Los recuerdos
involuntarios del pasado acosaban la mente de Segundo. Habían transcurrido demasiados
días desde su último encuentro con Teresa, aquella mujer con los sueños
frustrados y el corazón despedazado. Segundo necesitaba relajar la mente y
entregarse a los buenos pensamientos. Muchas complicaciones y situaciones
impensadas estaban golpeando su agitado corazón. Para males, se sentía un
asesino. Recordaba a esa mujer solitaria que no lograba abandonar su pasado, la
misma que fingía desconocer a su padre pero que visitaba su bóveda y repentinamente
desaparecía cual burbuja recién destruida, esa señorita madura que se había encamado
con él y le había jurado conocer a su padre. ¿Qué sería de aquella mujer?
Segundo volaba con su imaginación, armando lo desconocido. Pensar en Teresa
acarreaba repugnancia, desilusión, la había compartido con su padre, pero al
mismo tiempo le despertaba sinceros deseos de ayudarla. Ella era la semilla que
había germinado su investigación de lo que en el pasado sólo era resignación y
frustración. Por tal motivo, y tras algunos intentos fallidos, era que decidía
finalmente visitar su casa. De alguna manera u otra, sentía que tenía una
cuenta pendiente para con ella. En el último encuentro, había liberado una
promesa de retorno no cumplida. Segundo era un hombre de palabra, entonces tomó
las llaves del coche y emprendió ese viaje de al menos veinte minutos que lo
conducía a Belgrano, el barrio de las inundaciones. El tránsito estaba
desbordado, un movimiento de piqueteros alteraba las calles del macro-centro
porteño, eso lo obligaba a desviar el trayecto por una zona portuaria. Lo que
se suponía que podía demorar veinte minutos había malgastado media hora de su
vida, mágicamente sintetizadas en una fracción de segundo. Había circulado por
el viaducto Carranza y ya estacionaba frente al hogar de Teresa, entre una
camioneta con una cúpula gris y un vehículo de industria alemana que por cierto
habría seducido a más de una señorita pretenciosa. Silbando bajo, y algo
nervioso, acortaba distancia con la puerta de su hogar. Presionaba la tecla del
portero eléctrico. Nadie atendía. Insistía pero daba la sensación de que la
casa estaba deshabitada. ¿Dónde estás, Teresa?, era la pregunta que surgía en
sus pensamientos. Resignado, se puso un cigarrillo en la boca, atento a cuatro
pibes que jugaban a la pelota entre la calle y la vereda. Con el pucho en la
boca se entregaba a la espera sobre tres escalones que daban con la puerta
principal de la casa. Quizá salió por unos minutos y regresará a la brevedad,
reflexionaba. Eran contados los coches que circulaban por la calle, también
eran contados los que estaban estacionados a lo largo de la cuadra. Los pibes
pateaban de arco a arco, de vereda a vereda, hasta que un potente pelotazo ponía
a pruebas sus reflejos. Para su bienestar, había logrado evitar que la pelota
impactase con su cabeza. Se había echado hacia su lado izquierdo, con el pecho
sobre el último escalón. Sus reflejos funcionaban a la perfección. A diferencia
de tiempos pasados en que trabajaba mucho y descansaba poco, estaba lúcido. La
pelota había revotado en la puerta cual balón de basquetbol dando contra el
tablero sin siquiera tocar el aro. El cigarrillo que tenía en la boca rodaba
por los escalones. Enfocaba la mirada hacia la calle y se reacomodaba. Sus
latidos estaban acelerados, pero el destino había querido que esa pelota diera
con esa puerta para someterlo a la duda: ¿qué iba a imaginarse que esa puerta
estaba abierta? Los pibes huían hacia la esquina y desaparecían. Todo resultaba
extraño. Nadie había respondido los timbrazos pero la puerta estaba abierta.
Muy desconcertado, se incorporó y comenzó a inspeccionar las inmediaciones:
nadie transitaba por las calles y las veredas seguían desoladas. Era la hora de
la siesta y la ciudad de Buenos Aires aún contaba con barrios donde se la respetaba.
La puerta estaba entreabierta y eso lo intrigaba. Se incorporó y entraba,
cautelosamente, cerrándola despacio al traspasarla. Recorría los pisos de
madera. No se oían sonidos. Tras unos pasos por el living, se detenía al ver su
propia imagen en un espejo circular, fijado en una pared próxima a una puerta.
Todas las paredes estaban empapeladas con dibujos de rosas chinas que en el
pasado no existían, o al menos no lo recordaba. ¿Teresa? Soy yo… ¡Segundo!
¿Dónde estás?, le preguntaba al silencio. No obtenía respuestas. Había conocido
el interior de esa casa pero estaba tan desorientado como si nunca la hubiese visitado,
y ahí nomás recordó que Teresa solía beber alcohol, eso lo llevó a pensar que
quizá se había quedado dormida en algún lugar de la casa. Se dirigió a la
cocina, después al lavadero y desde ese lugar, por detrás de una ventana que
comunicaba con el jardín, enfocaba la mirada hacia el quincho. Teresa no
estaba, ni rastros había dejado. Sin saber qué hacer, recurrió al dormitorio,
sabiendo que era esa su última chance para hallarla. Teresa, soy yo… ¡Segundo!,
vociferaba mientras se acercaba a la habitación. La puerta estaba cerrada. No
sabía qué hacer. Se le cruzaba la idea de retornar a la calle, poner en marcha
el vehículo y disparar. Atravesar esa puerta podía resultar peligroso. Divagaba
con un robo, quizá un ladrón podía estar escondido en esa habitación, pero
Segundo se sentía fuerte a pesar de todo: días antes había experimentado el
peligro y hasta había compartido un ataúd con una difunta que encima era su
abuela (descontando el criminal hecho de participar en el asesinato de un
desconocido). Tenía que decidirse. Decidió ingresar, pateando la puerta y
adentrándose con torpeza, convencido de que alguien habitaba ese ambiente.
Quería tomarlo por sorpresa pero el dormitorio también estaba deshabitado. El
ingreso a la casa estaba permitido para cualquier transeúnte que tan sólo
empujara la puerta de entrada. Se agachó y revisó por debajo de la cama.
Después inspeccionó el placard: había unas blusas colgadas en un perchero y
seis perfumes ubicados por el tamaño de sus frascos. Pero claro, recordaba
también que todas las casas cuentan con un baño, y sabía que ese baño estaba
ubicado a pocos pasos de su ubicación. Teresa había entrado en ese baño la
tarde que la había conocido, entonces no lo dudó y hacia ese baño se dirigió. A
pocos metros, tal vez tres, comenzaba a olfatear un olor desagradable que le
despertaba recuerdos recientes. Obedecía a su sentido del olfato cual sabueso guiándose
con los olores. La puerta del baño estaba entreabierta y formaba una hendija lo
suficientemente amplia como para que pudiera echarle un ojo. El olor era
nauseabundo, provenía de ese ambiente, era tan potente que hasta daba la
sensación de que penetraba las paredes. Algo olía mal además del olor que
olfateaban sus fosas nasales. Se tomó unos segundos para pensar pero su
curiosidad lo motivaba a empujar la puerta. Con un solo ojo apenas había podido
vislumbrar los azulejos de la pared. Empujó la puerta y se asomó. Tenía las
piernas inmóviles en el pasillo, no se animaba a pasar pero al encender la luz
del baño recibía otra sorpresa: el cuerpo de Teresa yacía desnudo sobre la
bañadera, estaba cubierta de agua roja, era sangre, litros de sangre que se
dispersaban en el agua. Tenía los ojos abiertos, estaba tiesa, y uno de sus
brazos caía desde el borde y rozaba la superficie de mosaicos. Estaba echada en
posición horizontal, como si durmiera una siesta pero con los ojos abiertos
entre agua sangrienta, un descanso cruento. Las uñas de la mano que caían desde
el borde de la bañadera rozaban un cuchillo de cocina ensangrentado. Su muñeca
presentaba un corte escalofriante. Todo parecía indicar que se había suicidado.
Tenía el rostro pálido, fantasmagórico. Segundo no podía creer lo que sus ojos
creían. La escena era tétrica. Se acercaba como si tocarla le contagiara la
muerte. ¿Por qué… por qué Teresa?, se lamentaba con tartamudeos. Le tocaba la
frente, estaba fría. ¿Por qué habría de suicidarse? Lo desconocía pero era
imposible no formularse hipótesis. Sus pensamientos estaban centrados en una
angustia indomable que lo conducían al llanto, y lloraba. Sentía culpa por
haberse distanciado, consideraba que quizá hubiera podido evitar tanta
atrocidad si hubiera cumplido su promesa. Habían transcurrido varios segundos y
seguía inmóvil aunque su cuerpo temblara incesantemente. Se miró en el espejo del
lavatorio, de inmediato pensaba qué decisión sería apropiada. Era consciente de
que estaba arriesgándose demasiado, cualquier extraño podía ingresar en la casa
y levantar cargos en su contra, podían culparlo de su asesinato. Entonces se
observó en el espejo por última vez y desalojó el baño a pasos acelerados que
luego se potenciaron en trotes desesperados. A muy pocos metros de concretar su
tan ansiado retiro de la casa, otra sorpresa le pegaba una patada en el alma:
Martina estaba parada y apoyada contra la puerta. ¿Qué se iba a imaginar que la
hallaría en esa casa? Ella lucía distendida, vestía un piloto blanco en
contraste con las gafas negras, pero no llovía, era una tarde soleada.
— ¿Martina?
¿Qué hacés acá?
Segundo se
había detenido a medio metro de distancia, pasmado hasta las uñas de los pies.
—Pasaba por la
vereda y vi tu coche estacionado. ¿Estás visitando a tu amante?
— ¿Perdón? —se
sonrojaba.
—Dale, ya
conozco toda la verdad… pero por suerte Dios siempre hace justicia.
— ¿De qué
estás hablando? —pestañeaba a gran velocidad.
—De la
porquería de persona que sos. No sabés lo contenta que me puso cortarle las
venas a esa yegua. ¿Le viste el corte en la muñeca?
Pobre Segundo,
estaba incrédulo. Los labios de Martina dibujaban una sonrisa altanera, eso lo
confundía y sumergía en una nueva incertidumbre, pero de pronto ella alternaba
su sonrisa y sorprendía con el caño de un revólver. Lo sostenía con su mano
derecha. Él no lo había advertido porque ella había estado siempre con las
manos ubicadas por detrás de la cintura. Era de similares características al
arma que Felipe había empleado para asesinar al prestamista. La elevaba y se
apuntaba en la cabeza, con el caño bien pegado a su sien derecha.
— ¿Martina…
qué hacés? ¿Estás loca?
—No estoy
loca, fuiste infiel, me has traicionado. Ahora resta ajusticiar la muerte de mi
tío. Lo asesinaron y eso es muy feo.
— ¿Qué tío?
— ¡El
prestamista!
Cuanta
adrenalina fluía por las venas de Segundo; intentaba discernir sus acusaciones
pero no podía. Ella había tajeado a Teresa, él había participado en el
asesinato de un prestamista que encima era su tío. Como si todo eso fuera poco,
quería suicidarse. Su desorden psicológico era absoluto.
—Martina, yo….
¡yo te quiero!, —abría las manos en señal de calma y se acercaba—. Todo ha sido
una gran confusión. Hablemos, por favor.
—Ya es tarde,
tu egoísmo me ha arruinado los sueños. ¿Sabés qué? Ahora ha llegado mi turno.
Nos vemos en el infierno.
Estaba
penetrándose la boca con el caño del revólver.
— ¡Martina,
por favor, no lo hagas!
Pero ella respondía
con un estruendo, la pólvora candente había perforado su cráneo, salpicando
sangre por todo el empapelado de la pared, a un lado de la puerta. Había caído
contra la pared pero yacía en el piso. La masa encefálica salía de su cráneo
por el orificio que había formado el balazo. Se había suicidado de manera
tétrica frente a sus ojos. El piso de madera estaba ensangrentado. Dos muertes
en un mismo día, dos muertes en una misma casa, dos muertes de mujeres que
Segundo había llegado a conocer.
— ¡Segundo,
Segundo! es hora de despertar.
Alguien sacudía
su hombro derecho porque él estaba dormido. Estaba arropado con un pijama de
seda blanco, recostado en la cama de su suite. Había ignorado el reloj
despertador y Francisco acababa de apagarlo. Se había sentado en el colchón
para zamarrearlo y despertarlo, siendo testigo de unas gotas sudorosas que le recorrían
los pómulos.
— ¿Dónde está
Martina? —despertaba sobresaltado—. Por favor Francisco, ¡necesito tu ayuda!
Hablaba como un
desesperado, desconociendo que una pesadilla se había apoderado de sus sueños.
Un mal sueño lo había insertado en la locura de un episodio que, para su
suerte, jamás había acontecido.
—Ten calma —lo
consolaba Francisco—, has atravesado una pesadilla. Tenemos que ser fuertes y
superar esos obstáculos. Te sugiero que tomes una ducha y vayas al bar porque
un desayuno espera por vos.
— ¿Asesiné al
prestamista o también forma parte de una pesadilla?
Francisco
seguía sentado, contemplando su cara de desconcierto. Segundo había preguntado
abrumado de espanto, rogándole a Dios que su pesadilla fueran tan sólo eso, una
mera pesadilla.
—Segundo, ya
lo hemos hablado, no asesinaste a nadie ni tampoco lo harás, sólo presenciaste
un ajuste de cuentas que te propusieron. Vamos —lo agarraba del antebrazo
derecho—, arriba, que hoy será una tarde muy especial.
—Estoy bien
—se inclinaba hacia el respaldo de la cama—, sólo que el sueño parecía...
eterno.
No estaba
equivocado, ese sueño parecía eterno, más eterno que el mismísimo sueño de
Chandler. En esos instantes, el mandamás hotelero se apartaba de la cama yendo
hacia la puerta. Segundo le rendía batalla a su consciencia, queriendo separar
lo real de lo ficcional. Por la tarde, una ceremonia podía consolidar la
confianza que ellos necesitaban. Felipe les había prometido un ritual fuera de
serie.
Eran las once
y media de la mañana. La noche previa había sido una jornada difícil de
sobrellevar pero la tarde les deparaba un compromiso que podía darle solidez a
esa relación entre los vengadores del pasado y un criminal que poco a poco
soltaba las riendas de su hija. El asesinato del prestamista había vulnerado la
psiquis de Segundo, pero esas eran las nuevas reglas del juego donde todo valía
nada y nada valía todo.