Un restaurante del barrio porteño rebautizado como
“Las Cañitas” abría sus puertas a dos nuevos invitados. Segundo y Priscilla,
estaban parados en el medio de la vereda, viendo como una pareja se resignaba a
conseguir una mesa donde poder distenderse y cenar. "Primero las damas", le decía Segundo al cederle el paso con
absoluta caballerosidad, corriendo la puerta del restaurante. Ella gesticulaba agradecida mientras invadía el
interior del salón. Habían sucedido trece minutos desde la hora veintidós.
Francisco no había llamado y Segundo no tenía noticias de su paradero pero se
había comprometido a invitarla a cenar. El salón comedor estaba colmado de
paladares ansiosos, los platos de la casa desafiaban a los populosos locales de
tenedor libre. En aquellos tiempos la gente solía acudir a dichos comedores
donde se pagaba poco y se comía en demasía. Así era como atravesaban un pasillo
y advertían la mesa reservada. De hecho, era la única mesa desocupada. La
iluminación del salón comedor era propia de un cabaret. Cada mesa relajaba un
par de velas. Sonaba una bellísima canción de unas Salinas que Luis había creado.
Se titulaba: “Nostalgias de Bossa”. Se acercaban a la mesa y tomaban asiento.
Era una velada romántica pero el Cupido de Segundo no sujetaba arcos ni disponía
de flechas. Uno de los tantos mozos se les acercaba. Era la mesa número
treinta, la misma que un asistente de Francisco le había reservado un par de días
antes, de hecho un cartelito blanco, escrito con letras rojas en mayúsculas,
informaba el apellido Reina.
—Buenas noches, bienvenidos —se presentaba el
mozo—. ¿Les alcanzo la carta?
Segundo lo miraba con total desconcierto porque no
lo había visto llegar:
—No hace falta leer la carta, queremos comida
exótica. ¿Podría sorprendernos con lo mejor de la casa?
Priscilla sonreía.
—Parece que ya conocen nuestras delicias. ¿Y para
beber?
—Un buen vino blanco —decía ella con ojos de
vampiresa.
—Perfecto. Prometo servirles lo mejor de la casa.
Con permiso.
El mozo se retiraba de la mesa en dirección a una
barra. En esa misma barra un empleado parecía garabatear un cuaderno con una
lapicera. La mesa número treinta estaba rodeada por otras mesas, todas ocupadas
por parejas, matrimonios tal vez. La edad promedio rondaba los cuarenta. Al
igual que ellos habían decidido evadir las rutinas hogareñas para darse el
gusto de no hacer nada en casa. Priscilla lucía radiante, eternamente
angelical, cautivaba varias miradas, inclusive de mujeres, era muy digna de ser
contemplada. Estaba vestida con una blusa escotada color lila y un jean celeste
tan pegado a su cuerpo que hasta parecía su piel. Un peinado refinado que dos
peluqueros le habían preparado a costa de sudor durante poco menos de una hora
terminaban de confirmar su elegancia.
—Segundo: nuestra luna de miel quiero que sea en La Polinesia , pero antes
sería grandioso visitar Venecia. Además estuve pensando en varios nombres para
nuestro bebé.
Estaba entusiasmada y ese comportamiento lo
confundía sobremanera.
—Me encantaría recorrer el mundo a tu lado pero,
¿no te parece demasiado prematuro pensar en hijos?
— ¿Prematuro? ¿Cómo no pensar en nuestro bebé
cuando sos el único y gran amor de mi vida?
—Lo sé, cariño, lo sé, pero me gusta que las cosas
se vayan dando en el debido tiempo.
— ¿Sin premeditar?
—Exacto. Nos sobra tiempo para proyectar. Ahora
gocemos estos tiempos que son irrepetibles.
Lo cierto era que Priscilla lo apenaba demasiado.
Como solía ocurrirle cada vez que tomaba consciencia del desenfrenado engaño
que impulsaba hacia su persona, se sentía una bolsa con residuos. No era para
menos, ella estaba enamorada y él lo percibía, pero la joven millonaria era la
víctima de un hecho siniestro, al igual que él en definitiva, nada tenían que
ver con ese pasado sombrío que los había unido. Segundo, de todos modos, ya
estaba jugado, y era por eso que comenzaba a sudar y sentir deseos de aislamiento.
—Iré al toilette, en un ratito regreso.
—Antes quiero besarte los labios —se rozaba la
boca con dos dedos—. Venga acá, mi adorable señor.
Tenía que complacerla, entonces se estiraba por
encima de la mesa y le besaba los labios. A diferencia de tiempos pasados en
que frecuentaba los labios de Martina, abría los ojos al besar. Sólo pensaba en
encerrarse en el toilette para descargar sus miserias. Sentía a Lucifer en el
alma. Se alejaba, bordeando las mesas para encarar un pasillo. Maldecía su
venganza, clavando los ojos en un letrero que señalaba la ubicación de los
retretes. Marchaba en busca de consuelos con su eterna soledad y un inodoro que
nadie había usado en lo que iba del día. Ella, en cambio, siempre inocente e
ingenua, sujetaba su cartera y extraía un espejito. Quería revisar su
maquillaje, y el retiro de su pareja, a quien veía distanciarse con la cabeza
gacha hasta desaparecer por un pasillo. Segundo ya estaba en el toilette. El
baño estaba desolado, olía a higiene. Su corazón estaba de duelo, lo sentía,
estaba sintiendo la convulsión de sus palpitaciones. Se estaba encariñando con
alguien que planeaban secuestrar y eso lo llevaba a padecer la locura, entonces
se encerraba en un habitáculo, entre una puerta de madera y una pared azulejada.
Bajaba la tapa y se sentaba. Le costaba horrores mantenerse de pie. Extrañaba a
Martina, Francisco no aparecía. Sus nervios lo inquietaban. La primera lágrima recorría
su mejilla izquierda hasta desviar el trayecto por su mentón. Caía rendida al
piso, a los mosaicos claros. Estaba perdiendo la noción del tiempo. Ocultar
tanto rencor era una tortura atroz. Sus manos temblaban, lo sacudían cual
trampolín impulsando la caída de sus sentimientos hacia el abismo. Habían transcurrido
diez minutos y seguía lagrimeando como una dama despechada.
Mientras tanto, desde la mesa número treinta,
Priscilla observaba al mismo mozo que los había atendido. Traía una botella de
vino. Ella presentía que algo andaba mal pero sólo se limitaba a esperar,
parecía una pasajera agobiada ante la demora de su tranvía, un tranvía llamado
deseo, pero también mentira. Y Segundo seguía padeciendo su malestar, encerrado
en el habitáculo del baño, rindiéndole batalla a sus fantasmas más pesados. “Tengo
que vengar la muerte de mis padres, proteger a Priscilla y reconciliarme con
Martina”, le dictaba su consciencia. En esos momentos en que intentaba optimizar
sus pretensiones y su existir, un comensal atravesaba la puerta del baño y se
acercaba. Silbaba una canción que lo ayudaba a desmoronar su desorden mental. Segundo
se paraba y presionaba la tecla del inodoro, necesitaba desechar las culpas.
Estaba tan desorientado que hasta desabrochaba el cinturón para luego
abrocharlo. Respiraba hondo y salía del habitáculo. Se acercaba al lavatorio.
El comensal —un treintañero delgado y de buena apariencia— estaba parado a su
lado izquierdo, muy cerca, se aseaba las manos con agua tibia y jabón de
tocador. Segundo abría el grifo y comenzaba a salpicarse los párpados, percibiendo
en el espejo la tristeza de su mirada hasta que el comensal lo sorprendía al
saludarlo de buen ánimo y le decía:
—Buenas noches, caballero.
—Buenas —lo saludaba con desgano y sin mirarlo.
—Lo que sucedió en el salón comedor ha sido
realmente desopilante. Apareció una muchacha y se sentó en la silla de una mesa
que ocupaba una yegua descomunal. Parecían dialogar pero todo se les fue de las
manos y empezaron a hablarse a los gritos, ladrando como dos locas de atar.
— ¿Acá? ¿Cuándo?
—Acá, claro, hace un ratito. Nosotros estamos en
la mesa veinticinco y esa debe ser la mesa número treinta.
El comensal se había callado, extraía un peine del
bolsillo de su saco que de inmediato pasaba por su cabello lacio.
— ¿Eran dos mujeres? ¿Discutían?
—Ni más ni menos. ¿Por quién pueden discutir dos mujeres?
—Ni idea.
—Por un hombre, discutían por un hombre, si es lo
único en lo que piensan. Están todas calientes.
— ¿Discutían mucho? No… ¡no puede ser!
— ¿Qué cosa?
—Hasta luego —se despedía sobresaltado con las
mejillas mojadas.
Sumamente tensionado, encaraba el pasillo y
regresaba de inmediato a la mesa. Sentía la adrenalina fluyendo por todo su
cuerpo. Presentía lo peor. Para males, su presentimiento era una triste
realidad, o una pesadilla porque Martina estaba sentada en su silla, rodeada
por tres mozos que daban la impresión de que querían ocultarla. Segundo
respiraba los latidos de su agitado corazón. Los ojos de su ex pareja
irradiaban furia, estaba turbada e ignoraba los ruegos desesperados de uno de
los mozos para que se retirase de inmediato del restaurante.
— ¿Qué hacés acá?, —le preguntaba nervioso del
otro lado de la mesa—. ¿Dónde está Priscilla?
Pero Martina no le respondía, lo único que hacía
era lagrimear. El mismo mozo que los había atendido se le acercaba para preguntarle:
— ¿La conoce?
— ¿Podría decirme dónde está mi novia?
Sobre la mesa estaba servida la botella de vino y
una fuente con mariscos.
— ¿La muchacha que le hacía compañía?
— ¡La misma! ¿Dónde carajo está?
Segundo se tironeaba de los cabellos, se estaba
desesperando.
—Acaba de retirarse. ¿Qué diablos sucede con todos
ustedes?
Sin decir una palabra, y aunque sintiese
curiosidad de conocer lo sucedido con sus muchachas, se largaba a correr
despavoridamente hacia la vereda, esquivando piernas, y mesas, y sillas del
salón. Temía que Martina lo hubiese delatado, situación que, de haberse dado,
complicaría severamente su venganza. Para males, Francisco no había dejado
señales en todo el santo día. Los transeúntes lo señalaban pero nada le
importaba más que saber dónde estaba Priscilla, su víctima más reciente. Había
muchos peatones. Unos cuantos vehículos circulaban por la calle. Se dificultaba
su rastreo. Caminaba unos metros por la vereda que luego retrocedía porque no
la hallaba. Se estaba desesperando, pero milagrosamente se hacía la luz cuando
el paso de un bondi revelaba la huída de Priscilla, a quien alcanzaba a ver en
el preciso instante en que se metía en un coche taxi. Sin dudarlo, comenzaba a
correr para impedir que se retirase. Su automóvil estaba estacionado en una
cochera e ir por él resultaría inútil. Saltaba una maceta y caía con el pie
izquierdo en el cordón de la vereda. Estaba perdiendo el equilibrio. La
velocidad que encausaba era tal que no pudo detenerse y terminó impactando con
un motociclista que circulaba por el centro de la calle. Segundo había sido expulsado
poco más de cinco metros. Había caído rendido en el asfalto. Primero con los
codos y después con la espalda. La motocicleta se desplazaba con rumbo incierto
hasta impactar con el coche taxi que transportaba a la bella Priscilla. Segundo
estaba inconsciente, presentaba serias lesiones en la frente. Hasta se había
tajeado el pantalón a la altura de la rodilla izquierda. El motociclista había
caído sobre el capot del coche taxi, herido, y Priscilla estaba ahí, había sido
testigo del accidente e intentaba digerirlo. Sólo ella y Martina conocían el
motivo de la discusión. El caos era total.