martes, 11 de diciembre de 2012

Entrega nro. 68


Las cosas se perfilaban diferente en San Isidro: el semáforo cedía su luz verde para que el volcán vomitara lava, pero el chofer de Priscilla seguía inmóvil como si un desmayo le hubiese arrebatado la consciencia. Su estado la preocupaba. Se acercaba para sacudirle el hombro derecho. Él no reaccionaba, tan sólo seguía apuntando los ojos al parabrisas y a un cartel con luminarias de una reconocida cadena de fast-food americana.
— ¿Qué estamos esperando? —le ladraba cual perra malparida.
El horizonte era desolador, nadie transitaba las calles y veredas excepto un perro negro con manchitas blancas en la cola que en esos momentos inspeccionaba bolsas con residuos a la vera de la calle. El custodio había tocado la bocina, dos veces la había hecho sonar, presionando la marcha mientras observaba por la ventanilla ese vehículo misterioso que seguía parado a su izquierda y que también lanzaba un bocinazo aunque ciertamente más prolongado. El semáforo alternaba de color, de amarillo a rojo, pero los neumáticos del coche que transportaba a Priscilla seguían detenidos en ese asfalto que ya era salpicado por los primeros rocíos de la madrugada.
— ¡Llevame a casa!, —le ordenaba irritada, arrojando a un lado el espejito—. ¿Sos estúpido o te hacés?
Su bronca desenfrenada hacía que el chofer la mirara por el espejito retrovisor y se disculpara:
—Te pido disculpas pero se me había bajado la presión.
El celular de la joven millonaria sonaba. Ella masticaba bronca, no había tenido un buen día sumado al hecho de ser una mujercita caprichosa, pero atendía:
—Mi papá les paga fortunas y son tan ineptos que ni siquiera saben maniobrar un automóvil.
Le estaba hablando a su custodio, el mismo que desde atrás aguardaba el arranque con impaciencia.
—Listo —exclamaba el chofer—, ya estoy mejor. Tendré que visitar un médico alguna vez.
Pero justo cuando arrancaba, una camioneta clavaba los frenos frente a sus narices. No tenían escapatoria: de un lado tenían al coche del custodio, del otro seguía parado el vehículo de vidrios polarizados. El custodio abría la puerta, salía con revólver en mano pero el caño de una pistola asomaba desde la ventanilla del coche misterioso, y desde esa posición alguien descargaba dos disparos sucesivos en su espalda, por debajo de su omóplato izquierdo. Sigilosos y mortíferos porque esas balas eran de plomo y le habían perforado el pulmón. El custodio había caído, salpicaba sangre en el asfalto, no reflejaba señales de vida. Estaba muerto, cruelmente retirado de la vida terrenal a dos metros de la cola del vehículo desde donde Priscilla lo había visto caer. Había presenciado el asesinato de un individuo que encima trabajaba para su padre y que pasaba a velar por la seguridad de los difuntos. Estaba entrando en una crisis nerviosa. Lloraba y temía lo que alguna vez había visto en las películas u oído en los noticieros de la televisión. Tres sujetos armados salían de la camioneta, portaban pistolas y acortaban distancia con la joven millonaria, obligándolos a salir con la mira de sus armas repartidas a lo largo y ancho de sus cuerpos: dos apuntaban a la joven millonaria y la otra al chofer. Estaban arropados con unos jeans gastados y llevaban gafas oscuras. Metían miedo esos malvados. Priscilla estaba desesperada, se resistía a salir del vehículo pero tenía que hacerlo porque uno la sacaba de los brazos. Con las uñas de sus manos le perforaba la piel. La había expulsado de la misma manera en que se suelen sacar a las gallinas de los gallineros. Lloraba, la joven millonaria, rogando a gritos compasión mientras su chofer caminaba desentendido hacia la cabina de la camioneta, el mismo rodado que había guiado a Francisco hasta la tranquera del campo de Araña. Alguien le abría la puerta del habitáculo, sin embargo otro estruendo repetía la orden del día: era él, el chofer, que pasaba a lamentar su traición desde el mismísimo infierno. Ni siquiera había llegado a meterse en el habitáculo de la camioneta y su cuerpo ya estaba agujereado. Regaba el cordón de la vereda y un charco de sangre polvorienta que se formaba a su alrededor. Priscilla había sido testigo de otro asesinato, sentía angustia, impotencia, pero no disponía de tiempo para pensar porque otro malhechor comenzaba a golpearle las mejillas, a culatazos. El último impacto en su cabeza la había tumbado. Estaba arrinconada entre la llanta de la rueda trasera y la puerta entreabierta, con un mareo que nublaba su vista pero que, para su desgracia, no lograba desvanecerla. En esas condiciones era mejor desmayarse, ni esa suerte tenía. Estaba resignada. Como podía, recordaba las facciones de su madre, la sentía a su lado, acompañándola, tanto que hasta divagaba con que impondría poderes paranormales para rescatarla. Su cara estaba tajeada y la sangre fluía, inquieta e incontrolable. Mucho no podía hacer, sólo aguardar un milagro que no llegaba porque desgraciadamente no había nadie que pudiera socorrerla: el cielo estaba lejos, bien lejos, y sus hombres, los hombres de su padre, estaban muertos. Mientras las pulsaciones repercutían en sus pensamientos y le ordenaban a su cerebro la oración de un Padre Nuestro, los tres malhechores comenzaban a acusarse, generando un alboroto que más que acusaciones eran reproches. Algo había salido mal, ella lo presentía porque no podía oírlos, estaba ensimismada, inmersa en su propio mundo, el espantoso momento de experimentar su joven muerte. El coche de vidrios oscuros seguía detenido, aunque en marcha y con las luces altas encendidas. Parecía una carpa estaqueada. Se olfateaba maldad. Un veinteañero con cara de malparido salía de la camioneta. Se dirigía hacia ella. Ella se dirigía a Dios. Sus compañeros le abrían paso. Sacaba un revolver del bolsillo del pantalón. Le apuntaba en su cabeza. Sin parpadear descargaba tres disparos sucesivos en su cráneo indefenso. Había sesos pegados en la carrocería del vehículo. Priscilla había sido injustamente asesinada, acribillada a balazos. Su vehículo estaba coloreado como si alguien hubiera arrojado un baldazo con pintura rojiza. Tres cuerpos en un mismo lugar, desechados (y deshechos) cual basura al ser arrojada a la calle, calle que todo lo había visto pero que nada podía delatar. Esas calles eran sordas, y mudas, o sordomudas. Finalmente todos los matones se metían en la camioneta y huían en cuestión de segundos, siguiéndole las huellas a ese vehículo de vidrios oscuros desde donde habían ejecutado al custodio de la millonaria asesinada. Esa calle bien podría llamarse: “Satán Street”.