Manipulado y
presionado por el tiempo tirano y una propuesta descabellada, indecente y macabra,
porque para Segundo el tiempo era más que tirano en ese calvario, sacaba como podía el cigarrillo de un paquete acartonado que aún no había llegado a abrir, reflexionando a mil
revoluciones por minuto la decisión a seguir. Felipe le apuntaba al torturado
con el caño del revólver, rozaba el gatillo pero no lo jalaba, forzando sus
primeras lágrimas de desesperación. Finalmente lo estaba haciendo llorar.
—Pensá
tranquilo, Segundo, pero apuesto a tu valor, te tengo fe. Sos un luchador y por
momentos me hacés recordar a un amigo que quise con locura y un día se nos fue.
Segundo estaba
desequilibrado, fumaba cual escuerzo pero a pesar de todo intentaba reconstruir
su última declaración: era muy probable que ese amigo desaparecido fuera el
motor que lo conducía a transitar los caminos más empantanados que siempre se
le habían presentado y que en ese momento se le presentaban con mayor firmeza:
la muerte de sus padres. Resultaba absurdo y hasta imposible mantener la calma,
hasta una araña que tejía sus telas padecía el terror y se escabullía de la
jaula por un tirante. La muerte asechaba, Felipe estaba dispuesto a gatillar.
Negar su despiadado ofrecimiento podía conllevar la frustración del plan de
venganza, en consecuencia deberían ser reprogramados todos los pasos
implementados y, tratándose de un mafioso empedernido por izar la bandera de la
paz, eso no resultaría una tarea sencilla.
— ¿Tomaste una
decisión? —le preguntaba por lo bajo con el caño del revólver en dirección al
secuestrado.
Segundo seguía
fumando sin parar, se intoxicaba como nunca.
—Estoy
dispuesto a gatillar pero no le dispararé en la cabeza. Si quiere, puedo
dispararle en una pierna, o quizá en un brazo, pero no puedo asesinarlo. Este
señor no está en deuda conmigo, es un asunto que usted mismo debería resolver.
Esa respuesta
austera lo estaba haciendo reflexionar, bueno, al menos Felipe tenía la cara pensante,
sin embargo le contestaba a la brevedad:
—Sinceramente
te considero un tipo honesto. Me da la sensación de que hablás con el corazón y
eso te deja muy bien parado pero no puedo aceptar tu propuesta. Quiero que
sigas con mi hija y para eso te propongo que gatillemos juntos. Es decir, vos
sujetás el revólver y le apuntás a su cabeza, yo te doy una mano y jalo el
gatillo desde atrás. Quiero darte ese envión que te falta para convertirte en
un macho de verdad. Son estos los momentos en que uno debe necesariamente
despojarse de toda cobardía. Vamos —lo incitaba con los brazos a acortar
distancia—, no temas, yo mismo me encargaré de gatillar. Ahora tirá ese pucho y
vení.
Segundo no decía nada, solo dejaba caer el pucho al suelo y después lo pisoteaba. Se le
acercaba mientras Felipe se paraba por detrás de su cuerpo y le ubicaba en las
manos la nueve milímetros, que luego llevó a la altura de su esternón. Con
los brazos le presionaba los hombros, tenía el pecho pegado a su espalda. Le
mantenía la puntería en dirección al cautivo, cautivo que en esos amargos
instantes no hacía otra cosa más que llorar, desconsoladamente, al borde de un
paro cardíaco, moviéndose hacia los costados a pesar de estar esposado y todo
debilitado.
—Encendé la
música —le ordenaba Felipe al individuo de la linterna que seguía haciendo
guardia desde la planta baja.
Unas ondas
sonoras invadían el sótano, sonaba el tango “Canción desesperada”, la versión
interpretada por Roberto Goyeneche, el polaco, y Felipe seguía parado por
detrás de la espalda de Segundo, con los labios a escasos centímetros de sus
orejas heladas:
—Ahora quiero
que coloques el dedo índice de tu mano derecha sobre el gatillo y contemples el
viaje de esta rata inmunda hacia su hogar: el infierno. No tengas miedo —le
murmuraba en los oídos.
Segundo
obedecía y experimentaba el espanto, estaba a punto de presenciar el asesinato
de un desconocido que padecía su propia muerte. Su dedo índice ya rozaba el
gatillo, le temblaba.
—Pensá en la
hermosa familia que vamos a conformar —seguía murmurándole—. Para que seas el
novio de mi nena, primero tenés que querer a su padre. No me defraudes.
El torturado estaba
descontrolado, palpitaba su joven muerte. Echaba la cabeza hacia los costados,
consciente de que una bala le perforaría el cráneo. Estaba esposado cual criminal. Involuntariamente, Segundo asentía con su cabeza pero no hablaba.
—Ha llegado la
hora de volarte los sesos —le gritaba Felipe con su cruenta sinceridad—. ¡Qué
Satán se apiade de ti, maldito hijo de perra!
El dedo índice
de Segundo era empujado por el dedo índice del mafioso, y de pronto, ¡pum!, la
bala le había perforado el cráneo en una milésima de segundo, o quizá en menos.
De cautivo había pasado a ser un usurero fríamente asesinado. La sangre fluía
cual manguera vertiendo agua a presión, coloreando de sangre el escenario del
crimen, ensangrentando la jaula humana, la jaula del espanto. La muerte
triunfaba en las sombras de las penurias. Felipe se sentía dichoso, y con esa extraña dicha le giraba
el cuerpo para descansar las manos en sus hombros, sonriéndole como un
psicótico. Era una sonrisa diabólica:
— ¡Bienvenido
a la familia Gianittore! Has ganado el derecho de piso para convertirte en el
hombre de mi nena. Sólo resta un acto pero no nos adelantemos. Ahora regresemos
a la ciudad.
Las emociones
de Segundo se habían quebrado pero no lloraba. Como si lo del asesinato fuera
poco, recibía un abrazo del nefasto empresario que ahora deseaba con integrarlo
a su organización. Su corazón latía pero no lo sentía, el balazo lo había
transportado a una dimensión desconocida.