Amordazado, y con las muñecas esposadas por cinco
vueltas de cinta adhesiva, Segundo sentía el cuerpo paralizado en la
inquietante oscuridad del baúl del automóvil de los tres matones de Felipe.
Circulaban por avenida Leandro N. Alem, con destino directo a la casa del
embajador. Segundo sentía el mismo pánico que había experimentado en el ataúd donde
estaba el cadáver de su abuela, el mismo
terror que había desafiado en aquella habitación claustrofóbica de la mansión
del mafioso asesinado. Apenas podía mover el cuerpo. No tenía escapatoria y se
sentía agotado. Para su suerte, los matones seguían desconociendo que Felipe
había sido aniquilado.
Un semáforo de la avenida Figueroa Alcorta los
detenía en una esquina frente a los costosos edificios del barrio Retiro. Los
latidos de Segundo sonaban cual bombo a destiempo tocado por un niño que tan
sólo pretendía hacer barullo. Se sentía desganado y hasta resignado, presumía
su final. Los recuerdos renacían como una película que resumía las escenas más
relevantes de su historia: el amor incondicional de su abuela; el cementerio y
la misteriosa aparición de Teresa; el romance con Martina; una carta delatora;
el encuentro con Florencio Restrepo; la infidelidad de su padre; Felipe y su
princesa; venganza, venganza y más venganza; un accidente; el embarazo; el
sorpresivo asesinato de la familia Gianittore y su posterior secuestro. Su
cerebro proyectaba imágenes sucesivas que alteraban sus emociones. Lo único que
lo motivaba a respirar era saber que sería papá y que una mujer lo amaba y
esperaba con ansias, pero ya no tenía ni fuerzas para rogarle a Dios una
bendita liberación.
El automóvil estaba desviándose a gran velocidad
por una calle que bordeaba una plaza. Tomaba una curva en el preciso instante
en que un perro abandonado cruzaba la calle. El conductor —un matón de Felipe—
reaccionaba con un volantazo pero perdía el control y se estrellaron contra un
árbol. El estruendo había perforado los tímpanos de Segundo, quien, golpeado,
sentía gusto a sangre y molestias en todo el cuerpo. Ahora había luz, el baúl
estaba entreabierto. Como podía, asomaba la cabeza. Olía nafta y neumáticos
quemados. Se las rebuscaba para salir. Nadie transitaba la zona. Veía una
cabeza echada en el respaldo del asiento trasero; más adelante y sobre el
capot, un perro despedazado estaba pegado como chicle en el parabrisas. Salía
del baúl, también como podía, cayendo al suelo con la pierna derecha y después
con la espalda. Se incorporó y rengueó unos metros, olvidando que había sido
secuestrado. El árbol estrellado parecía una palmera retorcida. El sistema de
airbag funcionaba como almohada del rostro del conductor. A su lado derecho
había un acompañante que llevaba puesto el cinturón de seguridad: tenía los
labios partidos y la nariz media desprendida. Parecían desvanecidos, o muertos.
Segundo estaba confundido, sentía impotencia. Le dolían todos los huesos. Era
el segundo accidente en menos de una semana pero entendía que se trataba de un
momento ideal para escapar. Entonces respiraba hondo y, con mucha fuerza de
voluntad, rengueaba hacia la vereda. Buscaba alguien que lo auxiliase mientras
se liberaba de la cinta que le ataba las muñecas. Estaba tomando consciencia de
su milagro: Dios había entregado la vida de un perro para salvar la suya. Ya no
sentía la sensación de adrenalina fluyendo por todo su cuerpo. Tan sólo quería
estar con Martina para casarse y protegerla contra viento y marea de cualquier
amenaza que pudiera peligrar la llegada al mundo de su bebé. Manoteaba la llave
que abría el candado de la ex concesionaria de su padre y se largaba a andar
por las plazas, estimando que tendría que caminar al menos siete cuadras por
avenida Del Libertador para poder resguardarse en esa casona de sus recuerdos
aplastada por la desaparición de su familia. Eso sí, Segundo no veía que uno de
los matones había despertado y seguía sus pasos, rengueando como él, a menos de
cien metros, dispuesto a fulminarlo. Y a unas pocas cuadras, tal vez diez,
estaba la casa del embajador, donde más matones de Felipe esperaban por el
cautivo o un llamado telefónico que los pusiera en acción.