Puerto Madero presentaba otra realidad. Los
pasillos del hotel de Francisco eran testigos directos del avance de los
custodios de Felipe. Ellos acataban la orden de secuestro a quien en su momento
era el prometido de Priscilla. Estaban armados, uno era un ex convicto por robo
calificado seguido de muerte. De más estaba decir que despreciaban la vida
ajena, y la propia. Conformaban una banda de individuos despiadados a quienes
solamente los movía la guita y el honor de pertenecer a un apellido siniestro.
Estaban dispuestos a entregar sus vidas por Felipe y para Felipe, él los había
malintencionado hasta tal punto de robarle la identidad gracias a su
carismático perfil patriarcal. Felipe era un gran patriarca como muchos de los
dictadores políticos que gobernaron la República Argentina
en el siglo XX, pero la misión no sería tan simple porque tres custodios de
Francisco ya velaban por la seguridad de Segundo desde el milagroso instante en
que Martina había logrado ingresar en la suite. Para sus desdichas, esos
custodios desconocían que los apóstoles de Felipe se preparaban para
fulminarlos. Esos pasillos olfateaban violencia. El enfrentamiento era irreversible.
Sin embargo, Segundo y Martina divagaban entre sábanas y un televisor que
habían decidido apagar. La vida tenía esas cosas, así como el amanecer puede
suceder al crepúsculo y viceversa. Nada estaba escrito, todo podía suceder en
cuestión de segundos o por Segundo.
— ¿Fuiste a la obstetra? —le consultaba él
mientras enroscaba las manos en su cintura.
—Me hice un test y confirmó nuestro embarazo. Es
algo raro y hasta difícil de explicar pero la mañana que hicimos el amor me
recosté en la cama de casa y sentí un volcán en el vientre. Era una señal.
—Deberías consultar a una obstetra.
—Lo haré —le besaba la mejilla izquierda—, pero
¿por qué no vamos juntos?
—Cielito mío, sería un placer poder acompañarte
pero todavía estoy cercado y no podemos exponernos juntos. Si Felipe nos
descubre podría pasarles cualquier cosa.
— ¿A quiénes?
—A ustedes… a vos y nuestro bebé.
Martina no tomaba conciencia de lo riesgoso que
resultaba ser la mujer de un hombre que odiaba y era odiado. Encima los matones
de Felipe estaban al acecho, a punto de atacar desde la escalera, aguardando el
momento justo para tomar por sorpresa a los custodios de Francisco que, en esos
momentos, hablaban entre ellos desde el pasillo, a pocos pasos de la puerta de
la suite. El enfrentamiento era inminente.