Mientras tanto, en los suburbios de los suburbios
de la villa de emergencia, Francisco completaba la partida ajedrecística,
sorprendiendo a su contrincante con un ataque que, por cierto, huía de su
desarrollada imaginación: ¡jaque!, lo alertaba con serenidad. Araña había
comenzado a emitir un tic nervioso con el párpado derecho, sus pestañas
parecían las aletas de un moscardón abofeteado. Su rey estaba siendo amenazado
por una torre, un alfil y los dos caballos que seguían intactos. Sus cálculos
no suponían semejante ofensiva pero, por sobre todas las cosas, no sabía
perder. Era un mal perdedor, estaba malacostumbrado al éxito o erróneamente
condenado al triunfo. De hecho, sus contrincantes nunca se atrevían a atacar
pero Francisco poseía una personalidad definida, sólida, además de tener su
autoestima por encima de las nubes. Pobre Araña, detestaba perder hasta en los
juegos de mesa y olfateaba su derrota. Restaban pocas piezas en juego y un sin
número de planteos estadísticos que ya mismo ansiaba resolver.