Veintiún horas
y cuarenta minutos del día miércoles. Una garúa persistente y caprichosa mojaba
el techado de chapas de una casona abandonada, edificada en un predio de dos
hectáreas de superficie de las afueras del partido General Rodríguez, ciudad
que daba acceso a la pujante pampa húmeda bonaerense. Tal cual lo
habían acordado en el carruaje, Segundo acataba la orden de “hacés lo que te
ordeno u olvida a mi nena”. Francisco conocía mejor que nadie que con los
mafiosos no se negocia sino que se acata. “Hemos nacido para ordenar” suelen
ser sus palabras más frecuentes. Segundo era consciente de que no contaba con opciones,
estaba jugado por sus ideales justicieros. Solamente deseaba descubrir la
metodología que Felipe había empleado para ahogar a sus padres entre las
nefastas tinieblas del pasado. En pocas palabras, necesitaba fundamentar su
venganza.
Como en el
carruaje, compartían un asiento pero éste era el asiento trasero de un vehículo
importado, equivalente en valor a un lujoso departamento del distinguido barrio
Recoleta. Conducía un chofer que sólo se limitaba a cumplir su oficio de
conductor, fijando la mirada en unos caminos sinuosos que no parecían llevar a
destino alguno. El coche había abandonado las calles asfaltadas y circulaba por
caminos lodosos. Prácticamente no habían dialogado. Felipe estaba cansado,
malhumorado, y Segundo no hacía otra cosa más que esperar el cumplimiento de su
palabra. Necesitaba conquistar su confianza. Finalmente arribaban a la
tranquera de un campo. Los focos del coche desvelaban unas palomas refugiadas
entre las ramas de varios eucaliptus gigantescos que entoldaban el camino de
ingreso al campo.
— ¿Preparado?
—le preguntaba Felipe mirando el paisaje a través de la ventanilla.
El chofer
había descendido del vehículo y corría en dirección a la tranquera, estaba
cerrada con candado.
—Dispuesto a
lo que sea.
—El hombre de
mi hija debe necesariamente ser probado —comentaba muy despreocupado y
comenzaba a rociarse los brotes de barba con un perfume que llevaba en el
bolsillo del asiento.
Segundo
escuchaba con avidez sus declaraciones maltrechas, malintencionadas o no, lo
desconocía, perdiendo la mirada en ese intrigante camino que podía verse por el
parabrisas.
—Lo que ahí
nos espera jamás podrías haberlo imaginado —agregaba Felipe con ciertas
pausas—. A veces los hombres nos fortalecemos con el dolor ajeno. La venganza
suele mantenernos vivos, ¿cierto? ¿Nunca sentiste deseos de venganza?
Segundo no
podía creer lo que había escuchado: el mismísimo autor intelectual del
asesinato de sus padres le preguntaba si alguna vez había sentido deseos de
venganza. Estaba tensionado y sentía esa tensión por todo su cuerpo, pero no
podía dejarla avanzar, de alguna manera tenía que ocultarla. ¿Cómo hacer para
fingir esos deseos vengativos cuando sus padres yacían en ataúdes desde hacía
décadas, y hasta por momentos siglos? Lo odiaba rotundamente pero tenía que
luchar contra los impulsos de la razón: un paso en falso, un paso mal calculado
podía arruinarlo todo.
—Nunca tuve
esa necesidad —le respondía con templanza aunque casi se muerde la lengua—. De
todos modos considero que cuando el dolor es profundo uno debe ajusticiar por
mano propia.
Por primera
vez en los últimos diez minutos que llevaban en ese asiento, Felipe giraba el
cuello y lo miraba. No fruncía el entrecejo, tenía una cara de piedra total. En
su cadena de valores no había lugar para la justicia de los cielos, todo debía
solucionarse entre hombres, sin mediaciones ni perdones. En su mundo no había
lugar para los débiles. En esos instantes de silencio consentido se desataba
una lluvia torrencial, justo cuando el chofer regresaba a pasos acelerados. La
tranquera ya estaba abierta. Y así, empapado hasta las medias, tomaba asiento y
manoteaba la palanca para trabar la primera velocidad y poder avanzar.
Traspasaban la tranquera pero no se detenían, seguían marchando mientras dos
hombres encapuchados aparecían desde los laterales del camino y se encargaban
de cerrar la tranquera. Vestían unos pilotos negros que Segundo vislumbró
cuando se volteó, pero no podía decir nada, el coche circulaba a gran velocidad
y Felipe seguía ensimismado.
En cuestión de
contados minutos arribaron a la casona abandonada, antigua, oscurecida y toda
despintada con algunos buracos en la pared de su frente. Esa casa estaba
cimentada sobre un predio de dos hectáreas de superficie, en las afueras del
partido de General Rodríguez. Segundo tenía miedo pero no disponía de tiempo
para arrepentimientos. El coche acababa de ser estacionado bajo la sombra de un
toldo que goteaba agua de lluvia torrencial. A su lado había un aljibe. Felipe
seguía sin hablar pero lo sorprendía al tomarlo de su brazo izquierdo. Con una
voz más que serena le anunciaba:
—Hemos llegado,
bajemos.
El chofer le
abría la puerta y él bajaba sin decir una palabra. Segundo tenía que seguirlo,
no cabía otra alternativa.
A paso lento,
y por una puerta, se adentraban en la casa. El chofer se había quedado parado a
un lado de la puerta de entrada. No se veía nada pero sí podía ser distinguido
un largo y estrecho espejo que estaba apoyado entre el piso y la pared. Tenía
marcos de madera y medía más o menos medio metro de alto. Estaba cubierto de
telarañas. Ellos caminaban en la oscuridad, sin detenerse, solos pero de la
nada aparecía un individuo con linterna en mano que le enfocaba a Segundo. Casi
se le paran los latidos, de hecho se habían pausado unos segundos. Era un
hombre más bien bajo y gordito que resultaba imposible verle la cara. Encima no
había saludado, tampoco hablaba, sólo se encargaba de iluminar una puerta que
parecía comunicar con otro ambiente. Felipe encaraba hacia esa puerta,
adentrándose en la oscuridad. El sonido de la lluvia golpeaba las chapas. Un
miedo sigiloso fluía como lava por las venas de su invitado. El nuevo ambiente consistía
en una habitación que contaba con una ventana pero estaba clausurada por filas
de ladrillo y concreto. El misterioso individuo de la linterna iluminaba la
espalda de Felipe y él adelantaba unos pasos pero se detenía por debajo de un
foco que colgaba de una tarima y que comenzaba a enroscar con su mano derecha.
Cuarenta watts terminaban de iluminar lo que no podía completar la linterna.
Segundo avanzaba unos pasos, forzado a detenerse porque Felipe lo paraba con
las manos apoyadas en sus hombros y le expresaba:
—Ha llegado el
momento de resolver esas incógnitas que seguramente revuelan en tu cabeza.
¿Estás listo?
—Manos a la
obra —respondía enérgicamente, digiriendo saliva atragantada.
—Te aseguro que
las necesitarás.
Sus últimas
palabras le exploraban los tímpanos. Felipe había caminado cuatro pasos y se
detenía nuevamente, en esta ocasión lo hacía sobre una alfombra gastada que
yacía por encima del suelo de mosaicos destartalados que cubrían todo el piso
de la habitación. No había muebles más allá de un antiguo tocadiscos apoyado en
un mueble que se parecía a una máquina de coser, en estado calamitoso.
—Vení, pibe
—lo llamaba a Segundo mientras se corría a un lado de la alfombra.
Cuán
desconcertado estaba el prometido. Temía lo desconocido. Durante esos instantes
de ardua batalla a sus emociones y sus miedos, el individuo de la linterna, o
el mudo porque seguía sin manifestar palabras, se agachaba y comenzaba a gatear
para correr la alfombra y revelar su resguardo: había una tapa, de madera con
una manija que inmediatamente cogía y tiraba para arriba, dejando a la vista un
pasaje que conducía a otro ambiente, como si se tratase de un sótano secreto. A
Segundo se le potenciaba la intriga, multiplicada por ese viento feroz que
seguía golpeando el techado. La lluvia castigaba las chapas, generando ruidos
tan ensordecedores que hasta dificultaban la concentración.
— ¿Está todo
listo? —le consultaba Felipe al individuo de la linterna.
Y recién ahí
Segundo podía verle la cara: tenía un rostro soso, insulso, pero su respuesta
se limitaba a asentir con su cabeza. Tenía el tabique torcido hacia la derecha.
— ¡Entonces qué
comience la acción! —exclamaba el jefe.
Podía verse
una escalera de madera con terminación en el piso de un subsuelo. Asimismo
podía deducirse la sombre de alguien que movía la cabeza en reiteradas ocasiones.
La iluminación escaseaba. Felipe había tomado la iniciativa y ya bajaba por la
escalera, lentamente de cara a la misma. En esos momentos Segundo sentía los
dedos de una mano que le tocaban la cintura. El individuo de la linterna lo
animaba a descender sin torpeza. La tensión crecía exponencialmente a medida
que cada paso de Segundo superaba un escalón. Felipe ya se había perdido de
vista. Segundo estaba acomplejado por la incertidumbre, y en esas condiciones
continuaba avanzando por la escalera, percibiendo la humedad reinante en el
subsuelo. Le restaban unos cuatro escalones para poder hacer pie en el suelo, o
para que el misterio se resolviera. Cuando hizo pie confirmó que se trataba de
un sótano. Un foco colgaba de un cable amarillento, su luz también era
amarillenta pero la escena que se dejaba ver tenía otro color, era roja, o
negra por su sombría: había un cincuentón con los tobillos y las muñecas atadas
con sogas, enjaulado cual canario en una especie de celda que a lo sumo podía
alojar un par de personas. Su cara delataba una angustia atroz. Felipe se le
acercaba y el cautivo temblaba de espanto, su presencia lo aterraba, lo
horrorizaba como si ya le hubiera temido en más de una ocasión. Encima Felipe
no le quitaba la mirada de encima, le pegaba latigazos con las pupilas. El
pobre hombre-canario cubría su cuerpo con una túnica negra desde los pies hasta
la cabeza. Estaba descalzo y las uñas de sus pies, llenas de tierra. Tenía una
barba canosa y desprolija que daba testimonio de su abandono. Tampoco había
muebles excepto una mesa de madera donde posaba un plato con ravioles y una
salsa rojiza muy similar a la boloñesa. Era más que evidente que la tortura se
extendía también a la vista. Ese pobre hombre estaba flaquísimo. Segundo no lo
sabía pero casi ni comía, apenas una galleta de pan duro con medio tazón de
leche por día. Encima era leche vencida. Felipe se había parado frente a la
jaula. Con los brazos en cruz, le sonreía al cautivo como si su trato macabro
fuese todo un logro o un justo merecido.
—Acercate
Segundo, quiero presentarte a un traidor —le decía, señalando con su dedo
índice al torturado.
Segundo
temblaba, los nervios le habían invadido los sentidos. Por momentos se le
nublaba la vista, nunca en su vida había experimentado un desprecio por la vida
similar.
—Sí, claro,
eh… ya mismo —se acercaba a la celda, tartamudeando.
— ¿Viste sorete?,
—le decía Felipe al cautivo—. Tenemos visitas. Deberías reflexionar antes de
traicionar.
La víctima del
secuestro tenía los ojos lagrimosos, pero no lloraba, estaba como resignado.
Llevaba doce días en esa jaula, tenía hambre, sed y unos deseos inmensurables
de recuperar la libertad.
— ¿Qué significa
todo esto? —le preguntaba Segundo al no poder soportar más tanta humillación
ajena.
—Es el derecho
de la calle que enaltece la bandera de los códigos que este tremendo hijo de
puta desconoce.
Hablaba
rabioso, Felipe, y miraba con rabia también.
—Pero…
— ¿No querés
formar parte de la familia Gianittore? —lo interrumpía con brusquedad.
—Por supuesto
que sí pero, ¿hace falta llegar a este extremo? Disculpe pero no comprendo
porque tortura a este pobre hombre.
—De pobre no
tiene nada. Este imbécil —lo señalaba nuevamente con el dedo índice— es un
traidor, un usurero de cuarta categoría que utilizó mi imagen para estafarme.
La traición no merece ser perdonada.
Los ojos de la
víctima reflejaban espanto, ahora sus piernas sufrían un temblor como si un
sismo perforara sus nervios. Para Felipe, esas eran las reglas del juego pero,
para Segundo, el evento representaba el crepúsculo de las miserias humanas.
—Como verás,
este gran suceso es una prueba —retomaba la palabra—, una prueba que el padre
de tu novia necesita ofrecerte. De más está decir que podés dar media vuelta y
retroceder pero te aclaro que las consecuencias serán adversas para tus
preferencias y las de mi nena… y te aseguro que me desagrada ver a mi hija
llorar. Lo que quiero decirte es que sólo puedo aceptar ese noviazgo si le das
un balazo en la cabeza.
¿Si le doy un
balazo en la cabeza?, se preguntaba Segundo, perplejo. El padre de su novia, el
asesino de sus padres, lo estaba condicionando, lo obligaba a perforar con una
bala el cráneo de una víctima indefensa, pretendía que le disparase en la
cabeza porque Felipe ya portaba un revólver, de poco milímetros, tal vez nueve,
en un abrir y cerrar de ojos había pasado a sujetar una pistola. Segundo enloquecía.
Felipe había afirmado que jamás podría imaginarse lo que sucedería y
efectivamente tenía razón, ahora su mensaje era más claro y conciso: “asesinalo
u olvidate de mi hija”. Estaban parados en frente de la celda, viendo a ese
pobre hombre que abría los ojos y los desorbitaba, a punto de cagarse encima.
—Esto es
demasiado —rompía el silencio el prometido—. ¡No soy un asesino! Su hija y yo
estamos enamorados.
—Estás
equivocado, pibe. Mi princesa jamás tomará conocimiento de este hecho. Con
respecto a tu parte, reitero que sos libre de tomar la decisión que más te
plazca: el balazo y mi hija, o la renuncia y el desencuentro.
— ¿Puedo
encender un cigarrillo? —le pedía Segundo casi a los ruegos.
—Claro, fumá
tranquilo. El tiempo nunca es tirano en estos eventos.