Era las once menos cuarto de la noche. Un par de
medias estaban repartidas entre el alfombrado y un sofá. En ese lugar estaba
Segundo, en su suite. El ventanal retrataba la luna nueva que se recostaba
sobre el río, bellamente proyectada por la materia negra y las estrellas.
Segundo se cuestionaba el misterioso mensaje de Felipe: su hija no había
arribado a la mansión. Rengueaba unos pasos. Tomaba asiento en la cama de dos
plazas que, imperiosamente, ocupaba un cuarto de su habitación. Cerca de la
mesita de luz, y un periódico convertido en historia, comenzaba a presionar las
teclas del celular que contactaban con el teléfono de Francisco. Al igual que
Felipe, fracasaba. Reintentaba una y otra vez, desconociendo que la joven
millonaria recorría con su madre los senderos del más allá. Ojeaba su reloj
pulsera y se estremecía ante la aguja del segundero que remaba hacia adelante
en contraste con su deteriorado ímpetu en llamas. Unos instantes después de
soltar el teléfono y dejarlo caer sobre la almohada, sorprendía Francisco con un
llamado que desesperadamente necesitaba establecer:
—Segundo: ¿dónde estás?
—Tranquilo. En la suite. ¿A qué se deben esos
nervios?
—A muchas cosas que no puedo explicarte en este
momento. Te ruego que ahora mismo me prometas algo —le hablaba muy acelerado.
—A ver…
—No atiendas el teléfono ni salgas de la suite. Es
muy importante que cumplas con esa promesa.
—No comprendo.
—Tampoco yo pero Felipe podría llamar.
—Pero… pero Felipe acaba de llamar —le informaba,
inmerso en la confusión.
—No puede ser.
—Hablamos unos minutos.
— ¿Asunto?
—Sobre su hija. Me preguntaba si sabía algo de
ella. El malparido necesitaba decirle algo que no me quiso informar. ¿Qué está
pasando?
Francisco no respondía porque carecía de
respuestas. Tan desconcertado estaba que abandonaba la silla y dirigía ocho
pasos en dirección a un rincón. Sin embargo se detenía porque había golpeado su
cabeza con una araña antigua que caía desde el techo. Seguían situados en el
living del campo. A diferencia de Araña, actuaba como un manojo de nervios,
padeciendo una amenaza que atentaba sus codicias más deseadas.
—Nada —se atrevía a decirle—, quedate tranquilo.
Prometeme que no atenderás los teléfonos ni tampoco saldrás de la suite.
—Está bien, lo prometo. Ahora, prometeme que a
continuación me explicarás qué carajo está sucediendo.
—Lo prometo. Te llamo en unos minutos. Hasta luego
—y le cortaba.
Segundo no había podido despedirse. Aunque hubiese
podido tampoco lo hubiera saludado. Estaba enfadado y muy confundido. Su vida
se había convertido en una caja de sorpresas, muchas de las cuales no resultaban
agradables ni mucho menos tolerables. Aún padecía el impacto de la motocicleta
en su rodilla, aún olía el perfume de Martina, aún recordaba la mirada cómplice
de Priscilla y ahora recibía órdenes estrictas de mantener distancia con el
asesino de sus padres. Demasiados hechos por tratarse de tan sólo veinticuatro
horas de locura y soledad. A pesar de todo, desconocía que Francisco se había
apresurado en cortar la comunicación para ordenarles a sus custodios del hotel
que velasen por su integridad. Segundo estaba totalmente desentendido de la realidad,
y en ese estado recurría a las sábanas arrugadas de su cama para intentar armar
una reflexión. La mirada puesta en el techo estrangulaba su calma.