El portentoso y voluminoso río Paraná cedía sus
aguas para brindarle estadía ocasional a dos individuos que anhelaban lavar sus
miserias y ventilar sus sospechas, es que Felipe Gianittore compartía la media
tarde con su asistente Orlando en las maravillosas aguas del Delta, paisaje
romántico para los surubíes y los mosquitos por doquier. Vestían bombachas de
campo, verdosas, y unas camisas a cuadros blanquinegros que sólo los guapos
gauchos solían relucir. Tenían las botas embarradas porque habían pisado la
costa del río barroso, querían embarcarse en una lancha arrendada a poco menos
de treinta dólares la hora. A unos cien metros de la costa apagaban el motor y
comenzaban a sumergir los anzuelos en las profundidades del río dulce que
siempre busca desembocar en el mar. Querían pescar y para eso usaban cañas de
fibra y unos riles sofisticados que no habían arrendado porque a Felipe le
fascinaba pescar. Más allá de lo que pescasen, navegar en lancha conformaba una
buena excusa para aliviar las tensiones en busca de la tan ansiada relajación.
El paisaje era como un sauna, un espacio público capaz de relajar hasta al más
alocado de los porteños, porque en Buenos Aires siempre vive la gente más
alocada. Dios había cedido su paraíso divino en consignación y los ángeles
parecían lanzarse desde los terraplenes que cercaban el río, minuciosamente
celados por los arcángeles que todo lo veían y también todo lo podían. Lejos y
tan cerca de algunas protestas ambientalistas ejecutadas en un puente
fronterizo con la
República Oriental del Uruguay, ellos practicaban el arte del
buen vivir y se adentraban en una realidad que Felipe ya mismo necesitaba
desentrañar:
—Orlando:
cuántas ganas tenía de pasar la tarde entre tanta serenidad. Esos campos serán
mi refugio por el resto la vida.
—Señor, este
lugar es una reliquia.
—Así es, una
verdadera reliquia. Ese terrateniente parecía dispuesto a venderme los campos.
Si cambia de opinión tendrá que hacerlo a la fuerza.
Felipe
transmitía seguridad, su dinero siempre compraba todo. En esos momentos clavaba
su atenta mirada en una boya rojiza que había lanzado al río y flotaba,
temiendo su sumersión ante las muchas bestias acuáticas que circulaban entre
las aguas.
—Son unas
tierras grandiosas —gesticulaba su asistente—, la fertilidad en su máximo
esplendor: sembrás semillas y crecen viveros. Además están a un paso de esta
belleza.
Orlando estaba
sentado en la tapa de una caja metálica, era una caja que contenía accesorios
de pesca deportiva tales como tanzas, riles, anzuelos y escarba-dientes. Su
jefe estaba distendido, relajaba el esqueleto en una tabla de plástico macizo
que unía los extremos laterales de la lancha. Tan distendido estaba que
estiraba las piernas y comentaba:
—Sueño con
abandonar el barullo de la ciudad, lejos de ese bullicio y esos negocios que ya
me cuesta comandar. Ahora que estamos solos y relajados, quiero que largues toda
la información de don Francisco y su hijo. Me has adelantado bastante pero
ahora quiero conocerlos en detalle. Muero de ganas de saber quiénes son, sobre
todo ese muchachito que ha enamorado a mi princesa.
—De acuerdo,
señor. Nuestros contactos en los servicios de inteligencia han arrojado
resultados favorables en cuanto a nuestra investigación, para eso traje un
informe —se agachaba para extraer un cuaderno de una mochila que llevaba entre
las piernas.
—Muy bien,
Orlando. Eficacia y eficiencia son conceptos que me agradan.
El jefe apoyaba
la caña en una plataforma de la lancha que cumplía la función de portacañas.
Había cuatro en total, todas repartidas a lo largo de los extremos superiores e
inferiores, habiendo dos de cada lado.
—Trabajé duro
—explicaba Orlando con seriedad—, tan duro que hasta podríamos narrar una
novela policial con estos personajes.
— ¿Policial?
—indagaba sin desviar la mirada de la boya que danzaba al compás del oleaje
soplado por el viento sur.
—Policial,
claro, resultan sospechosos. Por empezar, Francisco Reina no dispone de antecedentes
empresariales, como si el proyecto de su hotel hubiera sido el único
emprendimiento de su vida, como si de un día para otro hubiese frotado la
lámpara de Aladino para convertir sus sueños en realidad. Tiene una hija
llamada Victoria que reside en la ciudad de Oberá, en la provincia de Misiones,
una jovencita que trabaja como recepcionista en un hospital estatal. Su hotel
data del año mil novecientos setenta y tres, estaba domiciliado en el barrio
Monserrat, para ser más preciso, en la esquina que une las calles Suipacha y
Perón, o Cangallo en aquellos tiempos. En la actualidad esa esquina se ha
convertido en un estacionamiento de coches. En el año mil novecientos noventa y
siete se trasladó al barrio desde donde actualmente emprende sus negocios.
— ¿Y dónde
transcurrió su infancia? —se arremangaba la camisa hasta los codos.
—Ese punto es
muy llamativo: cuando era niño, su madre falleció en un accidente de tránsito,
atropellada por un vehículo, pero lo más trágico es que su padre se suicidó
cuando rondaba la adolescencia. Quedó desamparado y lo enviaron a un orfanato,
entidad que abandonó al escaparse. Después pasó a vivir en las calles hasta robar
en una carnicería y herir a su dueño de una puñalada. Fue capturado por un
policía que vigilaba la cuadra y posteriormente condenado a un reformatorio.
Sus informes psiquiátricos eran poco alentadores.
— ¡Qué lo
parió! ¿A qué se dedicaba su padre?
—Su padre se
llamaba Miguel Alejandro, era un agenciero y vivían en Moreno, en el conurbano
bonaerense.
— ¡Qué pasado
macabro! ¿Cómo es eso de que tiene una hija en Misiones y otro en Capital?
—Embarazó a
una joven y se hizo cargo de la criatura aunque jamás haya consolidado la relación
con la madre. En fin, se encamó con una pendeja que lo embarazó. Fuimos a verlas,
tanto a su madre como a ella, pero negaron conocerlo. Sin embargo lo desmienten
los informes oficiales.
— ¿Y qué hay
de Segundo?
—Segundo fue
abandonado en un terreno baldío, en los suburbios de la localidad de 25 de
Mayo. Francisco residió algunos meses en esa ciudad ganándose la vida como peón
de campo. Trabajaba para un terrateniente de un pueblito que se llama
Gobernador Ugarte. Logró su adopción con una pareja del pueblo y después se trasladaron
a Capital. Nunca se supo quiénes eran sus padres biológicos.
— ¡Qué
historias de vida! Somos muchos los que nos hemos formado en base al esfuerzo,
la tragedia y la mentira. ¿Fueron a ver a la madre adoptiva?
—No… ella
falleció a los pocos meses de mudarse a la ciudad.
— ¿Otra muerte
más? ¿Y Francisco tiene influencias en el poder?
—Podrías
decirse que sí. Hizo negocios con políticos de renombre.
— ¡Excellent!
—aplaudía con entusiasmo.
—Si me
disculpa, quisiera destacar un hecho que reviste importancia, pero me parece
que su anzuelo ya picó.
El asistente
señalaba la superficie del río. La boya casi no se dejaba ver, estaba
prácticamente sumergida. La traba del rile se había destrabado porque una
bestia del río desataba su fuerza con fastidio, rindiendo batalla. La caña
parecía un arco, sólo le faltaba la flecha. Felipe la sujetaba y empujaba hacia
atrás, llevándola hacia su rezago como si estuviera a punto de parir un
cardumen. Luchaba despiadadamente con ese pez que se resistía a ser pescado, y
sus pensamientos también picaban porque simultáneamente pensaba en su princesa:
podía incorporar otro apellido y divulgar información que mucho tenían que ver
con sus negocios poco conocidos o directamente desconocidos.
—Seguí,
Orlando, quiero conocer más detalles —le ordenaba agitado, con las manos
aferradas a la caña de pescar.
—De acuerdo,
jefe. Segundo despierta sospechas. Me llama la atención el hecho de que no
existan registros de escuelas que le hayan impartido educación primaria y
secundaria. No posee registro de conducir, no se maneja con tarjetas de crédito
ni tampoco dispone de cuentas bancarias. Con respecto a este último punto, lo
hemos visto extraer dinero desde un cajero automático.
—Aja… ¿qué
más? —se secaba con los hombros el sudor de las mejillas.
—Los únicos
bienes que su padre registró son el hotel y un yate. Tiene tres cuentas
bancarias en el país y un plazo fijo en el Standar Bank.
—Por lo visto
elige bancos confiables pero, ¿cómo es eso de que casi no dispone de bienes
registrables?
—Se maneja con
la figura del leasing operativo, es decir, paga por usar y no por tener.
—Interesante.
¿Qué clase de bicho será?
—Por la curva
de la cuña debe pesar unos cuantos kilos, señor.
Felipe
sonreía, a pesar de todo conservaba cierto humor:
—Me refiero a
Francisco Reina. De todos modos, no sabés cómo se resiste esta bestia acuática.
¡Continuá, por favor!
—En el año mil
novecientos noventa y uno, recibió una inspección de los entonces sabuesos de la Dirección General
Impositiva, le practicaron una determinación de oficio del Impuesto a las Ganancias
y terminó multado con ciento cincuenta mil pesos dólares, por evasión. Sin
embargo, diez meses después levantaron todos los cargos.
Reía a
carcajadas, Felipe, pulseando con la fuerza de un surubí que demostraba
desconocer la derrota. Al mismo tiempo, recordaba viejas vivencias empresariales
y comentaba:
—No entiendo
que le ves de raro. Hemos vivido en una burbuja durante años. Nos creíamos
primer mundo y no éramos nada. Tampoco nadie. Además, ¿cuántas veces tuve que
recompensar la compasión de esos sabuesos? Al último tuve que reemplazarle su
autito por una Hilux. En este país son los otros quienes pagan los impuestos
con ese impuestito al valor agregado.
—Señor, no
olvide que la producción de sus futuros campos será también gravada por otro
impuesto: el de las retenciones móviles.
—Otro tema que
me fastidia pero no hablemos de política.
Y al
pronunciar esa última palabra se le cortaba la tanza, aquella tanza amarillenta
que amenazaba con arrebatar la libertad del surubí se había cortado. La batalla
había sido ganada por la bestia acuática aunque un anzuelo le perforase las
branquias. Felipe no sabía perder y era por eso que se molestaba sobremanera
ante el resultado ingrato de su pesca deportiva:
— ¿Qué clase
de pescador soy? ¿Viste cómo cortó la tanza? Ejercí demasiada presión. Esos
bichos son muy astutos. Eso demuestra lo importancia de perseverar. ¡Perseverar
para triunfar! —exclamaba enfadado y arrojaba la caña al río.
—No se haga
mala sangre, señor.
— ¿Señor…?
¡Señor las pelotas! ¿Quién carajo sos para decirme lo que tengo que hacer? Aún
no puedo sacarme de la cabeza a esos inadaptados. Mi hija se enamoró de un
adoptado que ni siquiera conoce a sus padres. Quiero regresar a la costa y
programar una charla íntima con ese muchacho. Pronto pondré las fichas en juego
y esa historia de amor terminará para siempre. Poné en marcha el motor. ¡No va
más!
En silencio y
sin acotar palabras, Orlando resguardó el informe dentro de la mochila y después
encendió el motor de la lancha porque Felipe ya se había parado, cerrando los
ojos y suspirando como un loco. La lancha estaba en marcha, restaba retornar a
la costa, lugar desde donde dos custodios aguardaban por ellos con las nalgas
apoyadas en el capot de una camioneta. Estaba estacionada entre la sombra de
una acacia y las cenizas de una fogata. Les deparaba un viaje de vuelta a la
ciudad de Buenos Aires. Felipe quería organizar, lo más pronto posible, un
encuentro íntimo con el ya sospechado Segundo Reina (o Noruega).