Pocos minutos después del accidente vial, tal vez
treinta, un marcapasos le deseaba a Segundo “Good Luck”. El mismo dispositivo
que alguna vez había latido por Florencio Restrepo pasaba a velar por la salud
del abogado. Estaba internado en una habitación del Hospital Fernández. Es que
la habitación número cuarenta del hospital estatal refugiaba su cuerpo en off en
una cama reclinada y custodiada por la imagen de un santo encuadrado y fijado
en la pared. Estaba sedado, no era para menos considerando el duro golpe que
había recibido en la nuca al caer inconsciente. El motociclista lo había
devorado de un saque, lo había tomado por sorpresa pero también compartía su
trauma desde una sala de terapia intensiva. Su parte médico era menos alentador
aunque los médicos confiasen en su evolución. Segundo estaba acompañado por un
suero que le inyectaba vitalidad a través de las venas de su muñeca izquierda,
asistido también por un respirador artificial además de la persistente atención
de una enfermera cuarentona que se desvivía por descansar. Pero, ¿qué había
sucedido en el restaurante? Martina había permanecido en la mesa número treinta
hasta que unos bullicios callejeros reclamaron su atención, empujándola a la
vereda. Priscilla, en cambio, se había visto forzada a lamentar el accidente, y
con la imagen de Segundo rodando por el asfalto había salido del coche taxi
para esquivar los elementos destartalados de aquella motocicleta colisionada.
Había corrido para socorrerlo con sus pequeños pero grandes recursos humanos.
Al destino se le había antojado un accidente que milagrosamente no saldaba
víctimas fatales. Eran cosas que podían pasar en una sociedad al borde de la
locura, diría más de uno, pero una vez más no hubo mal que por bien no viniera ya
que Priscilla no había huido, no tan sólo se había quedado con su amado sino
que también le hacía compañía desde una ambulancia que no habrá demorado diez
minutos en arribar para luego trasladarlos de inmediato al hospital.
Instalados en el establecimiento hospitalario, lo
seguía acompañando con la misma pasión con que lo amaba, esperando desde la
misma cama desde donde Segundo guardaba reposo, pero acababa de salir para
caminar, necesitaba oxigenarse después de tantos infortunios inesperados. Por
su parte, Francisco Reina, aguardaba su primera reacción, sentado en la cama
contigua. Había dos camas en total. El mandamás hotelero descansaba sus gemelos
porque estaba extenuado. Había experimentado un día difícil que había terminado
peor. ¿Cómo imaginar semejante desenlace? Tenía la mirada perdida en el
marcapasos, estaba desorientado, pero como la vida siempre gira y gira sin
reproches ni permisos, comenzaba a timbrarle el celular, aparato que no tardaba
en atender porque llamaba Felipe.
—Felipe: ¿qué tal?
—Francisco, por favor, dígame que su hijo mejoró
—hablaba acelerado—. Mi princesa está desesperada, parece un manojo de nervios.
—Un minuto, por favor —le solicitaba por lo bajo y
se paraba.
Tenía que encerrarse en el baño, una enfermera
había sugerido evitar ruidos molestos, entonces se adentraba en el toilette y
bajaba la tabla del inodoro para relajarse, cruzando las piernas por encima de
la rodillas y estirando los pies hasta rozar la plataforma del lavatorio.
—Quédese tranquilo, don Felipe, que mi hijo
evoluciona. Los médicos dijeron que golpeó la cabeza al caer pero ya no corre
peligro.
— ¿Está seguro? Mi nena dice todo lo contrario.
La voz de Felipe sonaba agitada.
—Habrá que orarle a Dios por su bienestar. No
tengo dudas de que saldrá adelante, mi hijo es un gladiador.
—Mire… mi chofer está llevándome a ese hospital.
En unos pocos minutos estaré con ustedes.
—Está bien, perfecto —titubeaba—, esperaremos por
usted y las primeras palabras de mi hijo.
—Y por favor, calme a mi hija, no tolero verla
sufrir.
—Déjelo en mis manos, don Felipe, juntos saldremos
adelante.
Habían cortado la comunicación. Francisco dudaba
de las explicaciones que Priscilla le había brindado al momento de describir el
accidente. Solamente sabía que Segundo había cruzado la calle en busca de un
paquete de cigarrillos y que un motociclista lo había atropellado, pero la voz
de Priscilla no había sonado veraz ni mucho menos convincente: por momentos se
le quebraba y ella se ruborizaba. Francisco temía que le ocultara información
pero su imaginación tenía límites, no era un escritor. A pesar de todo, le
importaba sobremanera la salud de Segundo, necesitaba escucharlo, abrazarlo,
darle ese aliento que le hubiera encantado recibir durante su niñez; es que una
explicación convincente podía demorar porque a veces el cielo no quiere
esperar. Lo sentía como un hijo, de sangre, lo necesitaba más fuerte e ileso
que nunca. Al fin y al cabo Segundo era primordial para concretar el plan que
esa misma tarde había pactado en el campo de Araña. Así era como, muy agotado y
preocupado por el presente y un futuro que peligraba su continuidad, desalojaba
el baño parar reposar nuevamente la espalda en la cama, necesitaba dejarse avasallar
por los recuerdos de ese pacto consolidado en los suburbios de los suburbios de
la villa de emergencia. Si alguien de afuera los miraba, bien podría decir que
parecían dos soldados moribundos clamando consuelos entre decenas de bombas que
caían desde los cielos tempestuosos, pero era una milagro que Segundo pudiera
respirar.