Segundo seguía
escarbando palabras en el interior de la suite, confundido hasta las medias,
pero experimentando esos sentimientos que un día se habían ido y en buen
momento volvían. Estaba echado en el colchón de su cama, junto a Martina, tomados
de la mano y unas caricias que brotaban en sus pieles como semillas. Ella
aguardaba el momento oportuno para anunciar la espera de su bebé, él intuía que
una noticia podía salir de sus labios: a pesar del poco tiempo que llevaban
juntos, había aprendido a interpretar sus silencios.
—Te quiero
acompañar sin importar lo que venga luego —le declaraba ella con altas dosis de
cariño, apoyando la nuca en su pecho cual cabeza en una almohada.
—A veces no le
encuentro sentido a esta vida pero cuando aparecés, cuando me regalás una
sonrisa, o me sorprendés como en esta ocasión, me siento un hombre afortunado,
alguien que muchas veces le ruega explicaciones a la vida y que sin embargo lo
tiene todo. Simplemente no sabía apreciarlo.
Martina le
respondía con lágrimas, de las alegres; sentía impulsos de besarlo, adorarlo y
alabarlo como si fuese su Dios, y ahí nomás movía su cuerpo para rendirse en su
boca sin saber que estaba a punto de encender el televisor. Sus nalgas
presionaban los botones del control remoto, pero ellos se besaban, fundiéndose
en un mismo corazón justo cuando un periodista de la tevé calentaba las cuerdas
vocales para anoticiar: “¡Último momento, primicia de Crónica TV! Hija de
importante empresario asesinada a balazos”, informaba la pantalla roja del
televisor que también anunciaba las veintitrés horas y veintitrés minutos. Ni
la noticia convertida en tragedia, y una música de fondo que sonaba cual
orquesta de cornetas desafinadas, lograban impedir que sus bocas se separaran. El
periodista estaba a punto de darle inicio a una crónica, una crónica bien
cruenta y policial: “estamos en el barrio San Isidro. Como podrán ver —señalaba
hacia atrás—, hay dos vehículos y tres cuerpos que han sido víctimas de la gran
barbarie reinante en nuestras calles. La policía investiga los asesinatos pero
descarta la posibilidad de un robo seguido de muerte. Todo parece indicar —se
agitaba—, todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas”. Y se hacía
a un lado para que la cámara pudiera transmitir los cuerpos sin vida de
Priscilla, el custodio y el chofer, todos apilados en el asfalto de la calle
cual cerdos recién carneados. Estaban tapados por mantas negras. La policía
rondaba por las calles y veredas, dentro de una cerco perimetral que estaba
delimitado con cintas plásticas de color rojizo. Esa calle que antes estaba
desolada, experimentaba ahora la invasión de varios curiosos que buscaban
reemplazar las imágenes en vivo por noticias en directo. Pero Martina y Segundo
continuaban mimándose, ignorando la cruel crónica que ya transmitían cuatro
canales de la televisión. El periodista estaba ansioso, para eso le pagaban un
sueldo digno después de todo. En esos instantes acortaba distancia con un
comisario:
—Disculpe
oficial, ¿podría informarnos la identidad de los difuntos?
—Negativo —respondía
con una voz ronca—. El caso ya forma parte del secreto de sumario. Sepan
disculpar pero estamos trabajando con mucha cautela. Con permiso —y buscaba
perderse del alcance de la cámara.
—Conocemos la
identidad de al menos una de las víctimas —se posicionaba frente a la cámara el
periodista—, pero por cuestiones éticas nos vemos imposibilitados de nombrarla.
Lo que sí puedo anticiparles es que se trata de la hija de un importante
empresario de nacionalidad argentina que reside a muy pocas cuadras de este
preciso lugar, en San Isidro.
Segundo había
oído la noticia pero estaba con los ojos cerrados, también con los labios
ocupados con la boca de su amada. La distanciaba con suavidad, presintiendo que
el televisor anhelaba enseñarle algo que podía cambiar su presente.
— ¿Qué pasa,
cariño?—le preguntaba ella al verlo clavar los ojos en la pantalla del
televisor.
—Dame un
minuto, por favor.
No solamente
miraba con avidez las imágenes proyectadas por la pantalla sino que también
buscaba apoderarse de ese control remoto que aún yacía entre las piernas de
Martina. Al tomar control del remoto, que no siempre es lo mismo que tomar el
control remoto, subía el volumen y pensaba. La cámara proyectaba un automóvil con
ventanillas oscuras, pero luego se corría en dirección al coche del chofer, y era
en ese momento cuando Segundo tomaba conocimiento de que la numeración de la
patente coincidía con la del coche que solía transportarla. El modelo del vehículo
era el mismo. Estaba estupefacto por lo que sus ojos veían. Señalaba la
pantalla, girando la cabeza para expresarle:
—Ese… ese… ese
es el coche de Felipe.
Estaba tan
aterrado que hasta se había mordido la lengua.
— ¿Cómo?
—Ay, me mordí
—asomaba la lengua en clara señal de dolor—. La patente es JMG 921, recién la
enfocaron. La misma patente del vehículo que solía llevarla.
— ¿A quién?
—A Priscilla,
la hija de Felipe Gianittore.
—Estás
confundido. ¿Quién se atrevería a tocarla?
— ¡Mirá!
—señalaba pasmado las imágenes de la tevé.
La cámara —del
canal de las noticias tan veloces como la luz— acercaba la lente hacia uno de
los cuerpos sin vida, cadáver que seguía tapado por la manta negra aunque
asomaba el cabello de una presunta mujer, aniquilada sobre la cinta asfáltica.
Con micrófono en mano, y un cúmulo de informaciones dispersas en la memoria, el
periodista retomaba su labor y sepultaba las ilusiones de Segundo, quien en
esos momentos no hacía otra cosa que rogar en su interior que sus
presentimientos fueran tan sólo ideas vagas que no guardaban relación alguna
con la realidad: “continuamos transmitiendo por el canal de las noticias
—cabeceaba hacia los costados—. Estamos en condiciones de informarles que las
víctimas han sido tres, siendo dos hombres y una mujer de tan sólo veinticinco
años. Su nombre es Priscilla y es la hija de un multifacético empresario que
fabrica repuestos de automotores y que también comanda carreras de T.C”.
¡Pum! El
corazón de Segundo se había paralizado. La muerte de Priscilla era un hecho, no
hacía falta observar su cara para confirmarlo. Comenzaba a recordar la
misteriosa advertencia que Francisco le había dado por teléfono. Martina
parecía estar angustiada, en realidad presumía la tragedia. No hacían
comentarios. A veces no hace falta hablar cuando se recuerdan las mismas cosas.
El silencio era todo y todo era un espanto, una patada al corazón tan dolorosa
como la mismísima desaparición de Antonio Noruega y Constanza Villegas. Segundo
padecía el caos al borde de la locura, muy próximo a un ataque de nervios.
Martina, en cambio, usaba las manos para taparse la boca y lo observaba,
desconcertada. Él estaba acongojado, apenado, sumergido en la tristeza, tenía
ganas de llorar, de retroceder el tiempo para librar a la joven millonaria de
tanto odio y tantas consecuencias. Después de todo estaba aprendiendo a
quererla aunque fuera la hija del hombre que más detestaba. Jamás se hubiese
imaginado que terminaría de semejante manera, su desenlace había sido injusto,
violento y sangriento. Recordándola, llorisqueaba.
—No llores
amor —le rogaba ella presenciando la miseria que cubría su cara—. No llores,
por favor.
—Es que la
mató.
— ¿Quién?
—Francisco.
— ¿Cómo vas a
decir eso?
—Estoy
convencido de que ordenó asesinarla. Teníamos pensado secuestrarla. ¿Cómo puede
ser posible que haya sido tan malvado?
De inmediato
buscaba refugio en su pecho como criatura requiriendo calor maternal. Ella
percibía el tembleque de su cuerpo tibio y lo consolaba, con caricias en el
cuello y el cabello.
—No sufras, Segundo,
no sufras por favor.
—No supe
protegerla —lagrimeaba sobre su ropa—. Pude haber evitado su muerte. ¿Cómo pude
ser tan inocente? El rencor ha tapado mis ojos, ni sentimientos me quedan —se descargaba
angustiado, humedeciendo la camisa con lágrimas.
—Es una señal,
Segundo, ha llegado el momento de cambiar para abandonar ese pasado. Amor: hay
un bebé en mi vientre, un milagro que te dará una nueva oportunidad de vida.
Su noticia lo
estaba ayudando, en cierta forma olvidaba su desgracia. La miraba a los ojos
como si fuese su bebé y le pedía:
— ¿Podrías
repetirlo?
—Estoy
embarazada. Seremos una familia. ¡Te amo!
Ella abría los
brazos cual pavo real, emocionada hasta las lágrimas, y Segundo volaba, también
cual pavo, pero tocaba el cielo con las manos y caía en picada como meteorito a punto del impacto. A pesar de todo, era la primera vez que presentía disponer
de alas de libertad. Dulcemente hechizado por la noticia, apoyaba la mejilla
derecha en su vientre en aras de rastrear los latidos de la criatura, divagaba
con ello, ni feto se había engendrado pero él se lo imaginaba, las caricias que
recibía en su cabello lo impulsaban a fantasear.
Mientras
tanto, el televisor vendía comerciales. Eran el odio y el amor en una misma
habitación.