Había transcurrido media hora desde que Francisco
se había entregado. Los medios de comunicación indisponían de noticias más allá
de que todos los turistas y empleados del hotel aguardaban en el
estacionamiento la llegada de los colectivos de la prefectura. Puerto Madero
estaba cercado, resultaba imposible atravesar los límites fronterizos del
barrio selecto a menos que se contara con una placa policial o una credencial
periodística. La seguridad era extrema al igual que en el viaducto Carranza,
donde un grupo de inteligencia policial operaba con arduidad para conocer las
causas de la explosión y recuperar materiales valiosos que sirviesen de prueba
y explicaran la gran barbarie desatada entre los concretos y cementos del
pasaje subterráneo. Hasta los periódicos más prestigiosos del país ya eran
víctimas del caos social y modificaban las portadas de sus periódicos,
escaneando fotografías que impactarían a aquellos que pronto madrugarían con la
pesadilla que Martina padecía desde tediosas horas previas. ¡La Ciudad de la Furia !, ¡Made in Bagdad!,
informaban las portadas de los periódicos “La Nación ” y “Clarín”, y “Crónica T.V.” seguía proyectando
placas de color rojo sangre, el mismo color que teñía las paredes y los
alfombrados del hotel, y que también salpicaba las murallas del viaducto.
Con respecto a Segundo, milagrosamente estaba a
salvo. Ya se había despedido del cartonero tanguero que le había salvado la
vida y ahora circulaba en un coche taxi con destino directo al departamento de
su amigo Pedro Bluck, quien tras la noticia aguardaba su llegada con altas
dosis de preocupación, sin correrle la mirada a la pantalla chica de su
televisor. Segundo estaba sentado en el asiento trasero del coche taxi, intentaba
establecer contacto con el teléfono de Martina pero ella no le respondía. Daba
toda la sensación de que su celular había perdido la señal porque sonaba y
resonaba y nadie le atendía. Su ausencia lo aterraba, divagaba con un secuestro
pero, desgraciadamente, su vida también peligraba. Su cerebro parecía una
ametralladora que cargaba balas de plomo y disparaba confusión, y entre los
aterrados turistas del hotel “La Estrella Fugaz ”, que ya habían perdido la calma y
fantaseaban con regresar a sus países de origen, Martina sufría de pánico
cuando el mismo fiscal que se le había presentado a Francisco la invitaba a ocupar
una suite del segundo nivel. Estaba prácticamente quebrada, no tenía noticias
de su amado. Su teléfono había sido secuestrado por la prefectura y se hallaba
incomunicada.
—Adelante —le abría la puerta el fiscal,
empujándola suavemente desde la espalda.
Estaban ingresando en el living de una suite: en
su centro había una mesa cuadrada con dos sillas enfrentadas que claramente
desencajaban con el decorado del interior. La mesa era de roble y las sillas de
plástico blanco. A medio metro de la mesa, sobresalía una fina biblioteca de
madera oscura con todos los estantes repletos de libros. Eran diez estantes en
total. Sobre la mesa había una jarra a medio llenar de agua y dos vasos de
vidrio, vacíos.
—Tome asiento, por favor. No tema —le sugería el
fiscal.
Su rostro la delataba, el miedo fluía por su
cuerpo, sobremanera en los brazos y en esas piernas que no paraban de temblar.
— ¿Puedo comunicarme con mis padres? Deben de
estar preocupados —tomaba asiento en la silla—. Mire la hora que es.
—Señorita Martina Walsh, quédese tranquila.
Nuestra gente ya se ha comunicado con su familia —también tomaba asiento,
dándole la espalda a un ventanal con las cortinas cerradas—. Todo está bajo
control. Le pido que por favor se tranquilice y colabore con nosotros. ¿Está
dispuesta a colaborar?
La trataba con cortesía pero apoyaba un grabador
en la mesada que fácilmente podía caber en la palma de cualquier mano.
—Lo intentaré —le respondía con timidez.
— ¿Tiene sed? ¿Por qué no bebe un sorbo de agua
antes de declarar?
El fiscal rasguñaba la jarra con los cinco dedos
de la mano derecha.
—Sed no tengo pero lo que sí tengo es el derecho
de llamar a un abogado.
—Señorita, soy fiscal, no hace falta.
Tranquilícese, por favor.
Lo cierto era que Martina dudaba rotundamente de
sus dichos. Sus ansias de abandonar el hotel estaban tan intactas que prefería
renunciar a la defensa de un abogado con tal de irse a la brevedad.
—Le suplico que sea rápido y concreto.
—Mucho más de lo que usted piensa. Go on… Su
nombre no figura en los registros del hotel. ¿Podría explicarme que hace aquí?
La escucho, cuénteme con calma.
La calma que el fiscal solicitaba estaba lejos de
ser alcanzada, sus emociones estaban desequilibradas y su cerebro le exigía que
se parara y escapara, hasta que no pudo resistirse más y de un sobresalto se incorporaba,
persiguiendo huir del interrogatorio extraño.
—Soy inocente, ¡me voy! —manifestaba mientras
corría en dirección a la puerta de salida.
—Señorita —exclamaba viendo su espalda cada vez más
distante—, usted no puedo irse.
El fiscal actuaba con tranquilidad, ni siquiera se
inmutaba porque sabía muy bien que un prefecto se antepondría desde el pasillo
para impedir su retiro. En efecto, la puerta de salida estaba siendo bloqueada
por un morocho muy musculoso que le impedía salir. Muy angustiada, cerraba los
ojos y retornaba a la silla, el grabador y el fiscal, quien en esos instantes
se cruzaba de piernas y alzaba el brazo derecho como si persiguiera alentarla.
—Tranquila, nosotros no le haremos daño. Estamos
acá para protegerla. Respire hondo y dígame cuando quiere comenzar.
—Ahora mismo —dejaba caerse en la silla con
torpeza.
—Muy bien. La escucho…
—Soy la novia de Segundo Noruega, el padre de una
beba que llevo en mi vientre. Segundo es el hijo del desaparecido Antonio
Noruega, el mismo que corría las carreras de turismo carretera. Necesito saber
dónde y cómo está porque lo perseguían unos malvados. Eso mismo le dijo
Francisco Reina, el propietario de este hotel. En realidad, mi novio usa
documentación falsa y se hace llamar…