jueves, 20 de diciembre de 2012

Entrega nro. 88


Había transcurrido media hora desde que Francisco se había entregado. Los medios de comunicación indisponían de noticias más allá de que todos los turistas y empleados del hotel aguardaban en el estacionamiento la llegada de los colectivos de la prefectura. Puerto Madero estaba cercado, resultaba imposible atravesar los límites fronterizos del barrio selecto a menos que se contara con una placa policial o una credencial periodística. La seguridad era extrema al igual que en el viaducto Carranza, donde un grupo de inteligencia policial operaba con arduidad para conocer las causas de la explosión y recuperar materiales valiosos que sirviesen de prueba y explicaran la gran barbarie desatada entre los concretos y cementos del pasaje subterráneo. Hasta los periódicos más prestigiosos del país ya eran víctimas del caos social y modificaban las portadas de sus periódicos, escaneando fotografías que impactarían a aquellos que pronto madrugarían con la pesadilla que Martina padecía desde tediosas horas previas. ¡La Ciudad de la Furia!, ¡Made in Bagdad!, informaban las portadas de los periódicos “La Nación” y “Clarín”, y “Crónica T.V.” seguía proyectando placas de color rojo sangre, el mismo color que teñía las paredes y los alfombrados del hotel, y que también salpicaba las murallas del viaducto.
Con respecto a Segundo, milagrosamente estaba a salvo. Ya se había despedido del cartonero tanguero que le había salvado la vida y ahora circulaba en un coche taxi con destino directo al departamento de su amigo Pedro Bluck, quien tras la noticia aguardaba su llegada con altas dosis de preocupación, sin correrle la mirada a la pantalla chica de su televisor. Segundo estaba sentado en el asiento trasero del coche taxi, intentaba establecer contacto con el teléfono de Martina pero ella no le respondía. Daba toda la sensación de que su celular había perdido la señal porque sonaba y resonaba y nadie le atendía. Su ausencia lo aterraba, divagaba con un secuestro pero, desgraciadamente, su vida también peligraba. Su cerebro parecía una ametralladora que cargaba balas de plomo y disparaba confusión, y entre los aterrados turistas del hotel “La Estrella Fugaz”, que ya habían perdido la calma y fantaseaban con regresar a sus países de origen, Martina sufría de pánico cuando el mismo fiscal que se le había presentado a Francisco la invitaba a ocupar una suite del segundo nivel. Estaba prácticamente quebrada, no tenía noticias de su amado. Su teléfono había sido secuestrado por la prefectura y se hallaba incomunicada.
—Adelante —le abría la puerta el fiscal, empujándola suavemente desde la espalda.
Estaban ingresando en el living de una suite: en su centro había una mesa cuadrada con dos sillas enfrentadas que claramente desencajaban con el decorado del interior. La mesa era de roble y las sillas de plástico blanco. A medio metro de la mesa, sobresalía una fina biblioteca de madera oscura con todos los estantes repletos de libros. Eran diez estantes en total. Sobre la mesa había una jarra a medio llenar de agua y dos vasos de vidrio, vacíos.
—Tome asiento, por favor. No tema —le sugería el fiscal.
Su rostro la delataba, el miedo fluía por su cuerpo, sobremanera en los brazos y en esas piernas que no paraban de temblar.
— ¿Puedo comunicarme con mis padres? Deben de estar preocupados —tomaba asiento en la silla—. Mire la hora que es.
—Señorita Martina Walsh, quédese tranquila. Nuestra gente ya se ha comunicado con su familia —también tomaba asiento, dándole la espalda a un ventanal con las cortinas cerradas—. Todo está bajo control. Le pido que por favor se tranquilice y colabore con nosotros. ¿Está dispuesta a colaborar?
La trataba con cortesía pero apoyaba un grabador en la mesada que fácilmente podía caber en la palma de cualquier mano.
—Lo intentaré —le respondía con timidez.
— ¿Tiene sed? ¿Por qué no bebe un sorbo de agua antes de declarar?
El fiscal rasguñaba la jarra con los cinco dedos de la mano derecha.
—Sed no tengo pero lo que sí tengo es el derecho de llamar a un abogado.
—Señorita, soy fiscal, no hace falta. Tranquilícese, por favor.
Lo cierto era que Martina dudaba rotundamente de sus dichos. Sus ansias de abandonar el hotel estaban tan intactas que prefería renunciar a la defensa de un abogado con tal de irse a la brevedad.
—Le suplico que sea rápido y concreto.
—Mucho más de lo que usted piensa. Go on… Su nombre no figura en los registros del hotel. ¿Podría explicarme que hace aquí? La escucho, cuénteme con calma.
La calma que el fiscal solicitaba estaba lejos de ser alcanzada, sus emociones estaban desequilibradas y su cerebro le exigía que se parara y escapara, hasta que no pudo resistirse más y de un sobresalto se incorporaba, persiguiendo huir del interrogatorio extraño.
—Soy inocente, ¡me voy! —manifestaba mientras corría en dirección a la puerta de salida.
—Señorita —exclamaba viendo su espalda cada vez más distante—, usted no puedo irse.
El fiscal actuaba con tranquilidad, ni siquiera se inmutaba porque sabía muy bien que un prefecto se antepondría desde el pasillo para impedir su retiro. En efecto, la puerta de salida estaba siendo bloqueada por un morocho muy musculoso que le impedía salir. Muy angustiada, cerraba los ojos y retornaba a la silla, el grabador y el fiscal, quien en esos instantes se cruzaba de piernas y alzaba el brazo derecho como si persiguiera alentarla.
—Tranquila, nosotros no le haremos daño. Estamos acá para protegerla. Respire hondo y dígame cuando quiere comenzar.
—Ahora mismo —dejaba caerse en la silla con torpeza.
—Muy bien. La escucho…
—Soy la novia de Segundo Noruega, el padre de una beba que llevo en mi vientre. Segundo es el hijo del desaparecido Antonio Noruega, el mismo que corría las carreras de turismo carretera. Necesito saber dónde y cómo está porque lo perseguían unos malvados. Eso mismo le dijo Francisco Reina, el propietario de este hotel. En realidad, mi novio usa documentación falsa y se hace llamar…