El espíritu de Felipe ardía en llamas, padeciendo
el fuego sofocante de una bomba que había arrasado con su carne, sus huesos y
la inútil riqueza que ostentaba y aplicaba para abastecer su avaricia y fortalecer la ambición. El túnel del viaducto había sido cercado por la policía. Las
cadenas de noticias perforaban con sus cámaras los hierros retorcidos del coche
volado y convertido en el féretro de dos cadáveres descuartizados. Dos
asesinatos y demasiadas incógnitas para los investigadores de las fuerzas
policiales y los servicios de inteligencia estatal. La noticia sacudía al país,
ya eran cuatro las versiones que los periodistas de turno habían formulado.
Muchas especulaciones y nada en concreto, pero había dos espectadores de lujo
que estaban echados en el sofá del living de una casa de campo, vislumbrando
esas imágenes por la pantalla de un televisor, como si gozaran la final mundial
de fútbol o el inaudito alunizaje de tres astronautas argentinos, esos hombres
tenían nombre y sobrenombre, compartían un pasado y un presente, tenían ansias
de poder y se hacían llamar Francisco y Araña.
Al margen de tanto espanto televisado por casi
todos los canales de aire, Segundo olvidaba de a ratos la muerte de la joven
millonaria, desconociendo que su padre también había sido aniquilado con
extremo salvajismo, y lo que era peor, dudaba de si Francisco era el autor
intelectual de la masacre. La noticia del embarazo lo marginaba de la realidad,
no era para menos considerando que sería padre de una criatura, esa
responsabilidad en parte lo atemorizaba porque había perdido a sus padres desde
muy temprana edad. Si ellos desaparecieron pocos después de su nacimiento: ¿qué
ejemplo paternal podía transmitirle cuando desconocía lo que significaba la
protección de un padre y una madre? Era ese su desafío, pero cuando ese
sentimiento de desamparo invadía su consciencia, florecían los recuerdos de su
abuela, a quien recordaba a diario, desde la mañana —cuando abría los ojos—
hasta la noche —cuando bostezaba para descansar—. Por su parte, Martina se
sentía agradecida con la vida, y agraciada, pero por sobre todas las cosas
bendecida porque finalmente había logrado recomponer esa relación que tanto anhelaba.
Se sentía segura y muy expectante porque minimizaba el riesgo que su novio
podía o podría ocasionarles (a ella y su bebé). Lo amaba incondicionalmente,
tanto que hasta era capaz de abandonar su profesión con tal de acompañarlo. El
amor opacaba la razón y los sentimientos barrían toda lógica que antes empleaba
como herramienta para resolver sus problemas y los de sus pacientes.
Ellos seguían abrazados en la misma cama, como si
crearan una conjunción de energía espiritual, compartiendo los silencios y sin
correr las miradas de la pantalla del televisor. Segundo apoyaba la mano
derecha en su vientre, persiguiendo generar brotes de calor a su feto en gestación,
y a unos pocos metros, del otro lado de la puerta de la suite, tres custodios
de Francisco se repartían a lo largo del alfombrado del pasillo, con los
sentidos en alerta ante cualquier amenaza o movimiento inusual que pudiera
sorprenderlos. Estaban armados pero sus trajes de diferentes diseños y colores
los confundían con meros turistas. Para sus desgracias, no sabían que, desde el
acceso a una escalera de emergencias ubicada a unos treinta metros de la suite,
tres malvados les apuntaban las miradas y respiraban malicia. Eran los temibles
matones de Felipe, predispuestos a matar con tal de secuestrar a Segundo y
trasladarlo de inmediato a la mansión del embajador. Ellos también desconocían
que su jefe había sido ejecutado, ni siquiera sabían por qué hacían lo que les
habían encomendado, trabajaban cual equipo de computadoras que procesaban
información y materializaban acciones concretas. Se comunicaban con las pupilas
y unas señales de mano que parecían darle inicio a la operación masacre, pero
los novios escuchaban música, superando el poder de los inminentes estruendos
que las pistolas de los malvados estaban por descargar. Se desplazaban
lentamente, casi en puntas de pie, totalmente compenetrados en el enemigo, en
los custodios de Francisco. Los sorprendían desprevenidos ejecutándolos con
tres disparos totales en las cabezas. Tan sólo tres disparos eficaces habían
logrado borrar del mapa tres obstáculos que le habilitaban la siguiente misión:
el secuestro de Segundo. Baleados en tan sólo cuestión de quince segundos,
trasladaron en otros quince los cuerpos sin vida para despojarlos en la
escalera que poco antes había servido como punto de encuentro y ataque.
Las cámaras de seguridad estaban desconectadas, no
por tratarse de desperfectos mecánicos sino porque otros dos individuos de la
banda siniestra ya comandaban la oficina de control. Acababan de balear a dos
empleados del hotel que, como todas las noches, velaban por la seguridad desde
una cabina de comando ubicada frente al hall central.
— ¿Me parece a mí o escuché ruidos extraños? —le
preguntaba Martina a Segundo.
Hacía horas, y días, que Segundo padecía una
persecución psicológica por relacionarse con el entorno de Felipe. Tenía pánico,
su cara lo delataba, eso lo impulsaba a deshacerse del juego de sábanas que
cubrían su cuerpo para escapar de la cama y acercarse a pasos acelerados a ese
pasillo que daba con la puerta de salida de la suite. Esa puerta era blindada y
resultaba prácticamente imposible que alguien pudiera abrirla sin el uso de la
tarjeta magnética o su debida autorización. A cuatro pasos de la puerta, dos
timbrazos sucesivos le erizaban la piel hasta pasmarlo:
— ¿Quién es? —indagaba él con todo el miedo a
cuestas.
—Mantenimiento, señor —le respondía una voz
viril—. Estamos inspeccionando las cañerías de los baños. Parece que el suyo
requiere mantenimiento. ¿Podríamos pasar unos minutos?
Segundo se acercaba al visor de la puerta pero no
lograba identificarlo. El matón de Felipe estaba apoyado en el marco de la
puerta, fuera del alcance del visor.
—Sí, claro —decía Segundo—, ¿cómo no?, pero espere
unos segundos que acabo de darme una ducha y ahora estoy desarropado.
Resultaba extraño que Francisco hubiera insistido
tanto con su encierro y que un empleado de mantenimiento quisiera revisar las
cañerías del baño. Se suponía que nadie debía molestarlo. Segundo no tardaba en
voltearse y correr hacia el teléfono —instalado a un lado del televisor del
living— para efectuar esa llamada que estableciera pronto contacto con el
teléfono de Francisco. En ese ínterin, Martina se calzaba unas sandalias con la
cola puesta en el colchón de la cama.
—Hola, Segundo. ¿Todo en orden? —le atendía
Francisco de manera distendida.
—Para nada, todo es un maldito desorden. En primer
lugar quiero saber qué hiciste con Priscilla.
— ¿Por qué?
—Porque la vi por televisión y está… ¡está muerta!
—Bueno —tosía—, tranquilo pibe, no tiene sentido
que te mienta. La liquidé, hemos alternado el secuestro por su asesinato. Era
un estorbo mantenerla viva.
—Pero habíamos acordado que sólo la
secuestraríamos. ¿Cómo pudiste asesinarla? Esto ya es demasiado. Menos mal que
seré papá sino…
— ¿Cómo? —lo interrumpía, exaltándose.
—Martina está embarazada.
— ¿Desde cuándo?
—La mañana que estuvimos en el hospital hicimos el
amor en una sala de atenciones post-traumáticas.
Francisco se había callado, fueron cinco los
segundos que destinó al silencio porque estaba incrédulo:
— ¿Y cómo lo sabés? ¿Será tuyo?
—Porque ahora está conmigo —pensaba—. ¡No te
atrevas a faltarle el respeto!
—Te dije que no le abras la puerta a nadie.
—Justamente de ese otro tema también quería
hablarte porque un muchacho ha tocado el timbre de mi suite y ahora aguarda
desde el pasillo con el pretexto de revisar las cañerías del baño.
— ¿Me estás bromeando?
—Te parece un momento ideal para bromas. Un flaco
espera desde el pasillo mi maldita autorización para pasar.
—No puede ser, mis custodios ya lo hubiesen echado.
— ¿Y ahora qué hago, dónde estás? ¡Asesino! —lo
maldecía irritado, recordando la despiadada muerte de Priscilla.
—Dónde estoy es un problema que no te incumbe, y
no me llames asesino porque también liquidamos a su padre. Tus padres deben de sentirse
agradecidos. Lo hice por vos, ¡carajo!, también por tus viejos.
— ¿Liquidaron a…?
—Detonamos la bomba que estaba instalada en el
coche del mafioso. ¡Lo hicimos trizas, carajo!
— ¿Cómo que lo hicimos? ¿Con quién estás? ¿Y ahora
qué hago? Estás completamente loco.
—Quedarte sentadito y no moverte porque a la
brevedad averiguaré quién es ese sujeto que espera desde el pasillo. Chau.
Francisco había cortado. Segundo estaba tieso, con
el tubo del teléfono apoyado en la oreja izquierda, pero el timbre comenzaba a
sonar otra vez. Segundo había olvidado que un sospechoso esperaba por él desde
el pasillo.
— ¿Podés esperar que me estoy cambiando?
—vociferaba al arrimarse a la puerta.
Se agarraba la cabeza, pobre Segundo, perturbado
hasta las uñas de los pies, y su novia, metros atrás, estaba parada en el
pasillo que comunicaba con el dormitorio, lagrimeaba, había sido testigo de la
conversación telefónica.
— ¿Quién es? —le preguntaba ella, desprendiendo la
mucosidad con el antebrazo derecho.
—Shhh…
Segundo le ponía el dedo índice en los labios,
buscaba silenciarla, y después la tomaba del brazo para conducirla a la
habitación. El teléfono sonaba nuevamente. La besó en la frente y regresó al
living para descolgar el teléfono y atender:
— ¿Diga?
—Segundo —era la voz de Francisco—, por favor, no
le abras la puerta a nadie, estamos empantanados. Ese hombre es un infiltrado,
un jodido matón de Felipe que posiblemente te quiera…
Se había pausado y otra vez tosía.
—No —cabeceaba Segundo—. ¿Nos quieren matar?
—Te ruego que armes una cuerda y la uses para huir
al balcón del piso inferior. Olvidate de Martina. No hay tiempo, si te quedás
ahí podría pasarte cualquier cosa.
— ¿Una cuerda? Esto no es una maldita ferretería.
—Más te vale que la armes con un juego de sábanas
y huyas rápido porque tu tiempo es límite. Qué Dios te bendiga.
Le había hablado con miedo y otra vez le cortaba
en la cara, perdón, en la oreja. Segundo sentía hielo en la sangre, temía morir
pero saber que Felipe había fallecido lo sumergía en un lago caliente que lo
derretía. El asesino de sus padres había sido exterminado, sentía que
finalmente se había logrado la justicia que Dios nunca había querido ejecutar,
pero también era consciente de que su vida y la de Martina corrían peligro:
había un muchacho parado del otro lado de la puerta, alguien que podía violarla
y atentar contra sus vidas a la brevedad. Encima Martina estaba embarazada. No
tenía otra opción más que acatar de inmediato la orden de Francisco. Con la
espalda sudada, giraba el cuerpo y la veía llorar por segunda vez. Ella estaba
parada, con los pechos apoyados en el marco de la puerta del toilette, a pocos
pasos del dormitorio, inmersa en una depresión, con una sandalia descalzada y
abandonada en la suavidad del alfombrado que recubría todo el piso de la suite.
—No llores, amor —le suplicaba él a la distancia—.
Estaremos bien.
Pero ella se dejaba caer, aflojaba las rodillas y
caía hasta quedarse arrodillada, llorando, temblando, estremecida. Segundo se
le acercaba, intentaba consolarla con un abrazo frustrado porque ella estaba
encorvada en dirección al alfombrado, pero de pronto se erguía y le expresaba:
—No quiero más muertes. ¡Quiero vivir en paz!
Nuestro bebé merece un mundo mejor.
—Ya seremos felices, te lo prometo. Ahora te ruego
que seas fuerte y me ayudes a resolver este problemón.
— ¿Me amás? —se incorporaba de a poco.
—Pase lo que pase, te amo y amaré por siempre.
Era tanto el amor sentido que ella comenzaba a
colgarse de su cuello y lo abrazaba, apasionadamente, con todo ese fervor que
sentía por su amado. Su abrazo se prolongaba pero él reaccionaba y la
distanciaba, mirándola a los ojos, y después le acariciaba las mejillas,
desviando con los dedos esas lágrimas que aún caían de sus ojos, pero esas
lágrimas eran fruto de la felicidad, finalmente había confirmado su amor.
—Es ahora o nunca —le decía él con absoluta
seriedad.
— ¿Qué cosa?
—La oportunidad.
— ¿Para qué?
—Para conformar una familia y vivir en paz.
— ¿Qué estás insinuando, Segundo?
—Que unamos varias sábanas y las usemos para
escapar.
—Mi vida… creo que necesitás descansar.
Segundo necesitaba descansar, no estaba
equivocada, pero ella no era consciente de lo que podía suceder si se quedaban ahí.
La zamarreaba para alertarle:
—Voy a ser frontal, uno o más asesinos quieren
arrasar con la puerta y volarnos en mil pedazos. Francisco asesinó a Felipe y
esos son los sicarios. ¡Quieren venganza!
No había terminado de hablar que Martina ya corría
desesperada en dirección al dormitorio. Él la veía alejarse, intentando razonar
su pronta reacción. No cabían dudas de que ahora eran dos quienes padecían una
persecución.
En lo que tarda la aguja de un segundero en girar
dos veces por la esfera de un reloj —lo mismo que decir: dos minutos—,
enlazaron unas sábanas que estaban guardadas en el placard y le adicionaron la
de la cama, formando así una especie de cuerda. Segundo había subido el volumen
del televisor y el noticiero seguía transmitiendo el atentado del viaducto.
Martina reforzaba los nudos y se las arreglaba para persignarse; él, en cambio,
corría el ventanal del balcón. La vida se sintetizaba en un balcón, en un
arriesgado salto a la vida alojado en el balcón del piso inferior. El viento
soplaba levemente pero lo suficiente como para transportar una hoja marchita
que deambulaba por las veredas. El tiempo era límite, Francisco no estaba
errado.
—Ahora —la miraba desde el ventanal—, ahora
tenemos que atarla en este balcón.
Y eso mismo hacían, sujetaban la cuerda en la
baranda del balcón. Después la dejaban caer hasta lograr conexión con el balcón
del piso inferior. Se tomaban de las manos y se miraban, con unas sonrisas que,
por esas cosas de la vida, desencajaban con el peligro que atravesaban.
—Primero ustedes —le decía Segundo, acariciando su
vientre.
—Te amo.
Totalmente decidido a descargar toda su energía en
el salvamento de sus mujeres —Segundo no lo sabía pero crecía una beba—, las
cargaba en los brazos hasta elevarlas por encima de la baranda. Ella lo miraba
con los mismo ojitos que le ponía cada vez que hacían el amor. El viento
sacudía sus cabellos y confirmaba que a veces los cuerpos pueden representar
milagros, y los milagros ser representados por el cuerpo de una mujer. Pero se
les acababa el tiempo. Martina ya se sujetaba de esas sábanas que solamente
Dios podía mantener firmes. Segundo, en cambio, la observaba, atraído por su
coraje. Ella ponía toda su fuerza en las manos porque las necesitaba, más que
nunca. Estaba agitada y descendía despacio, ayudada por él que desde las axilas
la suspendía en el aire y la mantenía en equilibrio. Martina ya había superado
el piso y se acercaba a la baranda del otro balcón, tambaleando. Fue en ese
momento cuando Segundo comenzaba a experimentar un huracán de sentimientos
nobles que le llegaban desde las profundidades del alma. No podía impedir
semejante éxodo emocional que, a esa altura de las circunstancias, bombeaba
presión sobre sus cuerdas vocales para egresar, y finalmente salía con toda su
respiración retenida para proponerle a pura emoción:
— ¿Te casarías conmigo?
Martina había logrado tocar con los pies la
baranda del balcón. Tenía las pupilas lagrimosas, a pesar de todo se emocionaba
ante su inesperada declaración. Se erguía y miraba hacia las alturas para
responderle con muchas ganas:
—Me quiero casar con vos una y mil veces.
Estaban emocionados, el amor reinaba en sus
cuerpos, pero a diferencia de Martina (que ya hacía pie en el otro balcón),
presentía que el peligro se multiplicaba. Segundo no estaba errado, los matones
de Felipe seguían aguardando el acceso desde el pasillo, listos para la operación.
Habían sucedido poco más de cinco minutos desde el momento en que Segundo los
había atendido. Presionaban el timbre, nadie respondía. Uno de ellos tenía la
paciencia colmada y sacaba un revólver plateado que de inmediato apuntaba a la
puerta. No tenía más alternativa que disparar para destrabarla. Ejecutó un
disparo. El balazo había logrado destrabarla. La puerta estaba entreabierta. En
un abrir y cerrar de ojos, comenzaban a invadir la suite, organizadamente,
revisando todos los ambientes hasta hallarlo a Segundo cerrando el ventanal del
balcón, el mismo que minutos previos había habilitado la salvación de sus
amores.
— ¡Alto, pendejo —le ladraba un matón a punta de
pistola—, quieto o te vuelo los sesos!
Era un morocho de poca paciencia y extrema malicia
que le apuntaba sin siquiera perder el pulso.
—Está bien, tranquilos —vociferaba Segundo levantando
los brazos—, soy de ustedes, tranquilos —y se arrodillaba.
—Al piso y con las manos en la nuca —le ordenaba
el mismo matón mientras los otros malhechores lo rodeaban.
Segundo sentía la adrenalina de tener tres
revólveres apuntándole a lo largo y ancho de su cuerpo, pero tenía la
consciencia tranquila ya que su novia estaba a salvo. La cuerda de sábanas, la
voluntad de Segundo, el coraje de Martina y la fuerza del amor, habían impedido
que esos matones las baleasen sin siquiera cuestionárselo. Ellos tenían que secuestrarlo,
cualquier testigo representaba un riesgo que los integrantes de la mafia nunca
podrían tolerar. Segundo había sido secuestrado.