Los neumáticos del Torino marcaban huellas sobre
el asfalto. Segundo presionaba con el talón derecho el acelerador. Así avanzaba
tres cuadras hasta clavar los frenos porque un semáforo se ponía de rojo.
Miraba por el espejito retrovisor pero la visibilidad era nula. La pintura
volcada en el baúl había pintado toda la parte trasera. Divagaba con la
compañía de su padre, era por eso que perdía la mirada en el asiento del acompañante. Un bocinazo lo devolvía a la realidad. La bocina había sonado metros
atrás, había sido tocada por un conductor que aguardaba su marcha para poder
circular. El único elemento que Segundo tenía para inspeccionar los alrededores
eran los dos espejitos de las puertas delanteras, pero resultaban inútiles
porque estaban desacomodados. Posicionarlos implicaba una pérdida de tiempo que
no podía desperdiciar. Necesitaba alejarse lo más pronto posible de la
concesionaria. Encajaba el primer cambio y avanzaba. Su destino parecía estar
sometido por los desafíos y el terror: el vehículo que trasladaba a los
custodios del embajador imponía la carrocería por encima de la trompa del Torino.
Segundo reaccionaba con un volantazo. Las ruedas delanteras invadían la vereda.
Uno de los custodios asomaba el caño de un revólver desde la ventanilla trasera.
Le estaba tatuando la mira infrarroja en la frente. Segundo la percibía cual
chispazo de energía, eso lo impulsaba a meter la reversa y maniobrar un giro
rebuscado que para su suerte lo terminaba devolviendo a la calle. Pisaba el
acelerador y conquistaba algunos metros. Circularon por una calle, doblaron por
otra y retornaban peligrosamente a la misma avenida. El semáforo estaba de rojo.
Segundo ya estaba jugado, necesitaba cruzarla aunque le costara un accidente.
Al cruzarla era sorprendido por un camión recolector de residuos, le anteponía el
paragolpes delantero, pero sus reflejos funcionaban a la perfección y lograba
esquivarlo, evitando el impacto. Recorría una calle que estaba bordeada por
plazoletas. La ajuga del kilometraje superaba los ochenta kilómetros por hora.
A pesar de conducir el Torino como casi su padre podía hacerlo, los temibles
matones no perdían de vista sus maniobras y se acercaban. Segundo quería vivir
pero su vida estaba comprometida. Como venía, tomaba una curva y efectuaba un
giro rebuscado hacia su lado izquierdo. Los neumáticos chillaban pero se
bancaban el paso de los años sin quejas ni olvidos. Estaba superando los
noventa kilómetros por hora. Circulaba a contramano por una calle. Una
camioneta doblaba en el preciso instante en que él giraba por la esquina.
Clavaba los frenos y cabeceaba hacia el volante. El paragolpes de la camioneta
había rozado la trompa del Torino. Segundo lo había desviado hacia una vereda
que estaba cercada por paredones de concreto. Escaseaba la iluminación, la
cuadra estaba desalmada. Con el corazón en la garganta, comenzaba a circular
por la vereda. Recorrió poco más de treinta metros hasta conseguir retornar a
la calle. Había un edificio custodiado por dos uniformados. Estaban metidos en
una garita. Los matones iban tras él, situados a unos setenta metros. El Torino
estaba parado en el medio de la calle, en diagonal. Desde esa posición advertía
la presencia de los matones. Muy preocupado por su vida, salía del coche y se
acercaba a la garita para suplicar:
— ¡Por favor, déjenme pasar! ¡Me quieren matar!
Los uniformados parecían estar desconcertados. Lo
miraban con asombro, no era para menos considerando que un coche de carrera
había sido detenido en el medio de la calle. Su conductor les suplicaba ayuda,
temiendo por su vida. Mientras uno de ellos solicitaba colaboración a las
unidades policiales que patrullaban la zona, el otro desenfundaba un revólver y
egresaba de la garita. Le apuntaba al pecho mientras acortaba distancia con un
portón enrejado que daba con la calle.
— ¿Tenés una idea dónde estás metido? —le ladraba
el uniformado sin bajar la mirada.
Los matones habían estacionado a unos veinte
metros de la garita, estaban resguardados por la sombra de un poste de luz
opacado por la copa espesa de un árbol. Segundo estaba entre los matones de
Felipe y el uniformado armado.
— ¡Pendejo, esto es una embajada! —agregaba—. Poné
las manos en la reja o te haré agujeros en el estómago.
Segundo lo observaba, tenía la mirada perdida:
—Sí, cómo no…, cálmese.
Pero no lo dudó ni un instante y comenzó a huir
hacia la calle. Corría como nunca en dirección a una avenida. Los matones
habían advertido su fuga y retomaban la persecución. Segundo había abandonado
el Torino y estaba parado en una esquina, presumía que cruzar esa avenida era
una idea suicida ya que los vehículos circulaban a gran velocidad. Giraba el
cuello y se encandilaba con los faroles del coche que trasladaba a los matones.
Habían activado las luces altas, persiguiendo su confusión tal vez. Pero
Segundo hallaba una nueva esperanza al tomar conocimiento de que un colectivo
de línea urbano estacionaba en una parada. Despedía a unos pasajeros. Corría cual
liebre en dirección al colectivo, alcanzándolo poco antes de que se cerrasen las
puertas. Tenía que pagar el boleto. Metía las manos en los bolsillos del
pantalón y tanteaba un billete. No tenía monedas. Dos pasajeros estaban
ubicados en los asientos traseros.
— ¿Cuánto es? —le preguntaba al chofer, siguiendo
por la ventanilla cada movimiento de los matones.
— ¿A dónde vas, pibe?
—A unos quince cuadras.
—Entonces son ochenta —le informaba de mal humor,
examinándolo por un espejo que estaba instalado por encima de un estéreo.
Segundo estaba sudado y agitado. Su ropa estaba
sucia, arrugada y hasta tajeada a la altura del muslo derecho. El fuerte
impacto sufrido en el baúl le había roto el pantalón.
—Señor, no tengo cambio y necesito viajar.
—Entonces bajate —volvía a ladrarle cual perro
maldito.
—Es que tengo una urgencia. ¡Se lo ruego!
El chofer gesticulaba enfado. Se producía un
silencio. Mientras tanto, un custodio del embajador bajaba del vehículo
dispuesto a llenarlo de pólvora. Había tomado conocimiento de que Felipe había
sido salvajemente asesinado.
— ¡Bajá o llamo a ese cana! —señalaba el chofer a
un oficial de policía que custodiaba el barrio a unos cien metros.
Segundo estaba desorbitado, lo estaban echando del
colectivo y un matón de Felipe golpeaba la puerta del colectivo para limpiarlo.
Con un nudo en la garganta que dificultaba el trabajo de sus cuerdas vocales, corría
desesperado hacia el fondo del colectivo. Descendía por la puerta trasera en el
preciso instante en que el custodio ascendía. Segundo estaba parado a unos
cinco metros del coche de los matones, tenía que cruzar la avenida aunque le
costara un nuevo accidente. O su muerte. Junto a Dios, esquivaba los vehículos
que iban y venían, sintiendo esa sensación de peligro pero ya nada le importaba.
Milagrosamente, se adentraba en un callejón invadido por la oscuridad. No sabía
dónde refugiarse ni tampoco tenía noción de lo que hacían los matones. Le
temblaban las piernas, su garganta se resecaba, pero se esperanzaba al ver a un
cartonero que empujaba un carro en soledad. Tenía que pedirle ayuda, para ello
se prendía a su hombro derecho. Al voltearlo descubría una nueva sorpresa: el
cartonero era el mismo linyera que en dos ocasiones lo había sorprendido
cantando tangos en la vereda. Ese sujeto misterioso, que hasta le había
dedicado una canción, reaparecía en su vida como cartonero. Segundo estaba
desconcertado pero de alguna manera necesitaba rogarle ayuda:
—Señor, a usted lo conozco. Escuche: me siguen
porque me quieren matar. Necesito ocultarme dentro de su carro. ¡Se lo suplico!
—Buenas noches, caballero. También lo recuerdo.
¿Estás desorientado y no sabés, qué bondi hay que tomar… para seguir?
¡Qué curioso! El callejero había acudido a la
letra de un tango para ayudarlo. Segundo intuía que el peligro crecía e
insistía con súplicas porque quería vivir:
— ¡Exacto! Estoy desorientado. ¿Me das una mano?
En buen momento, el cartonero levantaba su mano,
insinuando su resguardo dentro de una bolsa gigante que cargaba con un carro.
El carro estaba compuesto por una base de hierro, un par de manoplas y dos
ruedas de bicicleta que ejercían movilidad. Esperanzado por la gentileza del
cartonero que ya consideraba un amigo, y un salvador, se zambullía en la bolsa
cual pibe lanzándose a una piscina. Se cubría de papeles mientras los matones
retomaban la búsqueda y se adentraban en la oscuridad del callejón. Un segundo
más a la intemperie hubiese frustrado su fuga. Dios estaba de su lado pero no
todo estaba escrito porque los matones acortaban distancia y se detenían frente
al carro, el cartonero y su cuerpo tembloroso. El matón de Felipe, el mismo
malviviente que lo había seguido hasta el garaje, bajaba la ventanilla del
coche y asomaba el mentón para indagar:
— ¿No viste a un flaco corriendo?
— ¿Cómo? —se desentendía el cartonero.
El matón inspeccionaba la bolsa. Tan sólo un
movimiento de Segundo daría por cerrado su ciclo de vida. Él estaba ahí,
sintiendo sus pulsaciones y las del cartonero, rogándole a Dios que los matones
desaparecieran. El matón seguía observando la bolsa, necesitaba despojar ciertas
dudas y para ello recurría a una pistola de caño largo que apuntaba al bolsón.
— ¿Señor, qué hace? —se aterraba el cartonero.
—Cerrá el pico y observá.
Y pum, pum, pum, el matón había disparado tres
balazos a la bolsa sin siquiera perder el pulso, tres disparos sucesivos en esa
bolsa que ni siquiera se movía. El cartonero había retrocedido varios pasos,
presumiendo lo peor.
—Vamos —le ordenaba el matón al conductor—,
busquemos a esa rata antes de que pueda escapar.
Rezongando como un loco desquiciado, subía la
ventanilla. El coche había arrancado y poco a poco se perdía de vista hasta girar
por una esquina y desaparecer. El cartonero se acercaba a la bolsa, agarrándose
la cabeza. Después se lanzaba en su interior. Se sentía en problemas.
Escarbando los papeles, detectaba un mechón de cabello. Después el cuello de
una camisa. Le pertenecían a Segundo. Estaba inmóvil y lo daba por muerto.
— ¿Por qué? —exclamaba hacia los cielos.
Los ojos de Segundo estaban cerrados, daba la
sensación de que no respiraba.
—Por favor, decime que estás vivo. Respondeme,
¡carajo!
Pero un milagro comenzaba a desdibujar la angustia
de su cara: Segundo estaba abriendo los ojos y respiraba. Tenía la cara pálida
y no se movía. Como podía, miraba los ojos del cartonero y le preguntaba con una
voz debilitada:
— ¿Se fueron?
— ¿Te dieron?
—Le dieron a tus cartones. Rajemos ahora mismo de
este lugar.
El cartonero
tenía los ojos llenos de lágrimas, por momentos alzaba los brazos como si
quisiera abrazar a Dios. Segundo estaba ileso, era un milagro. A pesar de todo,
estaba en buenas manos y podía finalmente suspirar.