un instante y comenzó a huir hacia la calle. Corría como nunca en dirección a una avenida. Los matones habían advertido su fuga y retomaban la persecución. Segundo había abandonado el Torino y estaba parado en una esquina, presumía que cruzar esa avenida era una idea suicida ya que los vehículos circulaban a gran velocidad. Giraba el cuello y se encandilaba con los faroles del coche que trasladaba a los matones. Habían activado las luces altas, persiguiendo su confusión tal vez. Pero Segundo hallaba una nueva esperanza al tomar conocimiento de que un colectivo de línea urbano estacionaba en una parada. Despedía a unos pasajeros. Corría cual liebre en dirección al colectivo, alcanzándolo poco antes de que se cerrasen las puertas. Tenía que pagar el boleto. Metía las manos en los bolsillos del pantalón y tanteaba un billete. No tenía monedas. Dos pasajeros estaban ubicados en los asientos traseros.
— ¿Cuánto es? —le preguntaba al chofer, siguiendo por la ventanilla cada movimiento de los matones.
— ¿A dónde vas, pibe?
—A unos quince cuadras.
—Entonces son ochenta —le informaba de mal humor, examinándolo por un espejo que estaba instalado por encima de un estéreo.
Segundo estaba sudado y agitado. Su ropa estaba sucia, arrugada y hasta tajeada a la altura del muslo derecho. El fuerte impacto sufrido en el baúl le había roto el pantalón.
—Señor, no tengo cambio y necesito viajar.
—Entonces bajate —volvía a ladrarle cual perro maldito.
—Es que tengo una urgencia. ¡Se lo ruego!
El chofer gesticulaba enfado. Se producía un silencio. Mientras tanto, un custodio del embajador bajaba del vehículo dispuesto a llenarlo de pólvora. Había tomado conocimiento de que Felipe había sido salvajemente asesinado.
— ¡Bajá o llamo a ese cana! —señalaba el chofer a un oficial de policía que custodiaba el barrio a unos cien metros.
Segundo estaba desorbitado, lo estaban echando del colectivo y un matón de Felipe golpeaba la puerta del colectivo para limpiarlo. Con un nudo en la garganta que dificultaba el trabajo de sus cuerdas vocales, corría desesperado hacia el fondo del colectivo. Descendía por la puerta trasera en el preciso instante en que el custodio ascendía. Segundo estaba parado a unos cinco metros del coche de los matones, tenía que cruzar la avenida aunque le costara un nuevo accidente. O su muerte. Junto a Dios, esquivaba los vehículos que iban y venían, sintiendo esa sensación de peligro pero ya nada le importaba. Milagrosamente, se adentraba en un callejón invadido por la oscuridad. No sabía dónde refugiarse ni tampoco tenía noción de lo que hacían los matones. Le temblaban las piernas, su garganta se resecaba, pero se esperanzaba al ver a un cartonero que empujaba un carro en soledad. Tenía que pedirle ayuda, para ello se prendía a su hombro derecho. Al voltearlo descubría una nueva sorpresa: el cartonero era el mismo linyera que en dos ocasiones lo había sorprendido cantando tangos en la vereda. Ese sujeto misterioso, que hasta le había dedicado una canción, reaparecía en su vida como cartonero. Segundo estaba desconcertado pero de alguna manera necesitaba rogarle ayuda:
—Señor, a usted lo conozco. Escuche: me siguen porque me quieren matar. Necesito ocultarme dentro de su carro. ¡Se lo suplico!
—Buenas noches, caballero. También lo recuerdo. ¿Estás desorientado y no sabés, qué bondi hay que tomar… para seguir?
¡Qué curioso! El callejero había acudido a la letra de un tango para ayudarlo. Segundo intuía que el peligro crecía e insistía con súplicas porque quería vivir:
— ¡Exacto! Estoy desorientado. ¿Me das una mano?
En buen momento, el cartonero levantaba su mano, insinuando su resguardo dentro de una bolsa gigante que cargaba con un carro. El carro estaba compuesto por una base de hierro, un par de manoplas y dos ruedas de bicicleta que ejercían movilidad. Esperanzado por la gentileza del cartonero que ya consideraba un amigo, y un salvador, se zambullía en la bolsa cual pibe lanzándose a una piscina. Se cubría de papeles mientras los matones retomaban la búsqueda y se adentraban en la oscuridad del callejón. Un segundo más a la intemperie hubiese frustrado su fuga. Dios estaba de su lado pero no todo estaba escrito porque los matones acortaban distancia y se detenían frente al carro, el cartonero y su cuerpo tembloroso. El matón de Felipe, el mismo malviviente que lo había seguido hasta el garaje, bajaba la ventanilla del coche y asomaba el mentón para indagar:
— ¿No viste a un flaco corriendo?
— ¿Cómo? —se desentendía el cartonero.
El matón inspeccionaba la bolsa. Tan sólo un movimiento de Segundo daría por cerrado su ciclo de vida. Él estaba ahí, sintiendo sus pulsaciones y las del cartonero, rogándole a Dios que los matones desaparecieran. El matón seguía observando la bolsa, necesitaba despojar ciertas dudas y para ello recurría a una pistola de caño largo que apuntaba al bolsón.
— ¿Señor, qué hace? —se aterraba el cartonero.
—Cerrá el pico y observá.
Y pum, pum, pum, el matón había disparado tres balazos a la bolsa sin siquiera perder el pulso, tres disparos sucesivos en esa bolsa que ni siquiera se movía. El cartonero había retrocedido varios pasos, presumiendo lo peor.
—Vamos —le ordenaba el matón al conductor—, busquemos a esa rata antes de que pueda escapar.
Rezongando como un loco desquiciado, subía la ventanilla. El coche había arrancado y poco a poco se perdía de vista hasta girar por una esquina y desaparecer. El cartonero se acercaba a la bolsa, agarrándose la cabeza. Después se lanzaba en su interior. Se sentía en problemas. Escarbando los papeles, detectaba un mechón de cabello. Después el cuello de una camisa. Le pertenecían a Segundo. Estaba inmóvil y lo daba por muerto.
— ¿Por qué? —exclamaba hacia los cielos.
Los ojos de Segundo estaban cerrados, daba la sensación de que no respiraba.
—Por favor, decime que estás vivo. Respondeme, ¡carajo!
Pero un milagro comenzaba a desdibujar la angustia de su cara: Segundo estaba abriendo los ojos y respiraba. Tenía la cara pálida y no se movía. Como podía, miraba los ojos del cartonero y le preguntaba con una voz debilitada:
— ¿Se fueron?
— ¿Te dieron?
—Le dieron a tus cartones. Rajemos ahora mismo de este lugar.
El cartonero tenía los ojos llenos de lágrimas, por momentos alzaba los brazos como si quisiera abrazar a Dios. Segundo estaba ileso, era un milagro. A pesar de todo, estaba en buenas manos y podía finalmente suspirar.