domingo, 23 de diciembre de 2012

Entrega nro. 93


Segundo había abandonado el paraje de la calle Viamonte en busca del gomón. Ya estaban de regreso, pero unas cuantas cuadras más al sur, ubicados en la última dársena, el mismo lugar donde Segundo aseguraba conocer un conducto que le permitiría penetrar el barrio Puerto Madero. Pedro había estacionado su coche por debajo de la autopista, la que corría con sentido al centro de la ciudad, a la vera de los hectolitros de agua turbia y maloliente que expulsaba el riachuelo. Segundo encañaba los ojos en esas aguas estancadas. Su amigo sacaba el gomón del baúl. Estaba desinflado. A los lejos, pero no tanto, las luces multicolores del desalmado casino flotante irrumpían en la oscuridad y delimitaban la frontera que Segundo debía —y tenía— que traspasar.
— ¿Dónde está el inflador? —gritaba desde la orilla al tomar conocimiento de que Pedro baja por el terraplén.
—Acá, conmigo.
No sólo sujetaba ese gomón sino que además sostenía un inflador, artefacto a pedal que arrojaba al suelo porque pesaba demasiado y se estaba quedando sin fuerzas. Escaseaba la luz. Por momentos eran iluminados por los faroles de los camiones que circulaban por la autopista. Los remos estaban echados a la vera del río. El aire olía a bolsas con desechos hospitalarios pero las esperanzas de Segundo operaban como barbijos.
—Dale, Pedro… que tengo que llegar antes de que asome el sol.
— ¿Querés que te prepare un cafecito, también? —rezongaba con las manos puestas en el pico del gomón.
Estaban parados a pocos pasos de la orilla de la dársena. El pasto estaba resbaladizo, el rocío llevaba varias horas aterrizando en la rivera. Los mosquitos estaban sedientos y se hacían notar pero Segundo no los sentía, tenía la mente concentrada y los poros de la piel se le cerraban.
—Qué olor a mierda —comentaba Pedro, cubriéndose los orificios de la nariz—. Encima está plagado de mosquitos.
—Inflemos el gomón que si amanece estaré en problemas.
Y ahí nomás Pedro tomaba el inflador y se limitaba a pisotear el pedal. Era un inflador simple pero lo suficientemente eficiente como para inflarlo en cuestión de segundos. Segundo colaboraba, sosteniendo el pico de la manguera por donde fluía el aire comprimido que le daba forma a la cámara de una cubierta convertida en balsa para la ocasión. Era común que los provincianos las emplearan para la pesca deportiva, sobre todo en las lagunas.
—Pendejo, ¡cómo me hacés laburar! —se agitaba Pedro con los gemelos cansados—. ¿Sabés qué? Necesito un porrito.
— ¿Dónde los tenés?
—En la guantera del coche.
— ¿Los voy a buscar?
—No, pendejo, mirá si fumás un poco y después te ahogás —llegaba a expresarle entre el sudor que recorría su frente y su ansiedad tan peculiar.
—Solamente fumo tabaco, a mí me gusta volar pero de otras formas.
Lo cierto era que Pedro seguía pedaleando y hasta generaba la impresión de que estaba ensimismado. Segundo lo observaba como si buscara archivar la imagen por la posteridad.
—Pedro: pase lo que pase, quiero agradecerte lo buen amigo que sos… sos ese hermano que Gianittore me sacó.
—Ay pendejo, te agradezco mucho pero no hay tiempo para tantas mariconeadas, sino serás carnada para los canas.
Ya no pedaleaba. El gomón brindaba señales de estar inflado. Segundo pateaba sus extremidades para asegurarse de que podía mantenerse a flote.
—Vas a tener que remar demasiado.
—Toda mi vida la remé, ¿cómo no hacerlo ahora?
—Entonces humille a esos prefectos y siga.
No había terminado de hablar que Pedro ya le estaba entregando los brazos. Su abrazo era un hecho que Segundo no podía negar:
—Te quiero, amigo, prometo llevarla a tu casa en unas horas.
—Yo también te quiero —le expresaba sobre sus hombros—. ¿La escalera estaba pasando el puente?
—A menos que la hayan extraído debería estar situada en el mismo lugar.
El gomón aguardaba por Segundo. Él lo sabía y lo hacía flotar. Pedro le acercaba los remos. Eran unos remos de plástico lo suficientemente sólidos como para ejercer empuje sobre la balsa. Poco a poco, iba acomodando su cuerpo en el gomón, echándose en posición horizontal. Tenía la nariz puesta en el río turbio. Esa postura lo forzaba a aspirar ese olor nauseabundo que hasta olía a excremento.
— ¡Qué Dios te ayude! —le deseaba Pedro y empujaba la balsa con un patadón.
Segundo se alejaba de la orilla y remaba. A medida que avanzaba, el río olía espantosamente peor, era un asco pero ya no existían impedimentos para ese muchacho enamorado. Tenía que atravesar un puente ubicado a pocos metros del casino flotante, después arrimarse a una escalera que le permitiera regresar a la superficie terrestre. Por momentos cerraba los ojos y recordaba a su abuela. A puro pulmón, y gracias a la desesperación, se quedaba rodeado por el casino flotante y dos embarcaciones oxidadas, pero sentía miedo de ser descubierto y dejaba de remar. Vislumbraba el cielo, la luna menguante también lo observaba. Se oían los sonidos de algunos grillos. Una de las embarcaciones tenía una luz encendida, era un foquito amarillento que permitía la visibilidad de una bandera flameante en dirección al polo norte. La prefectura operaba por encima del puente, cada vez menos distante. Eso lo paralizaba. Estaba nervioso. Restaban unos treinta metros para traspasar el puente y temía ser descubierto. Permanecía inmóvil junto a la muerte del riachuelo. Una niebla milagrosa invadía la dársena, esa niebla podía resguardarlo de la atenta mirada de los prefectos. Comenzaba a remar. Remaba y rogaba a Dios que esa niebla se prolongara hasta tanto pudiera ocultarse por debajo del puente. El todopoderoso parecía oírlo: había logrado avanzar sin ser descubierto. La niebla estaba suspendida a pocos centímetros del riachuelo, parecía un fantasma blanco. Por encima de su nuca había al menos una decena de prefectos. Se oían voces, y murmullos, y bullicios, y llamadas telefónicas. La escalera que tanto necesitaba era de hierro y estaba ubicada a unos siete metros del puente, pero estaba, era eso lo que más le importaba. Segundo estaba detenido, necesitaba coraje para continuar. Cerraba los ojos y se persignaba. Comenzaba a remar. A punto de traspasar el puente, un chorrito de líquido maloliente mojaba su espalda. Olía a orina. Segundo tenía el corazón sobresaltado, tanto era así que parte de su espalda estaba siendo mojada por el desecho orgánico de un prefecto que sacudía su pito y orinaba. Segundo no llegaba a verlo porque la niebla seguía intacta. Para su suerte, el chorrito había dejado de salpicarlo. Sin pensarlo una vez, retomaba los remos. Como un demente que caminaba por la cornisa de un precipicio, no quería mirar hacia arriba. Estaba jugado. Encima el cielo aclaraba en el horizonte. Accedía a la escalera. Abandonaba la balsa para escalarla. Los escalones eran unas barras en forma de u que estaban fijadas en una muralla pedregosa. Era una muralla de contención. Escalaba los nueve escalones. Finalmente tocaba tierra. Apoyaba su pecho en unos pastizales para deslizarse cuerpo a tierra. En buena hora, desaparecía de la vista de cualquiera entre esos matorrales que se repartían por todo el terreno. Puerto Madero aún disponía de espacios con frondosa vegetación (no por mucho tiempo).
Segundo estaba situado a dos kilómetros del hotel pero ya no tenía límites, necesitaba hallar a Martina sin importarle los riesgos. La amaba rotundamente, pero más amaba lo que crecía en su vientre.