Había hablado
con la misma soberbia con que lo había hecho la noche del asesinato. Segundo estaba
incrédulo. Como en una película de ficción, o una historieta de villanos
inescrupulosos, Felipe había irrumpido en la oscuridad moviendo un pedazo de
pared. Segundo seguía sentado en el piso, con la llama del encendedor chamuscándole
la yema de los dedos. Con la otra mano sujetaba el teléfono pero había olvidado
que disponía de manos, ni siquiera las sentía.
—Arriba,
hombre —lo animaba Felipe—. ¿Qué esperás? Parate y seguime.
Detrás de él
se veía una escalera, y por encima de su cabeza había ladrillos, era una pared de
ladrillos con un techo en caída. Todo parecía indicar que Felipe guardaba un
pasaje secreto, vaya a saber uno para qué. Segundo estaba agradecido con el
retorno de esa luz a medias, porque al fin y al cabo era eso, una luz concreta,
iluminación que necesitaba porque la fobia lo trastornaba sobremanera. Se
paraba y guardaba el encendedor en el bolsillo del pantalón para luego fijar el
teléfono en el estuche de cuero que llevaba en la cintura. Respiraba hondo y
avanzaba hacia el hombre acertijo, Felipe se había convertido en eso, en un
hombre con tantos enigmas como la mismísima desaparición de su familia. Mientras
se le acercaba, reformulaba preguntas inconclusas, empantanándose más y más en
esa maldita confusión que tantos disgustos le causaba.
—Andá bajando
por esa escalera que tengo que cerrar este pasaje —le ordenaba Felipe—. Como
verás, esta casa es muy grande y resguarda misterios, pero así como los perros
se parecen a sus dueños, las casas guardan relaciones directas con sus
propietarios, y yo soy un hombre misterioso.
Segundo
solamente se limitaba a escuchar. El padre de su novia estaba completamente
loco. Tenía que obedecer, para eso estaba ahí después de todo, entonces dejaba
caer su mano derecha en la fría baranda de hierro que recorría toda la escalera
y descendía, paso a paso, lentamente, advirtiendo que la escalera era de madera
y no estaba en buen estado. Cada paso dirigido era un sonido diferente que
resaltaba la ausencia de mantenimiento o la omnipotencia de la humedad. De por
sí era un ambiente húmedo. A unos cinco escalones de la superficie, volteaba su
cuerpo y tomaba conocimiento de que la plancha de pared —o la puerta, según
cómo se la mirase— que Felipe había corrido estaba nuevamente puesta, pero en
esta ocasión Felipe descendía, agarrándose de la baranda. Habían ascendido para
descender. Segundo avanzaba los escalones restantes y notaba que el espacio era
sumamente reducido pero, a diferencia de la habitación anterior, contaba con
una puerta negra. La señal de su celular se perdía. La superficie debía medir
unos dos metros de ancho por otros cuatro de alto. Era evidente que las paredes
estaban abandonadas porque tenían resquebrajos. El frío era más intenso. Un
foquito amarillento que caía desde el techo iluminaba con poca potencia. Ese
espacio era tan reducido que casi no requería watts. Felipe descendía, se oían
sus pasos, cada vez más próximos y reiterados.
—
¿Desorientado? —le preguntaba al superar el último escalón.
—Por supuesto
que no. ¿A dónde me lleva?
Se había
contradicho pero ni siquiera se percataba de eso, los nervios evolucionaban al
compás de su respiración, cada vez más agitada y soplada por una ventolina que
revotaba en la puerta negra y caía rendida al piso. Era un suelo de cemento,
muy áspero que lo percibía con las suelas al ser recorrido.
—Te llevo al
altar de los valientes.
— ¿Y eso?
—Abrí la
puerta, ya lo sabrás.
Sin decir ni
mu, giraba el cuerpo en dirección a la puerta negra y descubría que el
picaporte también era de madera y estaba desgastado por esos años que todo lo
mastican, todo lo escupen pero también todo lo compactan. Abría la puerta.
Había una habitación, otra más entre tantas que parecía tener esa casona pero
ésta tenía aire de salón, estaba iluminada por juegos de luces rojas y
amarillas que confundían el ambiente con la pista de un cabaret. Había un altar
circular, de unos veinte centímetros de espesor. En su centro yacían tres
sillones enfrentados al estilo de los reyes y sus castillos. La decoración no
era precaria, lucía la sofisticación: muebles rústicos, cuadros de notoria
destreza artística, una escalera bronceada que conducía a otra puerta, también
negra, ubicada a unos siete metros de alto. El aire olía a incienso, penetrante
pero agradable y muy parecido al alcanfor. Había tres velas encendidas en un
candelabro que posaba sobre una mesa cuadrada ubicada entre los tres sillones
del altar. Daba toda la sensación de que una ceremonia estaba a punto de
comenzar. Se miraron unos instantes y adelantaron unos pasos hacia el altar,
pero Felipe lo detenía, lo tomaba de su antebrazo derecho poco antes de superar
el desnivel.
—Segundo
Reina: tomemos asiento que nos espera un bautismo.
Segundo no
comprendía nada pero sospechaba que Felipe quería asegurarse de que su hija se
comprometiera con un hombre de familia, un nuevo integrante de su organización.
Tomaban asiento, uno en cada sillón. Estaban enfrentados. Segundo le daba la
espalda a esa puerta negra que ya habían traspasado. Se miraban a los ojos como
si quisieran hablarse telepáticamente. A veces los ojos saben comunicar, y fue
en ese momento cuando, repentinamente, irrumpía en el altar el asistente de
Felipe, Orlando, el mismo sujeto que lo había investigado reposaba sus músculos
tensos en el único sillón disponible, el mismo individuo que todo lo había
informado en la lancha cuando pescaban en el río Paraná. Vestía ropa sport y un
cinto desubicado que se resistía a combinar con el color de sus zapatos. Felipe
se paraba y no vacilaba en presentarlo con inmediatez:
—Segundo: te
presento a un amigo, un compañero y el hermano que no tengo, aquel que tuve
alguna vez. Él es Orlando, mi asistente y estratega, mi confidente, tu nuevo
compañero. Pueden saludarse —movía el brazo izquierdo autorizando el saludo.
—Bienvenido a
la familia —le repetía Orlando presionándole la mano con firmeza.
Segundo seguía
sentado, había intentado pararse pero Orlando lo había frenado al imponer su
mano en el hombro.
—Muchas
gracias, es muy amable —agradecía de todos modos desde la silla.
—Tomá asiento,
Orlando —ordenaba su jefe—. Ha llegado el momento de regar nuevas raíces.
Segundo seguía
el acto con atención, con un ojo lo observaba a Felipe y con el otro a su
asistente, rogando a su cerebro mantener la calma para evitar todo tipo de
reacción inoportuna. Felipe tenía apoyados los codos en los brazos del sillón. Tenían
terminaciones circulares. Parecía prepararse para pronunciar algunas palabras,
palabras que haciendo muecas expulsaba con parsimonia:
—Considerando
el amor que siento por mi hija, y el compromiso sentimental que los une bajo mi
nombre, he decidido concretar la ceremonia que deseé durante años. Sin dudas
—lo miraba a Segundo—, sos el hombre indicado para mi princesa, pero resta algo
más, porque amar a Priscilla implica adorar indefectiblemente a su familia. Es
muy posible que ahora mismo te preguntes: ¿qué más nos queda por hacer después
de balear a un enemigo que ahora se pudre entre la tierra y los gusanos? Pero
eso formó parte de una prueba, hacía falta conocer tus principios. Si hubieses
aceptado balearlo sin condiciones, hoy no estaríamos juntos. No tendrías otra
opción que olvidar a mi nena porque un justiciero hace justicia, no la inventa,
sólo cumple el mandato divino que Dios nos confiere por una causa justa. Por
tal motivo quiero que seas el protector emocional de mi hija y el nuevo
integrante de esta familia que desde hace mucho tiempo defendemos apasionadamente.
Felipe se
había pausado y Segundo prolongaba su pausa, reflexionando. Estaba siendo
metido en la mafia, no cabían dudas, la misma organización de la cual quizá su
padre también había sido partícipe. Se sentía acosado por sus miradas, parecían
atribuirle la palabra. Era en esos instantes cuando recordaba la enseñanza de
Francisco de que uno debe hablar cuando se debe, y él sentía la obligación de
hacerlo, no podía callarse, fue por eso que se paraba y a viva voz exclamaba:
—Señores, será
un honor defender los valores de mi nueva familia. Como muy bien saben, la mía
ha sido muy dura para conmigo, he sido un chico abandonado pero como la vida te
da sorpresas, aprendí que la familia es un grupo de personas que comparten los
mismos ideales, los mismos principios, va más allá de los lazos sanguíneos,
entonces quiero expresarles, con mucho orgullo, que estoy dispuesto a asumir la
difícil pero inigualable responsabilidad de proteger los intereses de mi padre,
de su hija y usted.
Y cuando
terminó de pronunciarse comenzó a sentir un chispazo de energía por todo su cuerpo,
una corriente eléctrica le invadía las piernas, estallando en su vientre, como
si una fuerza sobrenatural lo poseyera. Felipe lo miraba bien fijo a los ojos y
se paraba enérgicamente, con las pupilas empañadas. Segundo lo observaba,
ensimismado, suponiendo que también debía incorporarse pero cuando quiso
hacerlo Felipe lo frenaba con la mano abierta en su cabeza. Orlando, en cambio,
se incorporaba sin impedimentos.
—Segundo
Reina, Segundo Gianittore —expresaba Felipe—, bienvenido a la familia. Quiero
que contraigas matrimonio con mi nena.
Ese mismo
padre que le hablaba con tanta pasión estaba emocionado hasta las lágrimas, y
se rascaba el mentón con reiteración, nervioso quizá, mientras Orlando se
inclinaba para tomar de la mano a Segundo, alabando, quizá, la supremacía de un
nuevo amo.
— ¡Bienvenido,
bienvenido! —le repetía el asistente.
Segundo estaba
desconcertado, de un día para otro se había ordenado mafioso. Encima tenía que
casarse con la hija del asesino de sus padres. Demasiada carga para un muchacho
que, más allá de sus penas, llevaba una vida relajada. Ya estaba pensando cómo
haría para actuar con astucia y evitar ese casamiento que no deseaba en lo más
mínimo. Felipe regresaba al sillón y se sentaba con torpeza. Lo mismo hacía
Orlando casi en simultáneo.
— ¡Segundo!,
—resaltaba Felipe con un tono amenazante que él captaba sin pestañear—, este es
nuestro lugar de trabajo, desde acá planificamos nuestras metas. De ahora en
más somos tres quienes conocemos este punto de encuentro. ¡Tan sólo tres!
—Mi querido
Felipe, casarme con su hija será también una responsabilidad. Soy una roca,
confíe en mi palabra.
—Por eso te
nombro, porque confío en vos. Mañana mismo comenzamos a trabajar.
Intercambiaban
sonrisas y se quedaban callados, siendo Orlando testigo directo de la nueva
unión que pronto lo subordinaría. Priscilla compartía un café con un padre que
decía amar a su hijo, Felipe caía rendido ante el sobresaliente perfil de un
infiltrado que sólo perseguía justicia en su contra: no habían sido en vano los
años que Francisco le había dedicado a su odio, ni tampoco los días que había
requerido la preparación psicológica de Segundo, quien en esos momentos estaba
siendo bautizado por una organización criminal.