domingo, 16 de diciembre de 2012

Entrega nro. 82

Del otro lado del riachuelo, en el altillo de la casa de campo, Francisco y Araña fumaban unos puros cubanos. Exhalaban bocanadas de humo espeso y se lo echaban en la cara, pero sus júbilos eran interrumpidos cuando, en buena hora, el teléfono de Araña se hacía atender:
—Ahí están —lo alertaba Francisco tras liberar la última bocanada.
Araña no demoraba en apoderarse de su celular para comenzar a oír una información que ardía, porque sus ojos se habían enrojecido, como brazas, y sin despedirse cortaba la comunicación, volviendo a dejar el teléfono entre el maletín y el detonador maldito. Con ojos de leopardo, giraba el cuello en un ángulo de noventa grados y se detenía para mirarlo, gesticulando:
— ¡Boom!
Francisco entrelazaba los dedos de las manos, las tenía sudadas, estaba por demás de ansioso:
— ¿Lo volamos… ahora?
    ¡Now! —le chillaba Araña con un inglés bien pronunciado.
Parecía la escena de una película pero no la era. El detonador estaba preparado, listo para responder ante una clave que Francisco desconocía pero que tenía que descifrar. El despiadado psicópata, amante de los explosivos y las arañas, acomodaba las piernas entre el baúl, moviendo con extrema delicadeza el maletín hasta situarlo en el centro de la mesada, donde sus piernas se juntaban. Otra vez retomaba la palabra:
—Mi amigo, ahora deberás presionar tres teclas.
—Dale —se agitaba, Francisco—, hacelo vos mismo.
—Negativo. Decime una cosa: dos por tres, ¿qué sucede?
—Supongo que llueve.
—A veces sí. ¿Podrías representar ese refrán en este maldito detonador?
A Francisco le temblaba la mano, pero la arrimaba, acercaba la mano derecha y rozaba el teclado del detonador. Su dedo índice ya tocaba la tecla del número 9. Daba por hecho que ese maldito artefacto despedazaría a Felipe en varios pedazos. Reflexionaba el refrán: dos, tres, tan sólo eran números sucesivos. No podía resolver la incógnita del símbolo multiplicador y eso lo impacientaba:
— ¿Y qué hago con el símbolo del por?
—Es como una estrella… la estrella fugaz.
—Dale, Araña, no me jodas.
—Mirá el teclado. ¿Qué ves?
—Números del cero al diez —se pausaba y fruncía el entrecejo—, un asterisco y un numeral.
— ¿Entonces?
—Tenés razón, los nervios me están atolondrando.
Resuelta la incógnita, comenzaba a presionar las teclas: primero lo hacía con la del número dos, después le seguía el asterisco hasta finalmente dejar caer el dedo índice sobre la tecla que representaba el número tres. Le faltaba presionarla porque la estaba rozando, o más que rozando la estaba presionando pero no llegaba a empujarla hasta el final. Estaba indeciso. Respiraba hondo y con los ojos cerrados la empujaba. En tan sólo cinco segundos, la bomba estallaba y desarmaba el vehículo en decenas de partes poco antes de traspasar el viaducto. Podía afirmarse que ese viaducto era la garganta de un diablo: su paladar escupía llamas sin cesar. Hasta podía sostenerse que se había convertido en un desarmadero de vehículos, casualmente utilizado para operaciones mortuorias. Había ingresado un coche lujoso que se había convertido en mera chatarra abollada por la poderosa onda expansiva de la bomba detonada. Los cuerpos de Felipe y el chofer resultaban irreconocibles. Había piernas destrozadas, brazos mutilados e hilillos de sangre que avanzaban como ríos por sobre la cinta asfáltica y las paredes de concreto. El estruendo se había oído hasta en un radio de quinientos metros. La carnicería había sido humana y subterránea. Felipe había sido brutalmente asesinado pero la sociedad no tendría que lamentar otras víctimas porque nadie circulaba por el viaducto al concretarse la explosión. La misión había resultado un éxito rotundo para los hombres del mal pero la vida de Segundo peligraba y ellos lo desconocían.
—Dos por tres, explota —lo corregía Araña, desatando una carcajada inescrupulosa y despiadada.
Francisco bebía su saliva, su veneno. La ambición fluía por sus venas, sentía la gloria: quería ser un hombre influyente, apoderarse del puesto que Felipe ya no podría ejercer. Daban por hecho el atentado. Araña había detonado una decena de bombas y ninguna había fallado. Sólo restaba escuchar la confirmación por el maldito teléfono o verlo en directo desde la televisión.
Vaya contradicción: de un lado, en un campo que lindaba con una villa de emergencia, Araña y Francisco se regocijaban con la muerte de Felipe; de otro, en Puerto Madero, Segundo y Martina se emocionaban ante la noticia de una criatura en pleno estado de gestación, pero la guía telefónica había perdido dos nombres y un mismo apellido: los de Felipe y Priscilla Gianittore.