Al día
siguiente, Felipe y Segundo compartían un paseo por uno de sus campos, en el
partido bonaerense de San Pedro. Eran las cinco menos veinte de la tarde.
Cuatro potros de pelaje negro azabache, aseados y peinados como se suelen
peinar los seres humanos, arrastraban un carruaje minuciosamente maniobrado por
un peón de campo que Felipe contrataba desde largos veinte años. Circulaban por
un camino terregoso, seco, eran tiempos de sequía y las nubes densas se hacían
esperar. Dicho camino conducía a un molino antiguo y un tanque australiano
rodeado de arbustos, todos podados a la semejanza. El carruaje estaba diseñado
con madera de pino y techado por una fina plancha de metal; conformaba una de
sus joyas más preciadas porque databa del año 1915. Ellos viajaban en el
interior de ese carruaje, enfrentados por dos asientos que estaban forrados con
seda color verde oscuro, conectados con el mundo exterior por unas ventanillas
decoradas con cortinas de alta costura, de color violeta, cada una de las
cuales llevaba impresa una corona dorada, al estilo de los reyes, eran unas
ventanillas circulares que estaban abiertas y renovaban el aire viciado,
habiendo tres en cada pared lateral. A punto de desatarse la conversación que
tanto anhelaban compartir, aunque con objetivos contrapuestos, Priscilla
ocupaba su tiempo recogiendo peras entre las fructíferas plantaciones que
abarcaban gran parte del parque del casco, a unos quinientos metros del camino por
donde ellos circulaban, orando a la Virgen María , no hacía otra cosa más que rogar la
aprobación de su padre, un padre que en esos momentos comenzaba a inquietar a
su prometido porque lo miraba con intensidad y ni siquiera pestañeaba. Era la
primera vez que Segundo estaba a solas con el asesino de sus padres. Se
esforzaba para mantener la calma. Felipe lo miraba a los ojos formando apenas
una sonrisa indefinida que él quería pero no podía discernir. Prácticamente no
habían conversado y ya llevaban poco menos de diez minutos en ese carruaje que
cada vez se confundía más con un confesionario. El día se prestaba para una
tarde campestre aunque algunos nubarrones amenazaran en el horizonte,
desafiantes, con ansias de descargar sus poderes naturales sobre las
setecientas hectáreas de soja, pastizales y montes que conformaban la estancia
de la familia Gianittore. Estaba llegando el momento de la verdad o la mentira
según los pensamientos de cada parte, y ellos continuaban enfrentados. Felipe
se cruzaba de piernas y Segundo buscaba concentrarse porque era un hecho que un
interrogatorio se desataría con prontitud, simultáneamente recordaba la
sugerencia que Francisco le había marcado y remarcado hasta el hartazgo:
“limitate a escuchar y responder con espontaneidad, teniendo siempre presente
la historia que falsificamos y que seguramente Felipe debe de haber
investigado”.
—Al fin,
solos… Segundo —sorprendía con optimismo.
El millonario
se respaldaba en el asiento, descansando las piernas a lo largo del piso hasta
chocar sus pies con los de su invitado. Calzaba unas botas de cuero que le
habían golpeado los tobillos y hasta le hacían sentir alguna que otra molestia.
—De más está
decir que siempre estaré a su disposición —decía Segundo de manera convincente.
—Me parece muy
bien. Tu padre ha solicitado una autorización para ese noviazgo que,
sinceramente, me ha tomado por sorpresa. Pero antes de abordar ese asunto,
quisiera conocerte un poco más. Solamente puede conocerse a una persona si se
recurre a sus raíces, a su historia de vida.
—Totalmente,
señor Gianittore.
—Felipe. No me
llames por el apellido.
—De acuerdo,
señor Felipe.
—Ahora sí.
¿Dónde naciste? —le preguntaba con seriedad mientras se acariciaba la barba que
le cubría el mentón.
—Nací en un
terreno baldío, entre los yuyos y el rocío.
— ¿Naciste en
un campo? He oído acerca de partos acuáticos pero, ¿en los pastizales? No lo
tenía. Ustedes no paran de sorprenderme.
—Ojalá se
hubiera tratado de un parto cariñoso pero a mí me abandonaron en un pueblo, en
Gobernador Ugarte.
—Pero,
¿Francisco no es tu padre? ¿Te abandonó? Sigo sin entender.
—Francisco es
mi padre del corazón. Él me adoptó, me crió y también educó. Mis padres
biológicos pensaron que era una molestia y decidieron librarme al destino. Dios
lo envió para que acudiera a mi rescate. Es un gran hombre.
—Qué
increíble. Ya lo veo. Hay personas que no merecen vivir. Detesto a esas madres
que abandonan a sus criaturas, habría que ejecutarlas. Tu padre es un gran
hombre.
—Junto a
Priscilla, es lo mejor que me pasó en la vida.
—Priscilla
—tosía en dos ocasiones—. Ella está orgullosa de tenerte a su lado. Por
momentos parece otra, pero no me cambies de tema. ¿Dónde estudiaste?
—Estudié en un
colegio de Capital Federal.
— ¿En cuál?
—En el Carlos
Pellegrini.
—Pero… ¡qué
grata coincidencia! He cursado mis estudios primarios en esa escuela. ¿Y tenés
estudios universitarios?
—Estuve a
punto de estudiar Economía pero el hotel de mi padre superó mis expectativas de
colgar un título en la pared. Me gusta trabajar junto a mi padre, él me inculcó
el trabajo desde muy pequeño hasta tal punto de convertirse en una obsesión.
—El trabajo
dignifica a todo ser humano. Si la memoria no me falla, el hotel de tu padre
estaba domiciliado en el barrio Belgrano —lo indagaba capciosamente,
persiguiendo su confusión.
—No…, mi padre
se inició en el barrio Monserrat, en la esquina de Suipacha y Perón. Como usted
sabe, la década del noventa arribó y una nueva era surgió, la del liberalismo
económico y su bondadosa globalización. A partir de entonces nos mudamos al
barrio que los porteños importamos de Miami.
Ambos
sonreían, más por compromiso que por la gracia del chiste.
—Ah, perdón, los
años acarrean algunas fallas neurológicas pero todavía puedo discernir. Mi hija
está completamente enamorada. ¿Cuáles son tus pretensiones inmediatas para con
ella?
—Hacerla
feliz. Protegerla y trabajar duro para que nunca nos falte nada.
—Amén —había endurecido
la voz—. Pero, ¿por qué se ocultaron? Todo padre quiere lo mejor para su hija,
lo que hicieron ha sido un error. Debiste hablar conmigo. ¿Sos consciente de
que la mentira restó algunos puntos de mi aceptación?
—Felipe… su
hija me rogó mantener la relación en el anonimato. Ella lo adora pero temía que
usted rechazara nuestro noviazgo. De todos modos, reconozco que ha sido un gran
error.
Segundo se
sonrojaba, aunque quería no podía evitarlo.
— ¿Quién sos
para decirme lo que ella siente por su padre? Está bien que la quieras pero
estás yendo demasiado rápido —sorprendía alterándose, cegado por los celos.
—Es cierto. No
hay amor más grande que el de un padre por su hija. Por momentos los sueños nos
motivan a vivir tanto que hasta olvidamos lo que decimos y hacemos. Le ruego
disculpas.
—Estás
disculpado pero quiero que algo te quede bien en claro: mi princesa está
perdidamente enamorada y ya es tarde para abrirle los ojos, pero si algo malo
llegara a sucederle, serás el primero que deberá brindarme explicaciones —le
levantaba la mano derecha—. Suena amenazante y hasta mete presión, pero amo a
mi hija y siempre quiero lo mejor para nuestras vidas. Si ella está triste, yo
también lo estoy. Te aseguro que enfadado soy capaz de cometer atrocidades que
ni tu imaginación podría fantasear.
El carruaje se
había detenido. Segundo estaba ahogado, inhalaba aire como podía, quizá cual
pescado recién sacado de su hábitat. Y Felipe seguía inmóvil, observándolo, en
realidad estudiaba cada detalle, cada gesto, cada respuesta, era un observador
nato y Segundo lo preocupaba, lo cual en cierta forma potenciaba su perfil
observador. Ese muchacho le había transmitido demasiada seguridad con sus
palabras y comportamientos, aunque Segundo en realidad le tenía miedo.
—Pibe, la única
manera para que yo pueda aceptar esa relación es proponiéndote que trabajes junto
a mi equipo. Tu padre está de acuerdo con que abandones el hotel y te unas a mi
gente. De lo contrario, será imposible que yo te pueda conocer y que ese
noviazgo pueda continuar. ¿Cuál es tu opinión al respecto? —se paraba para
compartir el mismo asiento como dos enamorados en busca del primer beso.
—Por su hija
sería capaz de cualquier cosa —le olía el aliento—. Acepto con orgullo su
ofrecimiento. Es muy generoso de su parte. ¿En qué podría ayudarlo?
—Trabajando y
mucho. Mañana mismo comenzaremos. Tengo una misión que requiere de tu ayuda.
Quiero un macho para mi nena.
Felipe suponía
que su prueba lograría apartarlo de su princesa, le esperaba una misión fuera
de serie que ni Francisco podía imaginar.
—Será un honor
trabajar para el padre de mi pareja. ¡Cuente conmigo! —le manifestaba decididamente
pero muy tentado por la curiosidad de un acto imprevisto.
— ¡Excellent!
Eso sí, todo esto queda entre nosotros. ¿Comprendido?
—Absolutamente.
Y desde ese
banco terminaron estrechándose las manos. Segundo sentía el sudor de su palma
al mismo tiempo que padecía la fuerza con que sus dedos lo presionaban cual
tenazas predispuestas a la destrucción. Felipe comenzaba a golpear el techado
con los nudillos de las manos, a la espera de algo, o de alguien, alguien que
en cuestión de segundos les abría la puerta del carruaje. Era su peón que les
posibilitaba el descenso para recorrer los pastizales verdosos crecidos en las
inmediaciones del molino. Al descender eran recibidos por cinco gallinas que
huían despavoridas, expulsadas por los ladridos de un perro rabioso que imponía
autoridad entre las hierbas.
Habían logrado
un paso importante pero desconocían la inaudita misión que Felipe ya había
encomendado a sus empleados. Incertidumbre total.