Del otro lado del riachuelo, en el altillo de la
casa de campo, Francisco y Araña fumaban unos puros cubanos. Exhalaban
bocanadas de humo espeso y se lo echaban en la cara, pero sus júbilos eran
interrumpidos cuando, en buena hora, el teléfono de Araña se hacía atender:
—Ahí están —lo alertaba Francisco tras liberar la
última bocanada.
Araña no demoraba en apoderarse de su celular para
comenzar a oír una información que ardía, porque sus ojos se habían enrojecido,
como brazas, y sin despedirse cortaba la comunicación, volviendo a dejar el teléfono
entre el maletín y el detonador maldito. Con ojos de leopardo, giraba el cuello
en un ángulo de noventa grados y se detenía para mirarlo, gesticulando:
— ¡Boom!
Francisco entrelazaba los dedos de las manos, las
tenía sudadas, estaba por demás de ansioso:
— ¿Lo volamos… ahora?
— ¡Now! —le chillaba Araña con un inglés
bien pronunciado.
Parecía la escena de una película pero no la era.
El detonador estaba preparado, listo para responder ante una clave que
Francisco desconocía pero que tenía que descifrar. El despiadado psicópata,
amante de los explosivos y las arañas, acomodaba las piernas entre el baúl,
moviendo con extrema delicadeza el maletín hasta situarlo en el centro de la
mesada, donde sus piernas se juntaban. Otra vez retomaba la palabra:
—Mi amigo, ahora deberás presionar tres teclas.
—Dale —se agitaba, Francisco—, hacelo vos mismo.
—Negativo. Decime una cosa: dos por tres, ¿qué
sucede?
—Supongo que llueve.
—A veces sí. ¿Podrías representar ese refrán en
este maldito detonador?
A Francisco le temblaba la mano, pero la arrimaba,
acercaba la mano derecha y rozaba el teclado del detonador. Su dedo índice ya
tocaba la tecla del número 9. Daba por hecho que ese maldito artefacto
despedazaría a Felipe en varios pedazos. Reflexionaba el refrán: dos, tres, tan
sólo eran números sucesivos. No podía resolver la incógnita del símbolo
multiplicador y eso lo impacientaba:
— ¿Y qué hago con el símbolo del por?
—Es como una estrella… la estrella fugaz.
—Dale, Araña, no me jodas.
—Mirá el teclado. ¿Qué ves?
—Números del cero al diez —se pausaba y fruncía el
entrecejo—, un asterisco y un numeral.
— ¿Entonces?
—Tenés razón, los nervios me están atolondrando.
Resuelta la incógnita, comenzaba a presionar las
teclas: primero lo hacía con la del número dos, después le seguía el asterisco hasta
finalmente dejar caer el dedo índice sobre la tecla que representaba el número
tres. Le faltaba presionarla porque la estaba rozando, o más que rozando la estaba
presionando pero no llegaba a empujarla hasta el final. Estaba indeciso.
Respiraba hondo y con los ojos cerrados la empujaba. En tan sólo cinco
segundos, la bomba estallaba y desarmaba el vehículo en decenas de partes poco
antes de traspasar el viaducto. Podía afirmarse que ese viaducto era la
garganta de un diablo: su paladar escupía llamas sin cesar. Hasta podía
sostenerse que se había convertido en un desarmadero de vehículos, casualmente
utilizado para operaciones mortuorias. Había ingresado un coche lujoso que se
había convertido en mera chatarra abollada por la poderosa onda expansiva de la
bomba detonada. Los cuerpos de Felipe y el chofer resultaban irreconocibles.
Había piernas destrozadas, brazos mutilados e hilillos de sangre que avanzaban
como ríos por sobre la cinta asfáltica y las paredes de concreto. El estruendo
se había oído hasta en un radio de quinientos metros. La carnicería había sido
humana y subterránea. Felipe había sido brutalmente asesinado pero la sociedad
no tendría que lamentar otras víctimas porque nadie circulaba por el viaducto
al concretarse la explosión. La misión había resultado un éxito rotundo para
los hombres del mal pero la vida de Segundo peligraba y ellos lo desconocían.
—Dos por tres, explota —lo corregía Araña, desatando
una carcajada inescrupulosa y despiadada.
Francisco bebía su saliva, su veneno. La ambición
fluía por sus venas, sentía la gloria: quería ser un hombre influyente,
apoderarse del puesto que Felipe ya no podría ejercer. Daban por hecho el
atentado. Araña había detonado una decena de bombas y ninguna había fallado. Sólo
restaba escuchar la confirmación por el maldito teléfono o verlo en directo
desde la televisión.
Vaya contradicción: de un lado, en un campo que
lindaba con una villa de emergencia, Araña y Francisco se regocijaban con la
muerte de Felipe; de otro, en Puerto Madero, Segundo y Martina se emocionaban
ante la noticia de una criatura en pleno estado de gestación, pero la guía
telefónica había perdido dos nombres y un mismo apellido: los de Felipe y
Priscilla Gianittore.