Mientras los matones huían desesperados, un
desenlace se producía en la casa de campo:
— ¡Jaque mate! —contraatacaba Araña, rozándose el
mentón con la yema de los dedos.
Sonaba un celular, era el suyo. A pesar de que
había ganado la partida y tenía ganas de orinar, no vacilaba en atender y
activar la función de alta voz con la apresurada intención de que Francisco
oyera a sus matones:
—Señor, hemos cumplido la misión —le anunciaba uno
de ellos al borde de la euforia—. La pendeja ya es historia.
—Buen trabajo —vociferaba con una vena hinchada en
la frente de la cara—. Aguarden un momento.
Y ahí nomás se miraron unos segundos y se pararon,
como si se conocieran de toda una vida. Después se estrechaban las manos por
encima del tablero de ajedrez y un cúmulo de guerreros aniquilados. El apretón
de manos habrá perdurado cinco segundos. Se sentaban de nuevo. Se seguían mirando
a los ojos con una frialdad impresionante. Araña sacaba una cajita de madera
del bolsillo de su saco, saco que estaba colgado del respaldo de su silla.
Soltaba la cajita y caía en el tablero. Tenía la mirada perdida en un casillero
negro, la cajita había caído en dicho casillero, aquel donde podía moverse el
caballo al iniciarse cualquier partida. Era el caballito que escoltaba al rey.
Unas patitas peludas y negras abrían la puertita de la caja, eran las patas de
una tarántula que sólo un loco podía domesticar. La araña, y Araña, habían
ganado la segunda partida. Francisco se emocionaba, tanto que no lograba evitar
el desprendimiento de una lágrima glorificada por la muerte y los espantos. En
contraste, Araña irradiaba calma, estaba relajado y tomaba el celular para
habilitar nuevas entregas informativas, había más y él las esperaba:
—Ahora queremos escuchar con lujo de detalle cómo
ha sido su aniquilamiento.
—Señor, sepa disculpar —expresaba muy agitado—, pero
ha surgido un imprevisto.
— ¿De qué estás hablando?
—El chofer que la transportaba se adelantó.
Araña comenzaba a morderse los labios, frunciendo
el entrecejo. La tarántula huía espantada por el tablero y trepaba una torre
blanca.
— ¿No sincronizaron? —se desesperaba Araña.
—Exacto. De todos modos sabemos que Felipe está
encaminado.
— ¿Son pelotudos? ¿Cómo van a matar la mojarra
cuando el pez gordo aún no ha sido aniquilado?
A Araña se le estaba hinchando otra vena de la
frente, estaba tan enfurecido que de un codazo barría las piezas de ajedrez,
incluyendo a la tarántula que también resultaba despedida al suelo. Francisco
no podía hablar, dicha falla sistemática podía barrer sus ambiciones de poder.
De un minuto para otro, había alternado su rostro eufórico en una triste postal
resecada por el viento.
— ¡Inoperantes, inútiles! ¡Maten a Felipe como
sea! ¡Lo quiero muerto o muerto! —le ordenaba al teléfono y a su matón—. ¿Son
conscientes del error que han cometido?
—Señor, no pudimos evitar la ira de Benito.
Queríamos raptarla pero el imbécil se adelantó y perforó su cráneo con tres
balazos. En nombre de todos mis compañeros le ruego disculpas, prometo volar a
su padre en cuestión de minutos.
—Sos un hombre listo. Hay una familia que te
espera en casa. ¡Vayan ahora mismo y mátenlo!
Araña estaba rabioso, como una rata, tan
decepcionado del accionar de sus matones que golpeaba el tablero con los
nudillos de las manos. De pronto se paraba, enérgico. Francisco lo observaba
con la boca y los ojos abiertos, conmovido, sentado porque tenía los músculos
contraídos.
—Lo haremos triza, señor —aseguraba el matón tras
unos segundos de silencio.
— ¡Ahora!
Araña había terminado la comunicación. Francisco
seguía sentado, no podía incorporarse. Se miraban la cara sin acotar palabras.
Felipe se aproximaba a un campo desde donde unos matones se preparaban para
asesinarlo. Peligraba el plan porque todavía no había arribado y restaban al
menos quince minutos largos para que el veneno pudiera ser inyectado en sus
venas o el fracaso peligrara el poder ostentado.