viernes, 21 de diciembre de 2012

Entrega nro. 89


Martina había declarado pero el fiscal seguía caprichoso, perseguía el desenlace de una historia que desesperadamente necesitaba cerciorar. Lo guardaba todo en ese grabador portátil que había apoyado en la mesada de la suite. El mensaje de Martina había sido claro y conciso, su testimonio había sido esclarecedor. Sucedida una hora, el fiscal ejecutaba otro interrogatorio, en esta ocasión, a don Francisco Reina, ocupando una habitación de la sede de la prefectura, en el segundo piso, no tan lejos del hotel, a unas siete cuadras en total. Todas las paredes estaban pintadas de color blanco, había una cámara de video instalada por encima de la puerta por donde habían ingresado. No había ventanas. Estaban sentados cara a cara pero separados por una mesa, metálica, ideal para jugar al ajedrez pero lo que Francisco menos deseaba era justamente una partida de ajedrez. Contemplaba el rostro enigmático del fiscal y se descalzaba el zapato del pie izquierdo para poder ejercitar sus dedos apresados por una media de seda negra, arremangada hasta el tobillo. El fiscal, en cambio, descansaba la mirada en el sospechoso, observando como en esos instantes sonreía y estiraba los dedos de las manos porque, evidentemente, estaba intranquilo.
—Francisco Reina: ¿cómo se siente? —apoyaba los codos en la mesa y con los nudillos se sostenía el mentón.
— ¿Dónde carajo está mi abogado? —sorprendía con malhumor.
—Tranquilo, mantenga la cordura. Estará con nosotros en unos instantes.
—Usted es un farsante. No pienso declarar hasta tanto cuente con el asesoramiento de mi abogado.
—Francisco Reina, estoy aquí para ayudarlo. Mire la hora que es —echaba un ojo a su reloj pulsera—. Debería estar en mi cama, descansando junto a mi querida esposa pero vine por usted para ayudarlo. ¿Quiere hablar? Cuénteme… ¿qué pasó?
Francisco no respondía. Tenía los ojos cerrados y se mordía los labios para contener su rabia. Estaba rabioso, claro. La bronca recorría su cuerpo sin tregua alguna.
—A menos que declare, le aseguro que se verá involucrado con esos asesinatos. ¡Vamos! Anímese a declarar sin la presencia de su cuervo —hacía silencio por si atinaba con la confesión—. ¿Francisco?
Lo cierto era que el fiscal estaba perdiendo la paciencia, la tenía colmada y ahí nomás liberaba una pregunta que comenzaba a resonar en los tímpanos de su interrogado:
— ¿Quién es Segundo Noruega?
Los ojos de Francisco parecían dos monedas que, sin preaviso, alternaban cara por cruz. La indiscreción de su pregunta retumbaba en su cerebro cual explosivo detonado en las cavidades de un cajón cerrado.
— ¿Y quién carajo es el ratón Pérez? —rompía el silencio con su ironía, ocultando las manos temblorosas por debajo de la mesada.
—Veamos una cosa: no identifica a Segundo Noruega, sin embargo estuve con una señorita que sostiene que usted lo conoce a la perfección.
—Por favor, sea cauto en su accionar.
—Tan sólo cumplo con mi trabajo y, para su consideración, me desenvuelvo satisfactoriamente.
—Y yo pretendo colaborar con esta investigación, siempre y cuando cuente con el asesoramiento de mi abogado. ¡No me haga preguntas capciosas!
Francisco había ladrado como perro rabioso, sin embargo fingía una preocupación atroz. Estaba desorientado, tanto que erguía las piernas y se paraba, acercándose luego al fiscal, quien le ponía las manos en los pectorales y muy tranquilo le decía:
—Tranquilo, por favor. Descanse los músculos y escuche el testimonio que una señorita declaró en una suite de su hotel.
Francisco parecía más enojado. Estaba extenuado. Se le estaban hinchando las venas de la frente. Por sobre todas las cosas, no podía tolerar que un mero fiscal ordenara su declaración sin la presencia de su abogado. El derecho que lo amparaba y su orgullo agigantado le jugaban una mala pasada.
— ¿Y quién sos vos para decirme lo que tengo que hacer? Quiero a mi abogado… ¡ahora!
El fiscal lo había escuchado con atención pero ni siquiera pestañeaba, seguía sentado en esa silla. Su indiferencia lo impulsaba a huir. Se paraba. Acto seguido se dirigía a la puerta. En cuestión de segundos dos prefectos invadían la habitación, a punta de pistolas que apuntaban hacia las arrugas de su cara, en esos instantes estiradas de tanto asombro.
— ¿Podría ser amable y sentarse otra vez? —le sugería el fiscal desde la silla, dándole la espalda.
—Así cualquiera —se encogía de hombros—. Amenazado hasta los dientes sería una locura decirle que no.
—Pueden retirarse —le ordenaba el fiscal a los prefectos—. El señor es un gentleman.
Ellos acataban de inmediato y se retiraban. Otra vez habían quedado a solas. Mientras Francisco regresaba a su silla, el fiscal sacaba del bolsillo de su saco el mismo grabador que había empleado para congelar las declaraciones de Martina. Con mucha parsimonia, lo apoyaba en el centro de la mesada y lo miraba con seriedad para sugerirle:
—Hagamos silencio y escuchemos el testimonio de la señorita Martina Walsh.
Los ojos de Francisco se abrían como nunca. Play por un lado, desconcierto por el otro, una confesión ya estaba en marcha y Francisco tiritaba de miedo, como nena en la oscuridad.