Segundo seguía apenado, acongojado por la tristeza
insoslayable que lo tenía entre las cuerdas, pero la vida le deparaba otra
sorpresa: cuatro golpes de puño se hacían escuchar desde la puerta de entrada a
la suite. Esos golpes le agitaban la respiración. Desalojaba la habitación. Se
arrimaba en puntas de pie al visor de la puerta. La imagen era borrosa pero suficientemente
nítida como para advertir que Martina aguardaba su bienvenida desde el pasillo:
—Mi amor, por favor, dejame pasar —le rogaba ella
mientras él descubría su cara.
Segundo se echaba hacia atrás, no podía creer lo
que veía. Su cariño para con ella lo motivaba a abrir la puerta, y lo hacía en
el preciso instante en que las puertas corredizas del ascensor cedían el paso a
unos fortachones. Eran los custodios de Francisco, se dirigían a la suite para
custodiarlo. Nadie más que ellos podía tener contacto con Segundo, pero ella ya
había ingresado en la suite y Segundo cerraba la puerta de un codazo. La
envolvía con los brazos, y también con las piernas, cuerpo a cuerpo, soltándole
besos en los labios. Martina estaba embarazada y Segundo tenía que saberlo.
Resguardaba parte de su vida en su vientre, pero afuera reinaba la muerte, tres
matones de Felipe avanzaban por las escaleras para cumplir con la orden de
secuestro. Más allá de todo, el corazón de Martina bombeaba amor sobre el
pasillo de la suite. Se enroscaba en su cuerpo y le besaba el cuello. Tenían
los pómulos ensalivados. Segundo estaba desconcertado pero la apoyaba contra la
pared para acariciarle las mejillas y transmitirle con las pupilas esos
sentimientos nobles que viajaban por su alma, atraído por sus siluetas y un
encanto irresistible que la distinguía entre las mortales. Ella lloraba de
emoción, su vida se sintetizaba en él y una beba que ya soñaba con salir al
sol.
—Te amo, Segundo, te amo mucho —le declaraba,
refugiada en sus brazos.
Un conglomerado de nubes blancas entre la eterna
tempestad, como pompas de algodón en un lodo maloliente, le pintaban a Segundo
un presente mejor: había convivido demasiado tiempo con el odio y el rencor,
sin impasses ni cables a tierra.
— ¿Te vio alguien al llegar? —le susurraba él en
el lóbulo de la oreja izquierda.
—Supongo que no.
—Pero, ¿cómo hiciste?
—Me escondí detrás de una cortina durante diez
minutos.
— ¿Me estás cargando? —se distanciaba, tomándola
de los antebrazos.
—Para nada. Por vos soy capaz de hacer cualquier
cosa.
—Te admiro. Vayamos a la habitación.
Y eso hacía, la sujetaba con firmeza de la mano y
la conducía a la habitación, presumiendo el más que seguro enfado que la visitante
inesperada podía despertarle a un desconfiado como Francisco.