En esos instantes de calvarios urbanos y
suburbanos, Felipe le exigía a su chofer que no parara y pisara el acelerador.
Orlando ya había confirmado los asesinatos. Su vida era un torbellino, un
verdadero desastre. No estaba tranquilo, mucho menos seguro hasta tanto se
resguardara en la casona del embajador amigo, custodiado hasta en el inodoro de
los baños. Avanzaban por la autopista. El kilometraje marcaba ciento treinta
kilómetros por hora. Felipe le lloraba a la soledad, el desamparo castigaba sus
emociones hasta el punto de conducirlo a la locura. Había perdido a su hija,
había extraviado su cable a tierra. Ya no contaba con nadie en quien confiar a
ciegas. Al igual que Segundo, su futuro era el pasado.