Habían transcurrido siete minutos desde las diez
de la noche. Segundo descansaba su cuerpo extenuado en el sillón que decoraba
su guarida hotelera de nostalgias, amores y olvidos. Demasiadas emociones para
una jornada que había contado con un encarcelamiento hospitalario, sorpresas
del pasado, una cita sexual impredecible, la materialización del amor y una
siesta con Priscilla que se había extendido desde la once de la mañana hasta
las cinco de la tarde. Ella acababa de retirarse para que, su chofer y un
custodio de su padre, la trasladaran a la mansión de los pasadizos, pero
Segundo no lograba dejar de pensar en Martina, todavía recordaba el paso fugaz
de sus manos por sus siluetas, aún respiraba el gemido de sus corazonadas,
estaba sumido en una confusión sentimental y, como si eso fuera poco, presentía
que se acercaba la hora de destruir al asesino de sus padres. No disponía de
noticias de Francisco, tampoco le importaba. Cuántas sensaciones en tan pocos
días estaban desviando el curso de su destino. Jamás hubiese apostado a su re-encuentro
con Martina. Es que habían practicado el ritual del amor, fusionando sus
emociones con los cuerpos excitados y los flujos reconciliados. Sin saberlo
habían procreado, o sabiéndolo, pero habían jurado mantenerse en contacto como
dos fugitivos que no podían exhibirse juntos, a pesar de que él tuviera que
fingir un noviazgo indeseado y saciar sus deseos con otros labios, con otro
cuerpo de mujer. Un encuentro caprichoso y peligroso que prefería ocultar
porque temía que Francisco se opusiera. En definitiva no era la primera vez que
Segundo se veía forzado a mentir para batallar esos fantasmas del pasado que tanto
daño le causaba: había tenido relaciones carnales con Teresa y Francisco no lo
sabía.
La iluminación del living que lo auxiliaba con su
desvelo era tenue. Un equipo musical exteriorizaba canciones rockeras sobre el
viciado ambiente con fragancias tabacaleras que compartía con su soledad y la
incertidumbre que implicaba su vida. Era la primera vez —en lo que iba del día—
que podía cerrar los ojos y reflexionar, había estado acompañado durante todo
el día, y cuando uno dialoga con su soledad la vida presenta otros matices. Estaba
desorientado, claro. Por un lado quería estar con Martina, por otro no se
sentía preparado para atender sus sinceras declaraciones de amor. Lo único que
podía hacer era escuchar su corazón afligido. Apenas podía calmar sus alocados
deseos de venganza que ya le costaba dominar. Era por eso que desactivaba su
celular y daba unos pasos en dirección al baño para preparar un baño de
inmersión que pudiese auxiliarlo con su desesperado intento de borrar las
vivencias que marcaban y perfilaban su vida hacia una ruta desconocida que, si
los vientos del tiempo le eran favorables, podía ser la misma en la que sus
padres habían desaparecido.
En esos instantes, Francisco cumplía con un
compromiso decisivo: pasaba la noche en el campo de Araña jugando una partida
de ajedrez, como si las piezas representasen el plan que ya habían ordenado
ejecutar. Estaban separados por una mesa pero enlazados por un campo de
batalla, un tablero de ajedrez petrificado en una plancha de mármol, fijada en
la mesada. Francisco jugaba con las piezas negras, fumaba un puro que relajaba
su colilla en un cenicero de piedra. Araña había tomado la iniciativa al mover
un peón, completando así el máximo ataque permitido para un guerrero de mármol
que se adentraba en campo enemigo. Se preparaba para contra-atacar ante
posibles ataques de su oponente. No conversaban con las cuerdas vocales pero sí
lo hacían con las miradas, aunque apenas podían percibir el color de sus
retinas porque la luz escaseaba. Arana tenía sesenta y ocho años, su cabello
era rubio, sus ojos celestes, no tenía barba pero llevaba pelos de insecto en
las venas porque amaba las arañas, sobre todo a las tarántulas; su estatura
abarcaba poco menos de dos metros y era delgado, aunque las apariencias
engañaran porque era un señor pesado, o mejor dicho, peligrosamente pesado.
Sólo hablaba cuando hacía falta y de hecho no había hablado desde que habían
decidido cotejar la partida bajo el fiel testimonio de cuatro paredes y un
techo que conformaban su despacho de operaciones. Estaban ubicados en el primer
piso de su guarida, cimentada a trece pasos humanos del dormitorio o ciento
ochenta pasitos de tortuga. Era hora de que Francisco moviera un soldado, tenía
que responder con un contraataque y para ello seleccionaba el peón que
custodiaba a la torre, mano derecho de la reina (como su mismísimo apellido).
Con una cara pensante, apoyaba el dedo índice sobre la base del místico
guerrero y avanzaba un casillero, dándole forma a un acto macabro que lentamente
se concretaba:
—Estoy agotada —rezongaba Priscilla—. Ha sido un
día muy difícil de sobrellevar pero lo importante es que Segundo ya está ileso.
La millonaria estaba sentada en el asiento trasero
de un lujoso vehículo que pertenecía a la flota de su padre, lo conducía un
chofer, también de su padre, que atendía sus quejas a través del espejito
retrovisor. El coche transitaba por una calle de San Isidro, restaban poco más
de ochenta casonas para arribar a la mansión. Estaba agotada, desganada, no
había dormido durante toda la noche sumado al hecho de experimentar momentos
extraordinarios para cualquier señorita que llevaba una vida acomodada. Para
bien o para mal, no conocía los riesgos. Parecía mentira pero ni siquiera habían
tratado los disturbios ocasionados por las desdichas de Martina. Habían
acordado postergar las explicaciones porque Segundo necesitaba descansar,
física y psíquicamente. Las preguntas inconclusas podían esperar y Segundo
necesitaba decirle adiós a tanta tensión, al menos por unas horas.
Un coche alemán los custodiaba desde una distancia
que no superaba los quince metros, por momentos eran más, pero los custodiaba
en rigor, enfocando sus potentes faroles blancos hacia el paragolpes trasero.
Priscilla era la hija de un hombre de negocios cuyos negocios querían ser
negociados por otros negociantes; así de compleja era su vida y siempre lo
sería hasta tanto su padre abandonase la clandestinidad o, sorpresivamente, un
rayo lo partiera en dos. Todo seguía su curso normal mas allá de que Priscilla
luchase en silencio con su consciencia para anestesiar los malos recuerdos ocasionados
por Martina.
Un semáforo los detenía con su luz rojiza en una
esquina rodeada de terrenos baldíos. La brusca frenada del coche los había
hecho cabecear. De todos modos, sacaba un espejito de su cartera y olvidaba la
mala maniobra del porque quería revisar el maquillaje que enmascaraba su rostro
pálido. La cartera estaba echada en el asiento trasero, a su lado izquierdo.
Como se veía poco, encendía la luz del habitáculo, aquella que tenía al alcance
de su mano, la más próxima a su oreja derecha. En esos instantes veía por el espejito
un vehículo con vidrios oscuros volcándose a un lado del coche que manejaba su
custodio. Estaban parados en una calle desolada, sedienta de voces humanas. El
semáforo seguía de rojo. Algo andaba mal, sin embargo continuaba revisando los
tesoros faciales que los genes de su madre habían impuesto a su rostro
angelical.