Lejos, bien lejos de la pampa bonaerense, Francisco
y Araña continuaban sentados y separados por el tablero de ajedrez. La
tarántula se escondía en un recoveco del salón. El teléfono del mandamás
hotelero timbraba, la pantallita anunciaba que Felipe lo llamaba.
—Es Felipe —informaba, atragantándose con saliva—.
¿Y ahora qué hago?
—Decirle que lo estás esperando en el campo.
Vamos, no tengas miedo.
— ¿Miedo, yo?
El celular estaba apoyado en la mesada, o en el
tablero, eran la misma cosa. Ya había sonado en siete ocasiones. Felipe podía
esperar cuanto tiempo fuera necesario, tenía que despojar ciertas sospechas que
le estaban carcomiendo el cerebro cual polillas hambrientas devorando los atuendos
en un placard. Francisco respiraba hondo y se decidía a atender:
—Felipe: ¿cómo le va?
—Buenas noches, Francisco. Excellent. ¿Y a usted?
—Esperando visitas.
—Ah, muy bien. Estamos encaminados. Por
casualidad, ¿tiene idea dónde podrían estar los prometidos?
— ¿Nuestros hijos?
—Por supuesto.
—En el cine. ¿Por?
—Porque quiero saludar a mi hija. ¿Usted la vio?
—No la he visto. Hace rato que estoy en el campo,
pero despreocúpese que deben estar muy cómodos en una sala de cine. A
propósito, ¿hay mucho tránsito en la ruta?
—Podría decirse que sí. Estamos por atravesar el
puente de Luján.
—Perfecto. Entonces estarían arribando en poco
menos de cinco minutos. ¿Lo esperamos a la vera de la ruta?
—No se haga problema, don Francisco, mi chofer
conoce la jurisdicción a la perfección.
—Entonces debe de ser un hombre honesto.
—Usted mismo lo ha dicho. Estos provincianos son
buena gente. Bueno, nos vemos pronto.
—Hasta pronto, querido Felipe.
Una nueva conversación telefónica había concluido.
Las sospechas de Felipe se multiplicaban: tanto Segundo como Francisco se
habían contrariado en las respuestas. Le llamaba la atención el hecho de que Francisco
guardara tanto interés por conocer el momento exacto en que tendría lugar su
arribo campestre. Para su desgracia, Felipe desconocía que su automóvil
ocultaba un rastreador satelital, comúnmente conocido como GPS, un localizador
que había sido instalado entre el motor y el carburador por el desleal custodio
asesinado poco antes del deceso de Priscilla. Felipe daba por hecho que Segundo
descansaba en el hotel, por lo que comenzaba a teclear su celular para ordenarle
a uno de los matones:
—Quiero que ahora mismo vayan por Segundo y lo
secuestren. Está en el hotel de su padre. Búsquenlo en su suite. Lo quiero
vivo. ¿Quedó claro?
—Afirmativo, señor. ¿Cuál será su destino?
—La casa del embajador.
La cara del chofer se resumía en la confusión total,
tan sólo sabía que debían regresar de inmediato a la urbe aunque desconociese
el destino final. Felipe había cerrado la comunicación y advertía su
desconcierto por el espejito retrovisor. Empinaba la petaca. El alcohol quemaba
en su garganta pero sus labios necesitan ordenar:
—Pisá el acelerador como nunca en tu vida lo
hiciste y marchemos a Barrio Parque. Vamos a torturar al infeliz de Segundo
Reina hasta tanto no tenga más opciones que delatar quién ha sido el suicida
que mató a mi hija.