Debut laboral. Lunes otra vez pero ése era un
lunes diferente. Eran casi las nueve de la mañana, una mañana techada por el
grisáceo de las nubes que desde el norte soplaba Charlie Parker, con su saxo y
sus pulmones, un viento frío y rebelde que obligaba a abrigarse. Aquella semana
era patria, se acercaba un feriado nacional pero las escarapelas escaseaban y
hasta parecía anticuado estamparlas en el pecho con toda la franqueza que se
merecen. Los agobiantes golpes de frío aterrizaban en las heladas piscinas del Río,
de la Plata. Hasta
los pingüinos ya pensaban en salir de gira para hospedarse en la gran ciudad.
Las aguas estaban mansas, libres de la bronca desenfrenada que solía descargar
el mar atlántico. Parecía mentira que a tan poco kilómetros del cabildo
existiera tanta paz.
Entre unos talleres industriales, y un edificio
cimentado dos años antes para modernizar la estructura fabril, Felipe caminaba
con Segundo por la fábrica de repuestos que le pertenecía desde el año 1977. Circulaban
por una vereda cubierta de canto rodado, con destino directo a un galón lindero
a un acantilado. Era notorio el respeto de sus operarios: advertían su paso y
abandonaban sus descansos para retomar de inmediato las actividades,
saludándolo cordialmente cual súbditos ante su rey. Felipe los tenía
identificados por el apellido, generaba toda la impresión de que los tenía
fichados minuciosamente, registrados en su memoria a la perfección, de hecho
había nombrado a más de uno, siempre en voz baja. Seguían caminando sin
palabras de por medio, lejos de ese glamur al que los Gianittore acostumbraban
recurrir para vivir endiosados, pero Felipe alzaba la voz y contaba:
—No ha sido fácil conseguir todo esto pero siempre
tuve fe en mis decisiones. Cuando la fe se instala en la mente, no existen
barreras para que las metas sean alcanzadas.
Su voz
irradiaba optimismo y, como siempre, delataba soberbia.
—De usted
aprenderé demasiado. ¿Cómo fueron sus comienzos?
—Dedicándome
justamente a lo que resguarda este galpón.
Se habían
detenido frente a un portón cubierto de chapas, parados a tan sólo dos pasos de
un galón extenso, tan extenso como una cancha de básquet. Todas las paredes
estaban revestidas de chapas y más chapas, perfectamente instaladas como piezas
de un rompecabezas. Tenían un color grisáceo muy particular pero eran chapas.
El galpón estaba rodeado de arbustos y un camino de piedras que aparentaba
bordearlo a lo largo de todas sus extensiones. No tenía ventanales pero se oía
un barullo potente: sonaba a tambores desafinados. No cabían dudas de que su
interior estaba ocupado por motores en acción. Llamaba la atención el hecho de
que hubiera tantas cámaras de seguridad, siendo dos las que apuntaban al
portón. En esos instantes en que ellos se acercaban al mismo, un ruido
ensordecedor llegaba desde el inmueble aunque era abatido por las ráfagas
ruidosas que las turbinas de un avión enviaban desde el cielo. Era un pájaro
metálico que perseguía aterrizar en el aeropuerto, pista aérea situada a unos
pocos kilómetros de la planta fabril. Felipe elevaba la vista y al mismo tiempo
adelantaba un par de pasos en dirección a un portero eléctrico que contaba con
un visor. Tocaba una tecla, la única que tenía. Y Ahí nomás el portón se destrababa
al compás de una chicharra eléctrica.
—Entremos a la
mina de oro —invitaba.
Ingresaban al
galpón. Decenas de máquinas trabajaban en secuencia, sin respiro aunque no
tuviesen narices. Los repuestos desfilaban en cadena por las zorras. Esos
motores estaban deseosos de crear y transformar. Algunos operarios, con gafas
amarillentas y unos atuendos similares a los guardapolvos colegiales, lo
saludaban al verlo arribar, pero eran recibidos por un cincuentón, con bigotes
puntiagudos, que acababa de salir de una cabina próxima al portón. Primero se
encargaba de cerrarlo con unas trabas de acero. Después les daba un apretón de
manos. Tenía cara de simpático. Segundo perdía la mirada en las paredes, le
llamaba la atención que no fuesen de chapa, eran de concreto y estaban pintadas
de color negro. Fiel a su estilo, Felipe tomaba la delantera y se adentraba,
contemplando sus máquinas motoras. Segundo lo seguía. Recorridos poco menos de
cincuenta metros, se detenían frente a otra puerta, pero era una puerta
metálica y estaba custodiada por tres cámaras de seguridad. Felipe presionaba el timbre del portero eléctrico y se volteaba para decirle:
—Como verás,
todo está perfectamente custodiado. ¿Dispuesto a ponerse la camiseta de mi
empresa?
—Será un
placer contribuir con el liderazgo de esta fábrica.
—Muy bien,
pibe. Ahora seguime que quiero presentarte al gerente de ventas, medio
testarudo y un tanto hincha pelotas pero muy eficiente.
Reían levemente.
Felipe era serio pero por momentos sorprendía con ciertos gestos de humor que,
de por sí, no eran muy graciosos. La puerta metálica continuaba cerrada.
—Liderar este
fuerte no es tan fácil como parece —alzaba la voz el millonario—. Esto que ves
representa sólo una parte de lo que esta industria produce.
Segundo
reflexionaba sus dichos, sentía ansiedad de conocer qué misterios resguardaba ese
fuerte, así lo había dado a entender; vivía la realidad pero contaba hasta diez
para descartar la posibilidad de experimentar un sueño indeseado o una
pesadilla cuyo desenlace se asimilaba a un mar de olas alocadas con destino
incierto. Al igual que el portón principal, la puerta se abría al compás de una
chicharra, o chicharrita, y ellos la traspasaban. Estaban en un salón. Había
una mesa de madera con forma de óvalo y cinco sillas ubicadas a lo largo de la
misma, todas revestidas de telas aterciopeladas color verde esmeralda. Estaban
minuciosamente distanciadas unas de otras. De los cuatros rincones del salón
colgaban unos parlantes, y en el centro, contra la pared, había una tela
blanca, similar a las pantallas que se suelen usar para la proyección de
dispositivas. Felipe marchaba como si sus frenos se hubiesen gastado, pero se
detenía frente a otra puerta custodiada por dos cámaras de seguridad y un
dispositivo similar a un detector de metales.
—No te asustes
—giraba su cuello—, la seguridad siempre es primordial para mis negocios.
Y se ponía a
presionar otro timbre instalado más allá del lateral derecho de la puerta.
—Bueno… de
alguna forma uno necesita dormir tranquilo —acotaba Segundo.
—Por supuesto.
Ah… lo olvidaba: ¿llevás objetos metálicos? —le ojeaba los bolsillos del
pantalón.
—Tan sólo este
cinturón y un encendedor.
—Dejalos en
ese canasto. Aunque sea el dueño de este imperio, nos veríamos sometidos a
rutinas de control, y te aseguro que la alarma es demasiada fastidiosa.
¡Qué curioso!
¿Para qué habría de utilizar tantos dispositivos de seguridad si tan sólo
fabricaba repuestos? Esa misma pregunta se formulaba Segundo mientras abandonaba
los elementos en el canasto. Una nueva chicharra autorizaba el paso hacia el próximo
compartimento. Se adentraban. Había un pasillo que no superaba los tres metros
de ancho, con una longitud de quince metros, estelarmente iluminado por varias
lámparas triangulares capaces de encandilar cuanto ojo las acosara. Después se
detenían frente a otra puerta custodiada por más cámaras de seguridad, siendo
tres en total. A diferencia de las instalaciones recorridas, no contaba con un
portero eléctrico ni la puerta tenía picaporte pero sí un dispositivo lector muy
similar al que suelen emplear los bancos para autorizar el ingreso a los
cajeros automáticos.
—Esta
tecnología me costó una fortuna pero es de punta —informaba despreocupadamente
mientras extraía una tarjeta del bolsillo interno de su saco—. Esos japoneses
son muy confiables con estos cachivaches.
Y con esa
misma tarjeta se ponía a cosquillear el dispositivo para que una lectora
registrara su código y les permitiera avanzar. La puerta no demoraba ni medio
segundo en abrirse, en realidad se había separado porque eran dos puertas
corredizas que al estar unidas parecían una única puerta. Llamativamente, no se
sucedía otro salón, había un ascensor. Segundo podía contemplarle la cara por
unos espejos que estaban instalados en sus paredes laterales.
—Dale,
entremos que mi gerente nos espera.
Entraron y la
puerta se cerraba. Contradiciendo su denominación literal, el elevador
descendía. Habían transcurrido cinco segundos y continuaban descendiendo.
Compartían el silencio y a Segundo eso lo preocupaba: cada vez que habían
compartido una intimidad, Felipe se callaba y después sorprendía con alguna de
sus locuras, pero finalmente el ascensor se detenía y las puertas se abrían, dejando
a la vista un pasillo tenuemente iluminado por tres bombitas eléctricas. Dejaron
atrás el ascensor y avanzaron por ese pasillo. La temperatura era inferior a la
que podía sentirse en los niveles precedentes. Desplazados poco más de veinte
pasos, Felipe se detenía frente a otra puerta: era de madera maciza, color
marrón. Segundo estaba curado de espantos con los pasajes y laberintos que
Felipe construía para transitar, porque justamente transmitía esa sensación:
que disfrutaba recorrer los sinuosos trayectos de sus invenciones. En esta
ocasión no había cámaras de seguridad ni tampoco dispositivos lectores que
autorizasen el ingreso a un próximo compartimento, sólo golpeaba con su puño
derecho tres veces la puerta y se entregaba a la espera. Nadie respondía y eso
lo motivaba a silbar una melodía que Segundo desconocía pero que interrumpía en
el preciso instante en que un desconocido abría la puerta. Aparecía un cuarentón,
calvo y con un lunar en el mentón; vestía ropa sport:
— ¡Jefe!,
—expresaba con cara de asombro—. ¡Qué sorpresa tenerlo por acá!
—Buen día.
Quiero presentarte a nuestra joven promesa: el prometido de mi nena.
Segundo avanzaba
unos pasos para darle la mano. El hombre tenía la palma sudada. De inmediato se
adentraron en una habitación. Felipe se había encargado de cerrar la puerta.
Era una oficina, no tenía más de dos ambientes. Tomaban asiento a lo largo de
una mesa de conferencias, ovalada y rodeada de computadoras, dos escritorios y
una enorme pantalla de plasma, de esas que suelen emplearse para la ejecución
de las videoconferencias. Era más que evidente que el gerente no los esperaba.
Segundo pensaba aunque no disponía de tiempo para pensar porque Felipe lo
mirando fijo a los ojos, a punto de dirigirle nuevas palabras:
— ¿Alguna vez tuviste
una entrevista laboral?
—Siempre
trabajé para mi padre.
—No importa.
Simulemos que esto es una entrevista laboral y mi gerente examina los perfiles
de los postulados. Quiero que lo observes y te presentes como si tuvieras
hambre de trabajo.
Su impensada
propuesta lo ponía nervioso, lo incomodaba, otra vez tenía que remover un
pasado inexistente y una realidad que comprometía su presente. No tenía noción
de cómo podía abordar la presentación y ya habían transcurrido cinco segundos
desde que Felipe había callado, pero respiraba hondo y comenzaba a liberar las
riendas de su imaginación:
—Mi nombre es
Segundo Reina, tengo veinticinco años. Trabajaba en el hotel de mi padre pero
el amor alternó mi destino. Mi pasado es como la luna, tiene dos caras: por un
lado fui abandonado por mi familia, por otro, Dios me ha cedido la oportunidad
de contar con una familia sustituta, un hombre que se hizo cargo de mí en el
momento más necesitado. Ese hombre es Francisco Reina, mi padre. Me considero
un luchador y atravieso la etapa más feliz de mi vida gracias a Priscilla. Es
por ella que decidí comprometerme con ustedes, porque ella ama su familia.
Felipe me propuso la unión a este equipo. Como muy bien dije, estoy dispuesto a
vestir la camiseta de esta compañía y aportar mi grano de arena para seguir
prestigiándola.
En buena hora,
el gerente se despabilaba, es que una de las virtudes de Segundo consistía en
su habilidad para la comunicación, sabía hacerlo satisfactoriamente y lo demostraba.
No dudaba al hablar y eso sumaba puntos a la hora de penetrar el círculo
cerrado del millonario, quien sólo se limitaba a escuchar, inmóvil y con la
mano derecha sosteniéndole el mentón. Parecía la estatua de un filósofo.
—Perfecto
—resaltaba el gerente—. Suena creíble y hasta esperanzador, pero ahora quisiera
probarte más.
—Lo escucho.
—Supongamos
que un cliente potencial nos ha encargado repuestos para su flota de coches de
carrera. Es un potencial empresario que por primera vez encarga nuestros
productos. Sabemos que lo seduce la generosidad. ¿Cómo harías para entregar las
muestras?
Segundo
exploraba sus capacidades de ingenio, necesitaba una respuesta inteligente pero
no sabía que corno decir.
— ¿El cliente
es argentino?
—Supongamos
que sí.
—Entonces
conseguiría un buen coche y reemplazaría sus autopartes por las nuestras. Después
lo entregaría en su domicilio. De esa manera podríamos sorprenderlo. Es muy
posible que quiera probarlo.
—Muy bien —asentía el gerente con su calvicie—. Y
ahora decime: ¿qué coche elegirías para la muestra?
—El mejor de todos los tiempos, “El Torino”.
La sonrisa de Segundo era tan amplia como las
pestañas que Felipe distanciaba. La reunión atravesaba un silencio. Arrollador.
Nadie esperaba dicha respuesta, ni siquiera Segundo, pero el gerente lucía a
gusto y corría la mirada hacia su jefe. Felipe, sin embargo, continuaba observándolo
sin siquiera parpadear.
—Don Felipe: será todo un placer trabajar con el
prometido de su hija.
Pero Felipe no respondía, parecía una iguana ante
los peligros de una selva. Seguía mirándolo con atención. En realidad escarbaba
pensamientos. Finalmente rompía el silencio con una pregunta que ya no podía
retener:
— ¿Quién fue el piloto más astuto de todos los
tiempos?
Segundo clavaba la mirada en sus ojos. Por dentro
le deseaba el infierno y una venganza que lo sumergiera en los pantanos más
podridos pero, simultáneamente, dibujaba una sonrisa transparente y ciertamente
angelical.
—El gran Antonio Noruega. Nadie podrá igualarlo.
El celular de Felipe comenzaba a sonar. Lo
ignoraba. Se respiraba tensión. Segundo se sentía como un tigre adiestrado,
dispuesto a enfrentar cuanto peligro obstaculizara su camino. Justo cuando el
celular dejaba de sonar, Felipe suspiraba y luego preguntaba:
— ¿Alguna vez te dije que cuando te veo recuerdo a
un amigo que hace tiempo se me fue?
—Creo… creo que sí.
—Ese amigo ha sido como un hermano. Tenías las
pelotas bien puestas, como los toros.
Y el maldito teléfono volvía a sonar. En esta
ocasión Felipe lo atendía. Se había parado y se perdía de vista por una puerta
situada a un lado de la impresora. En el centro de la mesa había un teléfono
inalámbrico. El gerente lo miraba a Segundo y levantaba el dedo pulgar en clara
señal de aceptación. Segundo llevaba a sus padres en la sangre, estaba
dispuesto a asumir —en sus nombres— cuanto riesgo se le presentara. Había
llegado a la conclusión de que nunca podría sentirse libre hasta tanto
resolviera sus oscuras desapariciones. Era la segunda vez que Felipe
manifestaba ver en él a alguien querido y Segundo estaba más que convencido de
que ese individuo era su padre. A la espera de Felipe, seguían inmóviles, con
las lenguas quietas y las pupilas disimuladamente inquietas, aguardando su
regreso, regreso que se producía a pasos de tortuga. Felipe se ubicaba por
detrás de Segundo, le apoyaba las manos en los hombros y miraba al gerente para
anunciarle:
—Te dejo a esta joven promesa. Por mi parte me tengo
que ir a trabajar. El sótano clama mi presencia.
Segundo observaba el rostro sonriente del gerente
y percibía la energía que le irradiaban los dedos temblorosos del mafioso,
dedos que lo mantenían anclado en esa silla porque quería pararse y no podía.
—Vaya tranquilo que ya mismo comenzaremos a
trabajar —aseguraba el gerente y se paraba.
Segundo reflexionaba: ¿qué sótano clama por él?
Resultaba imposible deducirlo pero había quedado claro que no podía acompañarlo.
Mientras observaba su retiro de la oficina, se rascaba la frente y pensaba.
Desconocía que Felipe descendería un nuevo nivel. Su fábrica de repuestos era
un misterio y el sótano, una mina de oro.