Restaban ocho
minutos para las dieciocho, de un atardecer invadido por la niebla. Las nubes
pomposas se elevaban en el aire como mantas, dificultando la visibilidad del
cielo azulado. Ver lo que pasaba más allá de cualquier esquina era imposible.
Francisco y Segundo estaban sentados en un aterciopelado sofá de tres metros de
largo, acomodados entre media docena de almohadones, también aterciopelados.
Esperaban la bienvenida de Felipe Gianittore, desde su mismísima mansión en el
barrio residencial de San Isidro. La pesadilla de Segundo había quedado atrás.
Francisco y Felipe habían acordado un reencuentro la noche que liquidaron la
vida del prestamista. De acuerdo con las palabras del mafioso millonario, era
primordial para darle sustento a la relación con su hija, o su princesa como él
la llamaba y también la trataba. Esa mansión misteriosa que Segundo había conocido
desde la calle, cercada por paredones, había dejado de serlo. Habían arribado
en el coche de Francisco, vehículo que estacionaron en el parque porque así se
lo habían ordenado los dos muchachos que custodiaban el acceso desde la puerta
de entrada, y hasta lo habían obligado a entregar la llave de arranque poco
después de estacionarlo. Contemplada la majestuosidad del parque, se adentraron
por un caminito de canto rodado que los condujo hacia una puerta lateral de la
casa, y desde ahí fueron guiados por un custodio que antes los cacheó y luego
se marchó por otra puerta, siendo recibidos por una mucama treintañera que los
condujo a un living desde donde ahora lo esperaban. Felipe se manejaba así,
como un poderoso, no cabían dudas. Los invitados vestían ambos de color negro
con unas camisas de seda italianas: la de Felipe era de color salmón, la de
Segundo verde claro. El living era amplio, estaba decorado con una veintena de
cuadros gauchescos, colgados en los alrededores de las cuatro paredes. Frente a
sus narices había una magistral escultura de yeso que representaba la mordida
de Adán. Llevaban poco menos de diez minutos esperando desde ese sofá, tanto o
más confortable que los sillones más rimbombantes que Francisco tenía en su
hotel para el agasajo de sus clientes. La ansiedad estaba consumiéndole la
paciencia a Segundo y la manifestaba:
— ¿Qué estará
esperando este imbécil?
—Cuantos
micrófonos —comentaba por lo bajo Francisco, contemplando el interior del
salón—. ¿Qué decías?
— ¿Yo? Nada,
que soy un imbécil.
— ¿Por qué
decís eso?
—Compré un
perfume carísimo y olvidé usarlo.
Segundo le
había guiñado un ojo y después el otro. Y ahí nomás Francisco desataba una
carcajada. Segundo había captado su mensaje: la casa podía estar rodeada de
cámaras con micrófonos y de hecho lo estaba. En ese ínterin, aparecía Felipe,
caminando distendidamente hacia donde ellos estaban:
—Mis amigos:
¿cómo les va?
Ellos se paraban
de inmediato, casi en simultáneo.
—Buenas
noches, Felipe —saludaba Francisco—. Estábamos contemplando su buen gusto por
el arte.
— ¿Lo decís
por mis cuadros?
—Claro, tiene
unas pinturas preciosas.
No se habían
saludado con las manos pero Felipe las usaba para invitarlos a retomar sus
asientos, sentándose luego en un sillón que estaba ubicado a la izquierda de
Francisco. Al hacerlo se rascaba la rodilla derecha, por momentos cerraba los
ojos y luego los reabría como si una fatiga carcomiera su lucidez aunque su voz
sonara lúcida:
—Tres de ellas
me han costado una fortuna, como las mujeres diría.
—Bueno
—hablaba Segundo—, en todo caso es una fortuna justificada.
—Desde luego
que sí, todas mis inversiones son justificadas por causas inteligentes.
Felipe lo
miraba a Segundo con detenimiento, recordando quizá los cruentos episodios que
supuestamente mantenían en secreto. Según sus palabras, Francisco no podía
conocer el asesinato del prestamista pero él ya lo conocía, claro, tan sólo
fingía desconocerlo.
—Tranquilo
Segundo, mi hija está preparándose. ¿Vieron cómo son las mujeres? Nuestra
pasión son los deportes y la de ellas, los espejos. Qué le vamos a hacer, son caprichos
de la naturaleza —reía unos instantes y se cruzaba de piernas.
—Su hija es
una princesa y yo un afortunado —se declaraba Segundo.
— ¿Ah, sí?…
claro. Yendo al grano: ¿a dónde pensás llevarla, Francisco?
—Iremos a un
bar de Capital, no tan lejos, supongo que…
Y se había
pausado porque Priscilla irrumpía en la espera desde un pasillo, radiante con
una pollera rosada que se confundía con una minifalda, con unos tacos que le
pronunciaba todas sus siluetas pomposas. Caminaba como una princesa, sabía
hacerlo. Segundo contemplaba su belleza, deslumbrado, pero no hacía
comentarios. Francisco le había inculcado que uno debía hablar cuando hace
falta y no cuando se tiene ganas. Estaba tan bien maquillada que parecía una
muñeca. Tenía el cabello recogido hacia arriba, era un rodete con forma de
caracol que también le lucía unos aros brillantes en los lóbulos de las orejas.
Se acercaba a su padre y se inclinaba para besuquearle la mejilla porque Felipe
no se movía. Curiosamente, tampoco los saludaba, ni siquiera con un simple
apretón de manos, simplemente tomaba asiento en el sillón contiguo al de su
padre, el más lejano de los invitados. Nadie podía quitarle los ojos de encima,
hasta su padre la observaba.
— ¿Qué pasa?
¿Acaso se me ha corrido el maquillaje? —preguntaba con pudor.
—No, por favor
—negaba Francisco con la cabeza—. Estás hermosa.
—Es usted muy
generoso, señor Francisco, pero me inhiben demasiado tantas miradas.
Era evidente
que la joven no quería demostrar su atracción por Segundo. Su padre era
extremadamente celoso y hasta un beso en su mejilla podía ofenderlo. Francisco
la miraba y le leía los pensamientos, por eso se paraba y proponía:
—Entonces es
un buen momento para separarnos y darle inicio a la ceremonia.
—Totalmente de
acuerdo —levantaba la voz, Felipe—. El padre de la novia invita al novio a
celebrar un evento único —y se incorporaba.
—Y el padre
del novio invita a la princesa a ir en busca de mi coche.
No había terminado
de hablar que ya le extendía la mano derecha, abriéndola como si pidiera su
mano en nombre de Segundo. Ella adelantaba unos pasos y le entregaba la muñeca,
la del brazo, se estaba ruborizando. Comenzaban a retirarse en silencio,
tomados de la mano, por un pasillo que comunicaba con la puerta principal de la
calle. Ella lo guiaba porque se había adelantado unos pasos. Su padre, en
cambio, refugiaba las manos en los bolsillos del pantalón, apuntando las
pupilas a su invitado, para decirle:
—Vamos pibe,
que muy pronto serás uno de los míos. Te prometo que no habrá disparos.
—Se lo
agradezco… se lo agradezco mucho —expresaba un poco cabizbajo y lo seguía.
Mientras
Francisco y Priscilla iban en busca del vehículo, Felipe conducía a Segundo por
los lujosos pasillos de la mansión que, por momentos, parecían pasajes
laberínticos. Todas las paredes hablaban, o al menos eso transmitían, generando
toda la sensación de que resguardaban misterios. Caminaban sigilosamente, como
si palpitaran la hora del juicio final, refrescando recuerdos del asesinato
macabro. Era lógico que eso pasara, habían sucedido pocas horas desde el brutal
episodio que había terminado con la vida del usurero. Finalmente arribaban a
una escalera que unía o separaba según la ocasión: uno podía subir para
acercarse a algo o alguien, y viceversa. La escalera estaba alfombrada y
conducía a una puerta cerrada, no contaba con baranda pero no importaba porque
el silencio perduraba y el misterio crecía, se multiplicaba y dividía en miles
de fracciones que alteraban la psiquis de Segundo, totalmente predispuesto a
enfrentar lo que se viniera. Así fue como Felipe levantó su pie izquierdo y
comenzó a superar los escalones, pero al llegar al quinto se detenía como si
tuviera que expresarle algo, de hecho lo miraba de frente y le preguntaba con
absoluta seriedad:
— ¿Qué sentís?
—Cariño por su
hija y mucha intriga por este evento.
—Lo del cariño
ya lo sé, no hace falta que lo reiteres con tanta frecuencia. Ahora, ¿qué
imaginás que pronto puede suceder?
—Señor Felipe,
no lo sé, pero si confío en su hija también confío en usted.
—Si tanta
confianza me tenés, entonces seguime.
Segundo fingía
seguridad, o al menos el tono de su voz intentaba transmitirla pero no estaba
seguro ni mucho menos tranquilo porque tenía miedo. Encima Felipe lo miraba con
atención y eso lo aterraba. Seguía fingiendo esa seguridad que no tenía y lo
hacía sobresalientemente. Hasta dónde sabía e imaginaba, Felipe había sugerido
un intercambio de descendientes para afianzar los vínculos, un ritual que
causaba confusión pero que, según sus propias palabras, solía practicarse en
las mejores familias italianas. Francisco y Segundo desconocían los reales
propósitos del evento pero negarlo podía generar un distanciamiento indeseado:
Felipe detestaba los rechazos, negar sus caprichos podía conllevar dificultades
en la concreción de la venganza. Era preferible tratarlo como un niño mimado
antes que darle lugar a los riesgos.
Avanzaban por
la escalera. Segundo veía su espalda encorvada, sentía adrenalina, sin embargo ahora
se sentía fuerte: ya habían asesinado a un pobre hombre, ¿qué más podía pasar
que no pudiese afrontar? El sonido de los pasos aceleraba sus latidos. La
escalera estaba en buen estado pero estaba hecha de madera antigua y crujía. En
esas condiciones llegaban a la puerta, posiblemente, el punto de partida a lo
inesperado.
—Quiero que
abras la puerta —le ordenaba Felipe, echándose a un lado—, ingreses a la
habitación, cierres la puerta y me esperes desde el sillón.
—De acuerdo,
señor. Si usted lo pide, así será.
Brindando
señales de obediencia debida, manoteaba el picaporte y empujaba la puerta con parsimonia.
Pero Felipe descendía, estaba oyendo sus pasos cada vez más distantes. Giraba
el cuello para confirmarlo y confirmaba que Felipe bajaba por la escalera,
huyendo quizá, vaya a saber por qué y para qué. Muy confundido, se volteó y
verificó que efectivamente había un sillón en esa habitación, ubicado a unos
cinco metros de la puerta desde donde miraba. Era una habitación oscura,
desamoblada, lo suficientemente amplia como para albergar tres camas de dos
plazas y nada más. Respiraba hondo y traspasaba la puerta. Después la cerró y
caminó unos pocos pasos hasta pararse frente al sillón y la desolación de la
habitación. Se veía poco, o casi nada, pero a su izquierda se deducía la presencia
de una ventana encortinada. Algunos orificios en sus laterales eran atravesados
por luces externas, posiblemente eran del parque. Y ahí nomás, situado en el
centro de esa habitación, yacía el sillón, sucedido en el techo por una lámpara
de pocos watts que sostenía una araña de hierro. La araña está un poco torcida.
El techo y las paredes estaban pintados de color rosado, tampoco podía deducirse
el color con exactitud. Tomaba asiento en el sillón. Los minutos corrían como
liebres pero seguía sin recibir señales de Felipe más allá de su ausencia
perturbadora. El correr de los segundos le ametrallaba la cabeza, habían
sucedido como cinco largos minutos. Eran muchos los interrogantes que surgían
en sus pensamientos pero, de pronto, la poca luz que había desaparecía, alguien
había apagado la luz de la lámpara que tenía por encima de la cabeza, no se
había quedado sin ideas, claro, se había
quedado inmerso en la oscuridad. Cada segundo se ordenaba en una nueva
persecución psicológica: Felipe tenía un perfil indefinido y sus reacciones
eran impredecibles. ¿Y ahora, qué?, se preguntaba con unos nervios inquietos que
desembocaban en sus piernas y le generaban tembleques. Pensaba en abandonar el
sillón, abrir la puerta y correr por la escalera para huir de la mansión. Pero
Felipe podía enfadarse, su última expresión había sonado más a una orden que a
una sugerencia. Los minutos se sucedían y en la mente de Segundo parecían
milésimas. Estaba desequilibrándose. Tomó su celular, recordaba que contaba con
una lucecita blanca que podía ayudarlo a combatir la oscuridad. El teléfono
informaba la hora, había transcurrido media hora desde su arribo a la mansión.
Resultaba imposible desestimar el tiempo transcurrido desde el preciso instante
en que había ingresado a esa habitación. Desesperado, comenzó a teclear el
teléfono, quería llamar a Francisco pero desistía, no quería que Priscilla sospechara.
¿Qué hago ahora?, se cuestionaba agobiado. Felipe no reaparecía. Si asesinó a
un prestamista que lo había traicionado, ¿por qué no habría de hacerlo con un
desconocido que pretendía casarse con su hija? Eso mismo reflexionaba Segundo,
pensando como un loco. Encima padecía la claustrofobia. La tensión repercutía
en su cuerpo como un misil destructor que lo mortificaba y enaltecía uno de sus
puntos más débiles: los impulsos. Ya no podía más, estaba impacientándose.
Descontrolado, se paró y corrió hacia la puerta. Tanteaba el espacio con los
brazos porque no deducía nada. Tocaba la pared y la usaba para orientarse hasta
que manoteó la puerta de madera. Después se aferró al picaporte y lo giró pero hallaba
otra sorpresa: la puerta estaba cerrada con llave, o al menos eso parecía
porque giraba el picaporte y la puerta no se movía. ¿En qué momento cerraron la
puerta?, se preguntaba y dudaba, muy desanimado, recordando que había sido él
mismo quien la había cerrado. No comprendía nada. Felipe lo había tomado
nuevamente por sorpresa, encima un recuerdo indeseado lo sumergía en el miedo y
los espantos: el siniestro recuerdo de haber convivido en un ataúd con el
cadáver de su abuela. La oscuridad le provocaba una fobia insostenible: esa piel
reseca y el desagradable suceso de haber respirado la muerte. Abría los ojos lo
más que podía pero sus malos recuerdos no desaparecían. Se estaba desesperando,
rogando que la luz se hiciera. Su cuerpo temblaba, su piel se erizaba.
Atormentado, apoyaba la espalda contra la pared y se deslizaba apuntando la luz
del teléfono hacia el centro de la habitación, pero recordaba que contaba con
un encendedor y no dudó en sacarlo del bolsillo de su pantalón. Tras cuatro
intentos fallidos, generaba una llama que en cierta forma lo aliviaba. Sus
manos estaban sudadas y ocupadas. Avanzó unos pasos apoyando siempre la espalda
contra la pared, tenía la espantosa sensación de que alguien podía sorprenderlo
desde atrás. La pared, la tímida luz del teléfono y el encendedor, eran los
inventos que más apreciaba en esos momentos de pura tensión. Experimentaba el
suceso como si se tratase de una situación límite. Finalmente llegaba a un
rincón y se detenía. Su corazón latía sin cesar. ¿Felipe, dónde estás?, gritaba
exhausto y se aterraba. Para su decepción, no le respondía. Luchando contra la
incertidumbre, aflojaba los músculos de sus piernas y se dejaba caer,
lentamente, apoyando los omóplatos contra la pared, hasta quedarse sentado en
ese suelo que era de mosaicos y estaba frío. Su piel se erizaba, su respiración
se entrecortaba. Padecía la resignación aunque se sintiera protegido por ese
rincón de concreto, pintura y mosaicos, que lo envolvían cual alas de un ángel
lesionado. Su divagación era tal que hasta olía el perfume de la muerte, el
mismo perfume que había penetrado sus fosas nasales durante su forzado encierro
en el ataúd. A pesar de todo, lo tranquilizaba el hecho de poder reconocer su
trastorno porque era consciente de que su psiquis estaba alterada pero locos
eran aquellos que no reconocían su locura. Para su suerte (o desgracia), se le
pausaba el corazón cuando advertía que un pedazo de pared se movía hacia un lado.
Un haz de luz blanca combatía milagrosamente sus lamentos. Más que una pared
parecía una plancha de madera, y en buen momento reaparecía Felipe, con los
brazos en alto sonreía grotescamente y decía:
—Disculpame,
nene, se me hizo un poco tarde pero he llegado.