Pasadas las
dos de la madrugada, y entre nieblas y tinieblas, Francisco regresaba a su hotel.
Estaba agotado, hasta en los lóbulos de las orejas, pero sentía que había
extirpado ese tumor maligno que implicaba la existencia de Felipe. Conducía su
coche por las calles del barrio Puerto Madero, protegido —como era de
costumbre— por sus fieles custodios que, metros atrás, se trasladaban en un
vehículo que le clavaba los faroles a la patente trasera. A pocos metros del
hotel, tomaba conocimiento de un tumulto de gente alborotada e iluminada por
decenas de reflectores repartidos a lo largo y ancho de las veredas. Había
camionetas y antenas satelitales que se desprendían de sus techos como ramas
caprichosas. Transmitían señales de cablevisión. Francisco seguía metido en la
cabina de su coche, relajado. Silbaba y tarareaba “A song for you”, la
magistral canción interpretada por Ray Charles. Detenía su coche por detrás de
una camioneta cuyas puertas tenían estampadas el logo del periódico
“Clarín”. Algunos periodistas corrían de un lado a otro, otros hablaban por
celular. Las cámaras de la televisión apuntaban al frente del hotel,
persiguiendo los movimientos de la prefectura que, sigilosamente, operaba para
recomponer el orden perdido. Habían cercado la zona pero demasiados vecinos ya
no podían renunciar a los antojos de la curiosidad.
Francisco
estaba resguardado por los vidrios oscuros de su coche. Tomaba el celular y llamaba
a uno de sus custodios, quien le atendía a los pocos segundos de establecida la
comunicación:
—Muchachos, quiero que primero bajen ustedes y se
ubiquen frente a la puerta de acceso del hotel. Formen una muralla porque las
cámaras deben verme pero nunca interrogar —ordenaba decidido, ojeando la hora
de su reloj pulsera.
Acatando la orden impartida, los custodios salían
del coche y se ubicaban frente a la puerta principal, a la espera de su jefe. Francisco
no había bajado de su vehículo, quería despedirse de la canción, y de Ray
Charles, a pesar de que las paredes de su hotel estuviesen teñidas con sangre tibia,
y con los sesos de sus empleados, pegados como chicle en los alfombrados del
pasillo. Parecía un espectador de su propio infierno. Ray Charles le ponía fin
a la función musical. Abría la puerta y salía. Caminaba a paso lento por el asfalto
de la calle, entre el cordón de la vereda y una discontinua línea blanca que marcaba
la bici-senda. Avanzaba cabizbajamente hacia la puerta principal del hotel. Estaba
lleno de periodistas y uno lo reconocía. Finalmente lo reconocían todos. Se empujaban
como locos desesperados en busca de la primera pregunta. Era la nota de la
semana, o probablemente de sus vidas, pero los custodios se unían de brazos e
impedían que los micrófonos detuvieran su lento andar. Francisco había
alternado su cara despreocupada por la de una rotunda preocupación. Sin embargo
fingía con las pupilas llenas de lágrimas, y se agarraba la cabeza, mordiéndose
los labios hasta su casi partición:
—Sepan disculpar pero no es momento para preguntas
—comentaba a los eufóricos periodistas—, he perdido a gente valiosa y hay
personas que ya sufren sus pérdidas. Mi más sentido pésame para todas las
familias que han sido víctimas de esta barbarie.
Los medios de comunicación más prestigiosos de la
nación transmitían las imágenes en vivo y en directo. Había demasiados
noctámbulos que no podían despegar las miradas de la pantalla del televisor,
pero la prensa ansiaba información, si bien estaba desorientada, se veía
obligada a explicar tanto la explosión en el viaducto como los macabros
asesinatos acontecidos en el hotel. Estaban ansiosos y extendían los micrófonos
por encima de los brazos de los custodios, bombardeando preguntas mientras
Francisco era abatido por los flashes de varias cámaras fotográficas que
encandilaban sus retinas y lo mareaban, como sorbo largo de vodka: ¿cómo puede
explicarse que hayan sido asesinados al menos cinco de sus empleados? ¿Considera
la posibilidad de un ajuste de cuentas? ¿Se siente responsable de los
asesinatos de Felipe y Priscilla Gianittore? ¿Teme por su vida? Francisco tenía
respuestas pero no quería responder. Increíblemente, mantenía la calma. Para su
bienestar, estaba adentrándose en el hotel gracias al incesante apoyo de sus
custodios que no hacían otra cosa más que empujar a los periodistas que no le permitían
circular con normalidad.
Ya estaba metido en el hall central, no había
turistas, tampoco estaban sus empleados pero, entre la prefectura y las
cuidadas palmeras que apuntaban a las dársenas, se acercaba un señor canoso,
cincuentón, arropado con un saco negro, un pantalón grisáceo y una corbata de
color beige:
— ¿Francisco Reina? Buenas noches. Soy Jonás
Nielder, el fiscal a cargo de la causa —se identificaba con una placa que elevaba
hasta el mentón.
Francisco se veía forzado a darle la mano, y eso mismo
hacía, lo saludaba con la mano derecha. El fiscal tenía la palma sudada.
—Desgraciadamente es una noche para el olvido —se
lamentaba el mandamás hotelero.
—Acompáñeme, por favor —lo agarraba del antebrazo
derecho hasta casi arrastrarlo.
— ¿A dónde me lleva?
—Su primer destino será un teléfono. Legalmente
debe ser representado por un abogado. Y nuestra próxima parada será la sede de los
prefectos.
—Pero, ¿dónde están mis empleados? ¿Y mis
clientes?
—Señor Reina, por favor, los turistas están siendo
trasladados a la sede de la prefectura. Vayamos paso a paso que también estamos
desorientados. ¿Okey?
—Sí, claro, su palabra es la que vale —le
respondía en voz baja, inspeccionando los alrededores del hall central.
Los custodios de Francisco seguían bloqueando con
éxito el acceso al hotel. Con el apoyo de la prefectura, se las rebuscaban para
cerrar los portones porque los periodistas estaban descontrolados y ejercían
presión para poder ingresar. Mientras tanto, las cámaras de un canal de
noticias registraban el lento andar de Francisco y el fiscal hasta desaparecer.
Excepto el fiscal y dos efectivos de la prefectura, nadie sabía que Martina
había sido demorada en una suite del hotel.