Las cosas se perfilaban diferente en San Isidro:
el semáforo cedía su luz verde para que el volcán vomitara lava, pero el chofer
de Priscilla seguía inmóvil como si un desmayo le hubiese arrebatado la
consciencia. Su estado la preocupaba. Se acercaba para sacudirle el hombro
derecho. Él no reaccionaba, tan sólo seguía apuntando los ojos al parabrisas y a
un cartel con luminarias de una reconocida cadena de fast-food americana.
— ¿Qué estamos esperando? —le ladraba cual perra
malparida.
El horizonte era desolador, nadie transitaba las
calles y veredas excepto un perro negro con manchitas blancas en la cola que en
esos momentos inspeccionaba bolsas con residuos a la vera de la calle. El
custodio había tocado la bocina, dos veces la había hecho sonar, presionando la
marcha mientras observaba por la ventanilla ese vehículo misterioso que seguía
parado a su izquierda y que también lanzaba un bocinazo aunque ciertamente más prolongado.
El semáforo alternaba de color, de amarillo a rojo, pero los neumáticos del coche
que transportaba a Priscilla seguían detenidos en ese asfalto que ya era
salpicado por los primeros rocíos de la madrugada.
— ¡Llevame a casa!, —le ordenaba irritada,
arrojando a un lado el espejito—. ¿Sos estúpido o te hacés?
Su bronca desenfrenada hacía que el chofer la mirara
por el espejito retrovisor y se disculpara:
—Te pido disculpas pero se me había bajado la
presión.
El celular de la joven millonaria sonaba. Ella
masticaba bronca, no había tenido un buen día sumado al hecho de ser una
mujercita caprichosa, pero atendía:
—Mi papá les paga fortunas y son tan ineptos que
ni siquiera saben maniobrar un automóvil.
Le estaba hablando a su custodio, el mismo que desde
atrás aguardaba el arranque con impaciencia.
—Listo —exclamaba el chofer—, ya estoy mejor.
Tendré que visitar un médico alguna vez.
Pero justo cuando arrancaba, una camioneta clavaba
los frenos frente a sus narices. No tenían escapatoria: de un lado tenían al
coche del custodio, del otro seguía parado el vehículo de vidrios polarizados.
El custodio abría la puerta, salía con revólver en mano pero el caño de una
pistola asomaba desde la ventanilla del coche misterioso, y desde esa posición
alguien descargaba dos disparos sucesivos en su espalda, por debajo de su
omóplato izquierdo. Sigilosos y mortíferos porque esas balas eran de plomo y le
habían perforado el pulmón. El custodio había caído, salpicaba sangre en el
asfalto, no reflejaba señales de vida. Estaba muerto, cruelmente retirado de la
vida terrenal a dos metros de la cola del vehículo desde donde Priscilla lo
había visto caer. Había presenciado el asesinato de un individuo que encima trabajaba
para su padre y que pasaba a velar por la seguridad de los difuntos. Estaba
entrando en una crisis nerviosa. Lloraba y temía lo que alguna vez había visto
en las películas u oído en los noticieros de la televisión. Tres sujetos
armados salían de la camioneta, portaban pistolas y acortaban distancia con la
joven millonaria, obligándolos a salir con la mira de sus armas repartidas a lo
largo y ancho de sus cuerpos: dos apuntaban a la joven millonaria y la otra al
chofer. Estaban arropados con unos jeans gastados y llevaban gafas oscuras. Metían
miedo esos malvados. Priscilla estaba desesperada, se resistía a salir del vehículo
pero tenía que hacerlo porque uno la sacaba de los brazos. Con las uñas de sus
manos le perforaba la piel. La había expulsado de la misma manera en que se
suelen sacar a las gallinas de los gallineros. Lloraba, la joven millonaria,
rogando a gritos compasión mientras su chofer caminaba desentendido hacia la
cabina de la camioneta, el mismo rodado que había guiado a Francisco hasta la
tranquera del campo de Araña. Alguien le abría la puerta del habitáculo, sin
embargo otro estruendo repetía la orden del día: era él, el chofer, que pasaba
a lamentar su traición desde el mismísimo infierno. Ni siquiera había llegado a
meterse en el habitáculo de la camioneta y su cuerpo ya estaba agujereado. Regaba
el cordón de la vereda y un charco de sangre polvorienta que se formaba a su
alrededor. Priscilla había sido testigo de otro asesinato, sentía angustia,
impotencia, pero no disponía de tiempo para pensar porque otro malhechor
comenzaba a golpearle las mejillas, a culatazos. El último impacto en su cabeza
la había tumbado. Estaba arrinconada entre la llanta de la rueda trasera y la
puerta entreabierta, con un mareo que nublaba su vista pero que, para su
desgracia, no lograba desvanecerla. En esas condiciones era mejor desmayarse,
ni esa suerte tenía. Estaba resignada. Como podía, recordaba las facciones de
su madre, la sentía a su lado, acompañándola, tanto que hasta divagaba con que
impondría poderes paranormales para rescatarla. Su cara estaba tajeada y la
sangre fluía, inquieta e incontrolable. Mucho no podía hacer, sólo aguardar un
milagro que no llegaba porque desgraciadamente no había nadie que pudiera
socorrerla: el cielo estaba lejos, bien lejos, y sus hombres, los hombres de su
padre, estaban muertos. Mientras las pulsaciones repercutían en sus
pensamientos y le ordenaban a su cerebro la oración de un Padre Nuestro, los
tres malhechores comenzaban a acusarse, generando un alboroto que más que
acusaciones eran reproches. Algo había salido mal, ella lo presentía porque no
podía oírlos, estaba ensimismada, inmersa en su propio mundo, el espantoso
momento de experimentar su joven muerte. El coche de vidrios oscuros seguía
detenido, aunque en marcha y con las luces altas encendidas. Parecía una carpa
estaqueada. Se olfateaba maldad. Un veinteañero con cara de malparido salía de
la camioneta. Se dirigía hacia ella. Ella se dirigía a Dios. Sus compañeros le
abrían paso. Sacaba un revolver del bolsillo del pantalón. Le apuntaba en su
cabeza. Sin parpadear descargaba tres disparos sucesivos en su cráneo
indefenso. Había sesos pegados en la carrocería del vehículo. Priscilla había
sido injustamente asesinada, acribillada a balazos. Su vehículo estaba
coloreado como si alguien hubiera arrojado un baldazo con pintura rojiza. Tres
cuerpos en un mismo lugar, desechados (y deshechos) cual basura al ser arrojada
a la calle, calle que todo lo había visto pero que nada podía delatar. Esas
calles eran sordas, y mudas, o sordomudas. Finalmente todos los matones se
metían en la camioneta y huían en cuestión de segundos, siguiéndole las huellas
a ese vehículo de vidrios oscuros desde donde habían ejecutado al custodio de
la millonaria asesinada. Esa calle bien podría llamarse: “Satán Street”.