domingo, 9 de diciembre de 2012

Entrega nro. 64


Segundo había abierto los ojos y hasta expulsado una palabra que Francisco no había llegado a entender. Priscilla seguía en el baño, atormentada, pero la noticia la retornaba a su presente. Tomó la toalla que colgaba de un toallero y se secaba la cara con rapidez para acortar distancia con la cama, dejando de lado sus recuerdos atávicos. Al llegar, lo veía a Francisco sentado a un lado de su amor, bien pegado a su cuerpo, a su izquierda, irradiando euforia con la mano que aferraba a su brazo. No era para menos considerando que era la primera vez que Segundo separaba las pestañas y lograba hablar.
—No te preocupes —balbuceaba Segundo—, ya estoy mejor.
Y ahí nomás tomaba conocimiento de que Priscilla lo acompañaba.
— ¡Cuánto te amo! —le expresaba ella y lo corría a Francisco para estamparle un beso seco en los labios.
Segundo no podía creer que ella lo acompañase. En sus pocos instantes de lucidez, supuso —y dedujo— que su novia estaría bien lejos, espantada, quizá informando a su padre el indeseado suceso del restaurante. De ahí su temor al advertir su retiro en el taxi, temía que le informara a su padre su verdadera identidad aunque desconociese el motivo de la discusión, pero Priscilla lucía muy alegre, generando toda la impresión de que el accidente le hubiese borrado la memoria. Su estado lo confundía demasiado pero no podía hablar con Francisco hasta tanto compartieran una intimidad.
—Gracias por estar, princesa —le murmuraba como podía—, prometo no meterlos en nuevos problemas.
Francisco sonreía, percibía su bienestar, más que nunca lo necesita ileso, pero su sonrisa se desdibujaba cuando el celular de Priscilla comenzaba a timbrar: era su padre, quería informarle que estaba situado a dos cuadras del hospital. Ella no tardó en levantar la llamada y ponerse a dialogar con su padre, lo hacía en voz bajita y desde el pasillo que conducía al toilette. Ellos habían oído que hablaba con su padre. Se habían quedado a solas y aprovechaban esos instantes para intercambiar algunas palabras, ardientes en sus bocas como Troya:
— ¿Qué pasó, Segundo?
— ¿Podemos hablar?
Francisco echaba un ojo al pasillo desde donde Martina seguía hablando por teléfono.
—Contame rápido y en voz baja.
—La cuestión es que…
—Era mi papá —sorprendía Priscilla—, ya está llegando.
Se hacía dificultoso hablar sin que ella lo supiera pero un aviso, como caído del cielo, los motivaba a suspirar:
—Los dejaré unos minutos. Iré a buscarlo porque que pidió que lo espere desde la puerta principal. ¡Hasta pronto, amor! —le besaba la frente y se alejaba.
En buen momento, se habían quedado a solas. El portazo lo confirmaba. Priscilla se había ido y su perfume se quedaba. Las explicaciones ejercían presión para ser descargadas:
—Francisco: salí a cenar con Priscilla, nos sentamos en la mesa reservada, hicimos un pedido pero no me sentía bien y fui al baño. Cuando regresé hallé lo peor: Martina estaba sentada en mi silla y Priscilla huía hacia la calle. La seguí. Ella detenía la marcha de un coche taxi y después se subió.
— ¿Cómo que Martina estaba en la mesa, tu ex? —indagaba muy preocupado, tomando asiento en la otra cama. Pestañeaba a gran velocidad.
—Sí, mi ex, creo que le comentó todo, o casi todo. Peligra nuestro plan.
—Sabía que esa perra podía meternos en problemas.
—Nunca imaginé que podría reaparecer. Me cuesta creer que Priscilla siga acá. ¿Qué fue lo que te dijo?
—Que saliste por unos cigarrillos y te atropelló una moto.
—No puede ser. ¿Por qué miente?
—No lo sé. Lo que sí sé es que ya no tenemos demasiado margen para el error. Hay que proceder a… —se pausaba.
— ¿A qué?
—Ya lo sabrás. Por el momento es muy importante que te relajes, que descanses y puedas liberarte de todas estas tensiones destructivas. Está por llegar Felipe y tenemos que generarle una buena impresión. Si Priscilla no habló antes, ¿por qué habría de hacerlo ahora?
— ¿Te parece?
Segundo estaba muy dubitativo, su cara lo delataba.
—Estoy seguro. Cambiemos de tema y miremos tevé —tomaba un control remoto que estaba apoyado en la mesita de luz.
Esperaban el arribo de Felipe sin importarles que estaban viendo un programa con contenidos para la mujer, pero Francisco se incorporaba y arrastraba una silla que terminaba ubicando entre la ventana y la cama que alojaba el cuerpo inactivo de su cómplice. Era un hecho la llegada de Felipe y de hecho no estaba equivocado.
—Buenas noches —saludaba Felipe—. ¿Qué tal? —le señalaba a su custodio que lo esperara desde el pasillo.
—Recobrando fuerzas —respondía Segundo al instante y veía como Francisco se le acercaba para tenderle un abrazo.
—Flor de susto nos diste —le decía Felipe, acercándose a su cama—. ¿Te diste cuenta? El vicio solamente genera disgustos.
— ¿Perdón? —balbuceaba Segundo.
—Mirá lo que te pasó por ir en busca de ese paquete de cigarrillos.
A Segundo le estaba cayendo la ficha: su novia apostaba a la mentira sin importarle quien cayera. Era por eso que, tras oírlo, detenía la mirada en su cara angelical y le guiñaba el ojo derecho, agradecido. A cambio, recibía una sonrisa que le sacudía los sentimientos y lo interiorizaba de su cariño. Segundo estaba encariñándose pero tenía cuentas pendientes para con Martina, y por sobre todas las cosas continuaba odiando, odiaba a su padre sin piedad.
—El pucho es una porquería —comentaba Francisco—, pero no hay mal que por bien no venga, después de esto en una de esas dejás de fumar. Si me disculpan, quisiera retirarme para informarle a una enfermera que Segundito tiene pilas para rato —descansaba la mano en el hombro de Felipe, que canalizaba la rehabilitación desde la ventana.
Felipe lo miraba a Segundo y le decía:
—Vaya tranquilo, hombre, que ahora me toca velar por la salud de su hijo.
Priscilla tomaba asiento en el colchón de Segundo, con un pañuelo de algodón comenzaba a secarle el sudor de sus mejillas, absorbiéndole esas gotas escurridizas que dejaban huellas de su paso por la piel. Felipe se había ubicado en la silla que Francisco había desplazado. Miraba por la ventana. Si bien Francisco estaba informándole a una enfermera que Segundo había reaccionado, su objetivo era otro, era por eso que desviaba su recorrido y se metía en una puerta a media cerrar que comunicaba con una escalera. Tenía que efectuar un llamado telefónico que ya no podía esperar más, necesitaba hablar con Araña antes de que Segundo y sus amores lo metieran en serios problemas. Ya no había margen para el error, él mismo lo había manifestado. Felipe era un tipo astuto y Segundo no demostraba capacidades suficientes para pertenecer a una organización que planeaban derrocar y sumergir en las penurias. En buen momento, el celular de Francisco establecía contacto con el teléfono de Araña:
—Buenas noches, Iván. Te pido disculpas por la hora pero estamos complicados. Necesito hablar con Araña ahora mismo.
Descansaba un pie en el primer escalón y el otro en el piso, inspeccionando todas las inmediaciones porque estaba nervioso.
—Bueno, bueno, no hay problema, querido Francisco, pero lamento informarle que Araña está muy ocupado en esta ocasión. Puedo adelantarle algo si así lo desea.
—Es que… es que surgieron varios inconvenientes, no tenemos más remedio que darle marcha a la operación.
— ¿Dónde está?
—En el Hospital Fernández.
— ¿Cómo?
—Es muy largo de explicar y esta confesión corre riesgo de ser escuchada. Pasame con Araña, por favor.
—Calma, Francisco, el jefe viajó hoy a Paraguay. Regresa mañana por la tarde. ¿Por qué no espera hasta mañana?
Francisco reflexionaba, su cabeza estaba al borde del colapso y hasta daba la impresión de que emanaba humo. Necesitaba con urgencia establecer contacto con Araña pero él se hallaba a miles de kilómetros, o para ser más preciso, del otro lado de la frontera argentina.
—Iván: dígale que me llame, que es sumamente importante que lo haga antes de que nuestro plan se parta en mil pedazos. Por favor, confío en usted.
—Así será, querido Francisco. Quédese tranquilo que no está solo, nosotros lo acompañamos. ¿De acuerdo?
— ¿Pero… pero se lo dirá?
—Desde luego que sí.
—Muy amable. ¡Gracias! Esperaré su llamado con ansiedad. Ahora tengo que cortar. Muchas gracias, Iván.
Agradecía pero agonizaba como si un montículo de brazas candentes le quemara la planta de los pies. Sin esperar el saludo de despedida, cortaba la comunicación y se apartaba de la escalera con el inmediato propósito de regresar a la habitación, esperanzado pero desorientado, tanto que por segunda vez ignoraba el saludo del custodio de Felipe que seguía apoyado contra la pared del pasillo. Al ingresar en la habitación, tomaba conocimiento de que una enfermera le brindaba asistencia a Segundo, y que Felipe y su hija estaban parados y unidos por un abrazo, como si custodiaran la asistencia médica a un lado de la cama.
—Lamento informarles que ya es hora de retirarse —avisaba la enfermera mientras le inclinaba la espalda a Segundo—. Únicamente puede acompañarlo un familiar. ¿Es usted el padre? —le preguntaba a Felipe.
—No, el padre soy yo —irrumpía Francisco al llegar.
—Señor: ¿usted le hará compañía?
—Pero ya está bien mi hijo. —Segundo parpadeaba—. ¿Hace falta pasar la noche acá?
— ¿Usted es consciente de que su hijo sufrió un impacto en la cabeza y que habrá que examinarlo a la brevedad? Aún requiere observación.
Oponerse a una orden médica podía despertar sospechas en un mal bicho como Felipe, era lo que reflexionaba Francisco en una milésima de segundo:
—Comprendo, comprendo. Si no queda otra opción, nos quedaremos.
—Bien. ¿Podrían ser amables y desalojar la habitación?, —le solicitaba la enfermera a los invitados—. El paciente necesita descansar.
—Desde luego que sí —asentía Felipe con la cabeza mientras se acercaba a Segundo—. Nene, me alegra que no tengamos que lamentar una tragedia. Dios está de tu lado.
—Gracias, don Felipe. Es usted muy gentil.
Priscilla también se le acercaba, pero a diferencia de su padre sonreía.
—Te quiero mucho —le declaraba ella con los ojos brillosos.
—También yo y… y gracias por todo. ¿Me explico?
En esos momentos, Francisco despedía a Felipe desde el pasillo, a unos pocos pasos de la puerta de salida.
—Claro que te explicás. Este asunto queda entre nosotros, ya tendremos tiempo de sobra para aclararlo. Lo importante es que ahora descanses y puedas recuperarte. ¡Te amo!
—Yo también te amo.
Era la primera vez que Segundo le declaraba su amor, fingido, por supuesto, pero también era la primera vez que había sentido un cosquilleo en el vientre, un chispazo de energía nunca sentido por ella, y ella estaba tan contenta que le besaba los labios sin importarle que su padre pudiera notarlo, una, dos y hasta tres veces lo besaba con su fragancia a jazmín y un cabello suelto que cosquilleaba el cuello de su prometido, pero el cosquilleo que Segundo había sentido en el vientre era mucho más intenso, ese cosquilleo le rendía batalla a otros sentimientos, aquellos que le pertenecían a Martina.