viernes, 14 de diciembre de 2012

Entrega nro. 75


Segundo seguía apenado, acongojado por la tristeza insoslayable que lo tenía entre las cuerdas, pero la vida le deparaba otra sorpresa: cuatro golpes de puño se hacían escuchar desde la puerta de entrada a la suite. Esos golpes le agitaban la respiración. Desalojaba la habitación. Se arrimaba en puntas de pie al visor de la puerta. La imagen era borrosa pero suficientemente nítida como para advertir que Martina aguardaba su bienvenida desde el pasillo:
—Mi amor, por favor, dejame pasar —le rogaba ella mientras él descubría su cara.
Segundo se echaba hacia atrás, no podía creer lo que veía. Su cariño para con ella lo motivaba a abrir la puerta, y lo hacía en el preciso instante en que las puertas corredizas del ascensor cedían el paso a unos fortachones. Eran los custodios de Francisco, se dirigían a la suite para custodiarlo. Nadie más que ellos podía tener contacto con Segundo, pero ella ya había ingresado en la suite y Segundo cerraba la puerta de un codazo. La envolvía con los brazos, y también con las piernas, cuerpo a cuerpo, soltándole besos en los labios. Martina estaba embarazada y Segundo tenía que saberlo. Resguardaba parte de su vida en su vientre, pero afuera reinaba la muerte, tres matones de Felipe avanzaban por las escaleras para cumplir con la orden de secuestro. Más allá de todo, el corazón de Martina bombeaba amor sobre el pasillo de la suite. Se enroscaba en su cuerpo y le besaba el cuello. Tenían los pómulos ensalivados. Segundo estaba desconcertado pero la apoyaba contra la pared para acariciarle las mejillas y transmitirle con las pupilas esos sentimientos nobles que viajaban por su alma, atraído por sus siluetas y un encanto irresistible que la distinguía entre las mortales. Ella lloraba de emoción, su vida se sintetizaba en él y una beba que ya soñaba con salir al sol.
—Te amo, Segundo, te amo mucho —le declaraba, refugiada en sus brazos.
Un conglomerado de nubes blancas entre la eterna tempestad, como pompas de algodón en un lodo maloliente, le pintaban a Segundo un presente mejor: había convivido demasiado tiempo con el odio y el rencor, sin impasses ni cables a tierra.
— ¿Te vio alguien al llegar? —le susurraba él en el lóbulo de la oreja izquierda.
—Supongo que no.
—Pero, ¿cómo hiciste?
—Me escondí detrás de una cortina durante diez minutos.
— ¿Me estás cargando? —se distanciaba, tomándola de los antebrazos.
—Para nada. Por vos soy capaz de hacer cualquier cosa.
—Te admiro. Vayamos a la habitación.
Y eso hacía, la sujetaba con firmeza de la mano y la conducía a la habitación, presumiendo el más que seguro enfado que la visitante inesperada podía despertarle a un desconfiado como Francisco.