sábado, 15 de diciembre de 2012

Entrega nro. 77


Segundo seguía escarbando palabras en el interior de la suite, confundido hasta las medias, pero experimentando esos sentimientos que un día se habían ido y en buen momento volvían. Estaba echado en el colchón de su cama, junto a Martina, tomados de la mano y unas caricias que brotaban en sus pieles como semillas. Ella aguardaba el momento oportuno para anunciar la espera de su bebé, él intuía que una noticia podía salir de sus labios: a pesar del poco tiempo que llevaban juntos, había aprendido a interpretar sus silencios.
—Te quiero acompañar sin importar lo que venga luego —le declaraba ella con altas dosis de cariño, apoyando la nuca en su pecho cual cabeza en una almohada.
—A veces no le encuentro sentido a esta vida pero cuando aparecés, cuando me regalás una sonrisa, o me sorprendés como en esta ocasión, me siento un hombre afortunado, alguien que muchas veces le ruega explicaciones a la vida y que sin embargo lo tiene todo. Simplemente no sabía apreciarlo.
Martina le respondía con lágrimas, de las alegres; sentía impulsos de besarlo, adorarlo y alabarlo como si fuese su Dios, y ahí nomás movía su cuerpo para rendirse en su boca sin saber que estaba a punto de encender el televisor. Sus nalgas presionaban los botones del control remoto, pero ellos se besaban, fundiéndose en un mismo corazón justo cuando un periodista de la tevé calentaba las cuerdas vocales para anoticiar: “¡Último momento, primicia de Crónica TV! Hija de importante empresario asesinada a balazos”, informaba la pantalla roja del televisor que también anunciaba las veintitrés horas y veintitrés minutos. Ni la noticia convertida en tragedia, y una música de fondo que sonaba cual orquesta de cornetas desafinadas, lograban impedir que sus bocas se separaran. El periodista estaba a punto de darle inicio a una crónica, una crónica bien cruenta y policial: “estamos en el barrio San Isidro. Como podrán ver —señalaba hacia atrás—, hay dos vehículos y tres cuerpos que han sido víctimas de la gran barbarie reinante en nuestras calles. La policía investiga los asesinatos pero descarta la posibilidad de un robo seguido de muerte. Todo parece indicar —se agitaba—, todo parece indicar que se trata de un ajuste de cuentas”. Y se hacía a un lado para que la cámara pudiera transmitir los cuerpos sin vida de Priscilla, el custodio y el chofer, todos apilados en el asfalto de la calle cual cerdos recién carneados. Estaban tapados por mantas negras. La policía rondaba por las calles y veredas, dentro de una cerco perimetral que estaba delimitado con cintas plásticas de color rojizo. Esa calle que antes estaba desolada, experimentaba ahora la invasión de varios curiosos que buscaban reemplazar las imágenes en vivo por noticias en directo. Pero Martina y Segundo continuaban mimándose, ignorando la cruel crónica que ya transmitían cuatro canales de la televisión. El periodista estaba ansioso, para eso le pagaban un sueldo digno después de todo. En esos instantes acortaba distancia con un comisario:
—Disculpe oficial, ¿podría informarnos la identidad de los difuntos?
—Negativo —respondía con una voz ronca—. El caso ya forma parte del secreto de sumario. Sepan disculpar pero estamos trabajando con mucha cautela. Con permiso —y buscaba perderse del alcance de la cámara.
—Conocemos la identidad de al menos una de las víctimas —se posicionaba frente a la cámara el periodista—, pero por cuestiones éticas nos vemos imposibilitados de nombrarla. Lo que sí puedo anticiparles es que se trata de la hija de un importante empresario de nacionalidad argentina que reside a muy pocas cuadras de este preciso lugar, en San Isidro.
Segundo había oído la noticia pero estaba con los ojos cerrados, también con los labios ocupados con la boca de su amada. La distanciaba con suavidad, presintiendo que el televisor anhelaba enseñarle algo que podía cambiar su presente.
— ¿Qué pasa, cariño?—le preguntaba ella al verlo clavar los ojos en la pantalla del televisor.
—Dame un minuto, por favor.
No solamente miraba con avidez las imágenes proyectadas por la pantalla sino que también buscaba apoderarse de ese control remoto que aún yacía entre las piernas de Martina. Al tomar control del remoto, que no siempre es lo mismo que tomar el control remoto, subía el volumen y pensaba. La cámara proyectaba un automóvil con ventanillas oscuras, pero luego se corría en dirección al coche del chofer, y era en ese momento cuando Segundo tomaba conocimiento de que la numeración de la patente coincidía con la del coche que solía transportarla. El modelo del vehículo era el mismo. Estaba estupefacto por lo que sus ojos veían. Señalaba la pantalla, girando la cabeza para expresarle:
—Ese… ese… ese es el coche de Felipe.
Estaba tan aterrado que hasta se había mordido la lengua.
— ¿Cómo?
—Ay, me mordí —asomaba la lengua en clara señal de dolor—. La patente es JMG 921, recién la enfocaron. La misma patente del vehículo que solía llevarla.
— ¿A quién?
—A Priscilla, la hija de Felipe Gianittore.
—Estás confundido. ¿Quién se atrevería a tocarla?
— ¡Mirá! —señalaba pasmado las imágenes de la tevé.
La cámara —del canal de las noticias tan veloces como la luz— acercaba la lente hacia uno de los cuerpos sin vida, cadáver que seguía tapado por la manta negra aunque asomaba el cabello de una presunta mujer, aniquilada sobre la cinta asfáltica. Con micrófono en mano, y un cúmulo de informaciones dispersas en la memoria, el periodista retomaba su labor y sepultaba las ilusiones de Segundo, quien en esos momentos no hacía otra cosa que rogar en su interior que sus presentimientos fueran tan sólo ideas vagas que no guardaban relación alguna con la realidad: “continuamos transmitiendo por el canal de las noticias —cabeceaba hacia los costados—. Estamos en condiciones de informarles que las víctimas han sido tres, siendo dos hombres y una mujer de tan sólo veinticinco años. Su nombre es Priscilla y es la hija de un multifacético empresario que fabrica repuestos de automotores y que también comanda carreras de T.C”.
¡Pum! El corazón de Segundo se había paralizado. La muerte de Priscilla era un hecho, no hacía falta observar su cara para confirmarlo. Comenzaba a recordar la misteriosa advertencia que Francisco le había dado por teléfono. Martina parecía estar angustiada, en realidad presumía la tragedia. No hacían comentarios. A veces no hace falta hablar cuando se recuerdan las mismas cosas. El silencio era todo y todo era un espanto, una patada al corazón tan dolorosa como la mismísima desaparición de Antonio Noruega y Constanza Villegas. Segundo padecía el caos al borde de la locura, muy próximo a un ataque de nervios. Martina, en cambio, usaba las manos para taparse la boca y lo observaba, desconcertada. Él estaba acongojado, apenado, sumergido en la tristeza, tenía ganas de llorar, de retroceder el tiempo para librar a la joven millonaria de tanto odio y tantas consecuencias. Después de todo estaba aprendiendo a quererla aunque fuera la hija del hombre que más detestaba. Jamás se hubiese imaginado que terminaría de semejante manera, su desenlace había sido injusto, violento y sangriento. Recordándola, llorisqueaba.
—No llores amor —le rogaba ella presenciando la miseria que cubría su cara—. No llores, por favor.
—Es que la mató.
— ¿Quién?
—Francisco.
— ¿Cómo vas a decir eso?
—Estoy convencido de que ordenó asesinarla. Teníamos pensado secuestrarla. ¿Cómo puede ser posible que haya sido tan malvado?
De inmediato buscaba refugio en su pecho como criatura requiriendo calor maternal. Ella percibía el tembleque de su cuerpo tibio y lo consolaba, con caricias en el cuello y el cabello.
—No sufras, Segundo, no sufras por favor.
—No supe protegerla —lagrimeaba sobre su ropa—. Pude haber evitado su muerte. ¿Cómo pude ser tan inocente? El rencor ha tapado mis ojos, ni sentimientos me quedan —se descargaba angustiado, humedeciendo la camisa con lágrimas.
—Es una señal, Segundo, ha llegado el momento de cambiar para abandonar ese pasado. Amor: hay un bebé en mi vientre, un milagro que te dará una nueva oportunidad de vida.
Su noticia lo estaba ayudando, en cierta forma olvidaba su desgracia. La miraba a los ojos como si fuese su bebé y le pedía:
— ¿Podrías repetirlo?
—Estoy embarazada. Seremos una familia. ¡Te amo!
Ella abría los brazos cual pavo real, emocionada hasta las lágrimas, y Segundo volaba, también cual pavo, pero tocaba el cielo con las manos y caía en picada como meteorito a punto del impacto. A pesar de todo, era la primera vez que presentía disponer de alas de libertad. Dulcemente hechizado por la noticia, apoyaba la mejilla derecha en su vientre en aras de rastrear los latidos de la criatura, divagaba con ello, ni feto se había engendrado pero él se lo imaginaba, las caricias que recibía en su cabello lo impulsaban a fantasear.
Mientras tanto, el televisor vendía comerciales. Eran el odio y el amor en una misma habitación.