Martina había declarado pero el fiscal seguía
caprichoso, perseguía el desenlace de una historia que desesperadamente
necesitaba cerciorar. Lo guardaba todo en ese grabador portátil que había
apoyado en la mesada de la suite. El mensaje de Martina había sido claro y conciso,
su testimonio había sido esclarecedor. Sucedida una hora, el fiscal ejecutaba
otro interrogatorio, en esta ocasión, a don Francisco Reina, ocupando una
habitación de la sede de la prefectura, en el segundo piso, no tan lejos del
hotel, a unas siete cuadras en total. Todas las paredes estaban pintadas de
color blanco, había una cámara de video instalada por encima de la puerta por
donde habían ingresado. No había ventanas. Estaban sentados cara a cara pero
separados por una mesa, metálica, ideal para jugar al ajedrez pero lo que
Francisco menos deseaba era justamente una partida de ajedrez. Contemplaba el
rostro enigmático del fiscal y se descalzaba el zapato del pie izquierdo para
poder ejercitar sus dedos apresados por una media de seda negra, arremangada
hasta el tobillo. El fiscal, en cambio, descansaba la mirada en el sospechoso,
observando como en esos instantes sonreía y estiraba los dedos de las manos
porque, evidentemente, estaba intranquilo.
—Francisco Reina: ¿cómo se siente? —apoyaba los
codos en la mesa y con los nudillos se sostenía el mentón.
— ¿Dónde carajo está mi abogado? —sorprendía con
malhumor.
—Tranquilo, mantenga la cordura. Estará con
nosotros en unos instantes.
—Usted es un
farsante. No pienso declarar hasta tanto cuente con el asesoramiento de mi
abogado.
—Francisco
Reina, estoy aquí para ayudarlo. Mire la hora que es —echaba un ojo a su reloj
pulsera—. Debería estar en mi cama, descansando junto a mi querida esposa pero
vine por usted para ayudarlo. ¿Quiere hablar? Cuénteme… ¿qué pasó?
Francisco no
respondía. Tenía los ojos cerrados y se mordía los labios para contener su
rabia. Estaba rabioso, claro. La bronca recorría su cuerpo sin tregua alguna.
—A menos que
declare, le aseguro que se verá involucrado con esos asesinatos. ¡Vamos!
Anímese a declarar sin la presencia de su cuervo —hacía silencio por si atinaba
con la confesión—. ¿Francisco?
Lo cierto era
que el fiscal estaba perdiendo la paciencia, la tenía colmada y ahí nomás
liberaba una pregunta que comenzaba a resonar en los tímpanos de su
interrogado:
— ¿Quién es
Segundo Noruega?
Los ojos de
Francisco parecían dos monedas que, sin preaviso, alternaban cara por cruz. La
indiscreción de su pregunta retumbaba en su cerebro cual explosivo detonado en
las cavidades de un cajón cerrado.
— ¿Y quién
carajo es el ratón Pérez? —rompía el silencio con su ironía, ocultando las
manos temblorosas por debajo de la mesada.
—Veamos una
cosa: no identifica a Segundo Noruega, sin embargo estuve con una señorita que
sostiene que usted lo conoce a la perfección.
—Por favor,
sea cauto en su accionar.
—Tan sólo
cumplo con mi trabajo y, para su consideración, me desenvuelvo
satisfactoriamente.
—Y yo pretendo
colaborar con esta investigación, siempre y cuando cuente con el asesoramiento
de mi abogado. ¡No me haga preguntas capciosas!
Francisco
había ladrado como perro rabioso, sin embargo fingía una preocupación atroz.
Estaba desorientado, tanto que erguía las piernas y se paraba, acercándose luego
al fiscal, quien le ponía las manos en los pectorales y muy tranquilo le decía:
—Tranquilo,
por favor. Descanse los músculos y escuche el testimonio que una señorita
declaró en una suite de su hotel.
Francisco
parecía más enojado. Estaba extenuado. Se le estaban hinchando las venas de la
frente. Por sobre todas las cosas, no podía tolerar que un mero fiscal ordenara
su declaración sin la presencia de su abogado. El derecho que lo amparaba y su
orgullo agigantado le jugaban una mala pasada.
— ¿Y quién sos
vos para decirme lo que tengo que hacer? Quiero a mi abogado… ¡ahora!
El fiscal lo
había escuchado con atención pero ni siquiera pestañeaba, seguía sentado en esa
silla. Su indiferencia lo impulsaba a huir. Se paraba. Acto seguido se dirigía
a la puerta. En cuestión de segundos dos prefectos invadían la habitación, a
punta de pistolas que apuntaban hacia las arrugas de su cara, en esos instantes
estiradas de tanto asombro.
— ¿Podría ser
amable y sentarse otra vez? —le sugería el fiscal desde la silla, dándole la
espalda.
—Así
cualquiera —se encogía de hombros—. Amenazado hasta los dientes sería una
locura decirle que no.
—Pueden
retirarse —le ordenaba el fiscal a los prefectos—. El señor es un gentleman.
Ellos acataban
de inmediato y se retiraban. Otra vez habían quedado a solas. Mientras Francisco
regresaba a su silla, el fiscal sacaba del bolsillo de su saco el mismo
grabador que había empleado para congelar las declaraciones de Martina. Con
mucha parsimonia, lo apoyaba en el centro de la mesada y lo miraba con seriedad
para sugerirle:
—Hagamos
silencio y escuchemos el testimonio de la señorita Martina Walsh.
Los ojos de
Francisco se abrían como nunca. Play por un lado, desconcierto por el otro, una
confesión ya estaba en marcha y Francisco tiritaba de miedo, como nena en la
oscuridad.