Segundo había abierto los ojos y hasta expulsado
una palabra que Francisco no había llegado a entender. Priscilla seguía en el
baño, atormentada, pero la noticia la retornaba a su presente. Tomó la toalla
que colgaba de un toallero y se secaba la cara con rapidez para acortar
distancia con la cama, dejando de lado sus recuerdos atávicos. Al llegar, lo veía
a Francisco sentado a un lado de su amor, bien pegado a su cuerpo, a su
izquierda, irradiando euforia con la mano que aferraba a su brazo. No era para
menos considerando que era la primera vez que Segundo separaba las pestañas y
lograba hablar.
—No te preocupes —balbuceaba Segundo—, ya estoy
mejor.
Y ahí nomás tomaba conocimiento de que Priscilla
lo acompañaba.
— ¡Cuánto te amo! —le expresaba ella y lo corría a
Francisco para estamparle un beso seco en los labios.
Segundo no podía creer que ella lo acompañase. En
sus pocos instantes de lucidez, supuso —y dedujo— que su novia estaría bien
lejos, espantada, quizá informando a su padre el indeseado suceso del
restaurante. De ahí su temor al advertir su retiro en el taxi, temía que le informara
a su padre su verdadera identidad aunque desconociese el motivo de la discusión,
pero Priscilla lucía muy alegre, generando toda la impresión de que el
accidente le hubiese borrado la memoria. Su estado lo confundía demasiado pero
no podía hablar con Francisco hasta tanto compartieran una intimidad.
—Gracias por estar, princesa —le murmuraba como
podía—, prometo no meterlos en nuevos problemas.
Francisco sonreía, percibía su bienestar, más que
nunca lo necesita ileso, pero su sonrisa se desdibujaba cuando el celular de
Priscilla comenzaba a timbrar: era su padre, quería informarle que estaba
situado a dos cuadras del hospital. Ella no tardó en levantar la llamada y ponerse
a dialogar con su padre, lo hacía en voz bajita y desde el pasillo que conducía
al toilette. Ellos habían oído que hablaba con su padre. Se habían quedado a
solas y aprovechaban esos instantes para intercambiar algunas palabras, ardientes
en sus bocas como Troya:
— ¿Qué pasó, Segundo?
— ¿Podemos hablar?
Francisco echaba un ojo al pasillo desde donde
Martina seguía hablando por teléfono.
—Contame rápido y en voz baja.
—La cuestión es que…
—Era mi papá —sorprendía Priscilla—, ya está
llegando.
Se hacía dificultoso hablar sin que ella lo
supiera pero un aviso, como caído del cielo, los motivaba a suspirar:
—Los dejaré unos minutos. Iré a buscarlo porque
que pidió que lo espere desde la puerta principal. ¡Hasta pronto, amor! —le
besaba la frente y se alejaba.
En buen momento, se habían quedado a solas. El
portazo lo confirmaba. Priscilla se había ido y su perfume se quedaba. Las
explicaciones ejercían presión para ser descargadas:
—Francisco: salí a cenar con Priscilla, nos
sentamos en la mesa reservada, hicimos un pedido pero no me sentía bien y fui
al baño. Cuando regresé hallé lo peor: Martina estaba sentada en mi silla y
Priscilla huía hacia la calle. La seguí. Ella detenía la marcha de un coche
taxi y después se subió.
— ¿Cómo que Martina estaba en la mesa, tu ex?
—indagaba muy preocupado, tomando asiento en la otra cama. Pestañeaba a gran
velocidad.
—Sí, mi ex, creo que le comentó todo, o casi todo.
Peligra nuestro plan.
—Sabía que esa perra podía meternos en problemas.
—Nunca imaginé que podría reaparecer. Me cuesta
creer que Priscilla siga acá. ¿Qué fue lo que te dijo?
—Que saliste por unos cigarrillos y te atropelló
una moto.
—No puede ser. ¿Por qué miente?
—No lo sé. Lo que sí sé es que ya no tenemos
demasiado margen para el error. Hay que proceder a… —se pausaba.
— ¿A qué?
—Ya lo sabrás. Por el momento es muy importante
que te relajes, que descanses y puedas liberarte de todas estas tensiones
destructivas. Está por llegar Felipe y tenemos que generarle una buena
impresión. Si Priscilla no habló antes, ¿por qué habría de hacerlo ahora?
— ¿Te parece?
Segundo estaba muy dubitativo, su cara lo
delataba.
—Estoy seguro. Cambiemos de tema y miremos tevé
—tomaba un control remoto que estaba apoyado en la mesita de luz.
Esperaban el arribo de Felipe sin importarles que estaban
viendo un programa con contenidos para la mujer, pero Francisco se incorporaba
y arrastraba una silla que terminaba ubicando entre la ventana y la cama que
alojaba el cuerpo inactivo de su cómplice. Era un hecho la llegada de Felipe y
de hecho no estaba equivocado.
—Buenas noches —saludaba Felipe—. ¿Qué tal? —le
señalaba a su custodio que lo esperara desde el pasillo.
—Recobrando fuerzas —respondía Segundo al instante
y veía como Francisco se le acercaba para tenderle un abrazo.
—Flor de susto nos diste —le decía Felipe,
acercándose a su cama—. ¿Te diste cuenta? El vicio solamente genera disgustos.
— ¿Perdón? —balbuceaba Segundo.
—Mirá lo que te pasó por ir en busca de ese
paquete de cigarrillos.
A Segundo le estaba cayendo la ficha: su novia
apostaba a la mentira sin importarle quien cayera. Era por eso que, tras oírlo,
detenía la mirada en su cara angelical y le guiñaba el ojo derecho, agradecido.
A cambio, recibía una sonrisa que le sacudía los sentimientos y lo
interiorizaba de su cariño. Segundo estaba encariñándose pero tenía cuentas
pendientes para con Martina, y por sobre todas las cosas continuaba odiando,
odiaba a su padre sin piedad.
—El pucho es una porquería —comentaba Francisco—,
pero no hay mal que por bien no venga, después de esto en una de esas dejás de
fumar. Si me disculpan, quisiera retirarme para informarle a una enfermera que
Segundito tiene pilas para rato —descansaba la mano en el hombro de Felipe, que
canalizaba la rehabilitación desde la ventana.
Felipe lo miraba a Segundo y le decía:
—Vaya tranquilo, hombre, que ahora me toca velar
por la salud de su hijo.
Priscilla tomaba asiento en el colchón de Segundo,
con un pañuelo de algodón comenzaba a secarle el sudor de sus mejillas, absorbiéndole
esas gotas escurridizas que dejaban huellas de su paso por la piel. Felipe se
había ubicado en la silla que Francisco había desplazado. Miraba por la
ventana. Si bien Francisco estaba informándole a una enfermera que Segundo
había reaccionado, su objetivo era otro, era por eso que desviaba su recorrido
y se metía en una puerta a media cerrar que comunicaba con una escalera. Tenía
que efectuar un llamado telefónico que ya no podía esperar más, necesitaba
hablar con Araña antes de que Segundo y sus amores lo metieran en serios
problemas. Ya no había margen para el error, él mismo lo había manifestado.
Felipe era un tipo astuto y Segundo no demostraba capacidades suficientes para
pertenecer a una organización que planeaban derrocar y sumergir en las
penurias. En buen momento, el celular de Francisco establecía contacto con el
teléfono de Araña:
—Buenas noches, Iván. Te pido disculpas por la
hora pero estamos complicados. Necesito hablar con Araña ahora mismo.
Descansaba un pie en el primer escalón y el otro
en el piso, inspeccionando todas las inmediaciones porque estaba nervioso.
—Bueno, bueno, no hay problema, querido Francisco,
pero lamento informarle que Araña está muy ocupado en esta ocasión. Puedo
adelantarle algo si así lo desea.
—Es que… es que surgieron varios inconvenientes,
no tenemos más remedio que darle marcha a la operación.
— ¿Dónde está?
—En el Hospital Fernández.
— ¿Cómo?
—Es muy largo de explicar y esta confesión corre
riesgo de ser escuchada. Pasame con Araña, por favor.
—Calma, Francisco, el jefe viajó hoy a Paraguay.
Regresa mañana por la tarde. ¿Por qué no espera hasta mañana?
Francisco reflexionaba, su cabeza estaba al borde
del colapso y hasta daba la impresión de que emanaba humo. Necesitaba con
urgencia establecer contacto con Araña pero él se hallaba a miles de
kilómetros, o para ser más preciso, del otro lado de la frontera argentina.
—Iván: dígale que me llame, que es sumamente
importante que lo haga antes de que nuestro plan se parta en mil pedazos. Por
favor, confío en usted.
—Así será, querido Francisco. Quédese tranquilo
que no está solo, nosotros lo acompañamos. ¿De acuerdo?
— ¿Pero… pero se lo dirá?
—Desde luego que sí.
—Muy amable. ¡Gracias! Esperaré su llamado con
ansiedad. Ahora tengo que cortar. Muchas gracias, Iván.
Agradecía pero agonizaba como si un montículo de
brazas candentes le quemara la planta de los pies. Sin esperar el saludo de despedida,
cortaba la comunicación y se apartaba de la escalera con el inmediato propósito
de regresar a la habitación, esperanzado pero desorientado, tanto que por
segunda vez ignoraba el saludo del custodio de Felipe que seguía apoyado contra
la pared del pasillo. Al ingresar en la habitación, tomaba conocimiento de que
una enfermera le brindaba asistencia a Segundo, y que Felipe y su hija estaban
parados y unidos por un abrazo, como si custodiaran la asistencia médica a un
lado de la cama.
—Lamento informarles que ya es hora de retirarse
—avisaba la enfermera mientras le inclinaba la espalda a Segundo—. Únicamente
puede acompañarlo un familiar. ¿Es usted el padre? —le preguntaba a Felipe.
—No, el padre soy yo —irrumpía Francisco al
llegar.
—Señor: ¿usted le hará compañía?
—Pero ya está bien mi hijo. —Segundo parpadeaba—.
¿Hace falta pasar la noche acá?
— ¿Usted es consciente de que su hijo sufrió un
impacto en la cabeza y que habrá que examinarlo a la brevedad? Aún requiere
observación.
Oponerse a una orden médica podía despertar
sospechas en un mal bicho como Felipe, era lo que reflexionaba Francisco en una
milésima de segundo:
—Comprendo, comprendo. Si no queda otra opción,
nos quedaremos.
—Bien. ¿Podrían ser amables y desalojar la
habitación?, —le solicitaba la enfermera a los invitados—. El paciente necesita
descansar.
—Desde luego que sí —asentía Felipe con la cabeza
mientras se acercaba a Segundo—. Nene, me alegra que no tengamos que lamentar
una tragedia. Dios está de tu lado.
—Gracias, don Felipe. Es usted muy gentil.
Priscilla también se le acercaba, pero a
diferencia de su padre sonreía.
—Te quiero mucho —le declaraba ella con los ojos brillosos.
—También yo y… y gracias por todo. ¿Me explico?
En esos momentos, Francisco despedía a Felipe
desde el pasillo, a unos pocos pasos de la puerta de salida.
—Claro que te explicás. Este asunto queda entre
nosotros, ya tendremos tiempo de sobra para aclararlo. Lo importante es que
ahora descanses y puedas recuperarte. ¡Te amo!
—Yo también te amo.
Era la primera vez que Segundo le declaraba su
amor, fingido, por supuesto, pero también era la primera vez que había sentido
un cosquilleo en el vientre, un chispazo de energía nunca sentido por ella, y
ella estaba tan contenta que le besaba los labios sin importarle que su padre
pudiera notarlo, una, dos y hasta tres veces lo besaba con su fragancia a
jazmín y un cabello suelto que cosquilleaba el cuello de su prometido, pero el
cosquilleo que Segundo había sentido en el vientre era mucho más intenso, ese
cosquilleo le rendía batalla a otros sentimientos, aquellos que le pertenecían
a Martina.