En ese
ínterin, Francisco observaba el maletín plateado que Araña exploraba con devoción.
Estaban sentados en la puerta del baúl, iluminados por un foco de cien watts
que colgaba de una tarima. Las sombras de sus cuerpos formaban una extraña
figura sobre la pared de madera que tenían enfrente. El altillo parecía el
interior de un barco, aventurero del mar durante siglos. Todo era de madera,
excepto un dispositivo tecnológico que Araña comenzaba a revelar al correr la
plancha de corcho que lo cubría.
— ¿Y eso?
—indagaba Francisco, acosado por la curiosidad.
— ¿Esto?
Parece un teléfono, ¿cierto?
— ¡Me voy ahora
mismo!, —se paraba enérgicamente—, no estoy para bromas. Yo mismo me encargaré
de fusilarlo.
—Pará, loquito
impulsivo, quedate acá. Esta reliquia te va a devolver las ilusiones.
Araña había
logrado detenerlo, lo sujetaba del antebrazo, del izquierdo. No lo soltaba. Se
miraban sin mediar palabras, aunque con la complicidad de sus miradas.
Francisco sentía una agónica desesperanza que fluía por su torrente sanguíneo,
pero otra vez su aliado se distendía.
—Esto que ves
acá es un maldito detonador —informaba Araña—. ¿No querías volar en mil pedazos
a ese hijo de perra?
Francisco no
podía creerlo, un detonador posaba frente a sus ojos cual racimo de rosas. Se
dejaba avasallar por ese artefacto macabro que nunca defraudaba sus ataques. Ahora
estaba un poco esperanzado, y muy expectante. Reaccionaba aflojando los músculos
de las piernas, y dejaba caer las nalgas en el baúl.