Segundo había
abandonado el paraje de la calle Viamonte en busca del gomón. Ya estaban de
regreso, pero unas cuantas cuadras más al sur, ubicados en la última dársena,
el mismo lugar donde Segundo aseguraba conocer un conducto que le permitiría penetrar
el barrio Puerto Madero. Pedro había estacionado su coche por debajo de la
autopista, la que corría con sentido al centro de la ciudad, a la vera de los
hectolitros de agua turbia y maloliente que expulsaba el riachuelo. Segundo
encañaba los ojos en esas aguas estancadas. Su amigo sacaba el gomón del baúl.
Estaba desinflado. A los lejos, pero no tanto, las luces multicolores del
desalmado casino flotante irrumpían en la oscuridad y delimitaban la frontera
que Segundo debía —y tenía— que traspasar.
— ¿Dónde está
el inflador? —gritaba desde la orilla al tomar conocimiento de que Pedro baja
por el terraplén.
—Acá, conmigo.
No sólo
sujetaba ese gomón sino que además sostenía un inflador, artefacto a pedal que
arrojaba al suelo porque pesaba demasiado y se estaba quedando sin fuerzas.
Escaseaba la luz. Por momentos eran iluminados por los faroles de los camiones
que circulaban por la autopista. Los remos estaban echados a la vera del río.
El aire olía a bolsas con desechos hospitalarios pero las esperanzas de Segundo
operaban como barbijos.
—Dale, Pedro…
que tengo que llegar antes de que asome el sol.
— ¿Querés que
te prepare un cafecito, también? —rezongaba con las manos puestas en el pico
del gomón.
Estaban
parados a pocos pasos de la orilla de la dársena. El pasto estaba resbaladizo,
el rocío llevaba varias horas aterrizando en la rivera. Los mosquitos estaban
sedientos y se hacían notar pero Segundo no los sentía, tenía la mente
concentrada y los poros de la piel se le cerraban.
—Qué olor a
mierda —comentaba Pedro, cubriéndose los orificios de la nariz—. Encima está
plagado de mosquitos.
—Inflemos el
gomón que si amanece estaré en problemas.
Y ahí nomás
Pedro tomaba el inflador y se limitaba a pisotear el pedal. Era un inflador
simple pero lo suficientemente eficiente como para inflarlo en cuestión de
segundos. Segundo colaboraba, sosteniendo el pico de la manguera por donde
fluía el aire comprimido que le daba forma a la cámara de una cubierta
convertida en balsa para la ocasión. Era común que los provincianos las
emplearan para la pesca deportiva, sobre todo en las lagunas.
—Pendejo,
¡cómo me hacés laburar! —se agitaba Pedro con los gemelos cansados—. ¿Sabés
qué? Necesito un porrito.
— ¿Dónde los
tenés?
—En la
guantera del coche.
— ¿Los voy a
buscar?
—No, pendejo,
mirá si fumás un poco y después te ahogás —llegaba a expresarle entre el sudor
que recorría su frente y su ansiedad tan peculiar.
—Solamente
fumo tabaco, a mí me gusta volar pero de otras formas.
Lo cierto era
que Pedro seguía pedaleando y hasta generaba la impresión de que estaba
ensimismado. Segundo lo observaba como si buscara archivar la imagen por la
posteridad.
—Pedro: pase lo
que pase, quiero agradecerte lo buen amigo que sos… sos ese hermano que
Gianittore me sacó.
—Ay pendejo,
te agradezco mucho pero no hay tiempo para tantas mariconeadas, sino serás
carnada para los canas.
Ya no
pedaleaba. El gomón brindaba señales de estar inflado. Segundo pateaba sus
extremidades para asegurarse de que podía mantenerse a flote.
—Vas a tener
que remar demasiado.
—Toda mi vida
la remé, ¿cómo no hacerlo ahora?
—Entonces
humille a esos prefectos y siga.
No había
terminado de hablar que Pedro ya le estaba entregando los brazos. Su abrazo era
un hecho que Segundo no podía negar:
—Te quiero,
amigo, prometo llevarla a tu casa en unas horas.
—Yo también te
quiero —le expresaba sobre sus hombros—. ¿La escalera estaba pasando el puente?
—A menos que
la hayan extraído debería estar situada en el mismo lugar.
El gomón
aguardaba por Segundo. Él lo sabía y lo hacía flotar. Pedro le acercaba los
remos. Eran unos remos de plástico lo suficientemente sólidos como para ejercer
empuje sobre la balsa. Poco a poco, iba acomodando su cuerpo en el gomón,
echándose en posición horizontal. Tenía la nariz puesta en el río turbio. Esa
postura lo forzaba a aspirar ese olor nauseabundo que hasta olía a excremento.
— ¡Qué Dios te
ayude! —le deseaba Pedro y empujaba la balsa con un patadón.
Segundo se
alejaba de la orilla y remaba. A medida que avanzaba, el río olía
espantosamente peor, era un asco pero ya no existían impedimentos para ese
muchacho enamorado. Tenía que atravesar un puente ubicado a pocos metros del
casino flotante, después arrimarse a una escalera que le permitiera regresar a
la superficie terrestre. Por momentos cerraba los ojos y recordaba a su abuela.
A puro pulmón, y gracias a la desesperación, se quedaba rodeado por el casino
flotante y dos embarcaciones oxidadas, pero sentía miedo de ser descubierto y
dejaba de remar. Vislumbraba el cielo, la luna menguante también lo observaba.
Se oían los sonidos de algunos grillos. Una de las embarcaciones tenía una luz
encendida, era un foquito amarillento que permitía la visibilidad de una
bandera flameante en dirección al polo norte. La prefectura operaba por encima
del puente, cada vez menos distante. Eso lo paralizaba. Estaba nervioso.
Restaban unos treinta metros para traspasar el puente y temía ser descubierto. Permanecía
inmóvil junto a la muerte del riachuelo. Una niebla milagrosa invadía la
dársena, esa niebla podía resguardarlo de la atenta mirada de los prefectos.
Comenzaba a remar. Remaba y rogaba a Dios que esa niebla se prolongara hasta
tanto pudiera ocultarse por debajo del puente. El todopoderoso parecía oírlo:
había logrado avanzar sin ser descubierto. La niebla estaba suspendida a pocos
centímetros del riachuelo, parecía un fantasma blanco. Por encima de su nuca
había al menos una decena de prefectos. Se oían voces, y murmullos, y
bullicios, y llamadas telefónicas. La escalera que tanto necesitaba era de
hierro y estaba ubicada a unos siete metros del puente, pero estaba, era eso lo
que más le importaba. Segundo estaba detenido, necesitaba coraje para continuar.
Cerraba los ojos y se persignaba. Comenzaba a remar. A punto de traspasar el
puente, un chorrito de líquido maloliente mojaba su espalda. Olía a orina.
Segundo tenía el corazón sobresaltado, tanto era así que parte de su espalda
estaba siendo mojada por el desecho orgánico de un prefecto que sacudía su pito
y orinaba. Segundo no llegaba a verlo porque la niebla seguía intacta. Para su
suerte, el chorrito había dejado de salpicarlo. Sin pensarlo una vez, retomaba
los remos. Como un demente que caminaba por la cornisa de un precipicio, no
quería mirar hacia arriba. Estaba jugado. Encima el cielo aclaraba en el
horizonte. Accedía a la escalera. Abandonaba la balsa para escalarla. Los
escalones eran unas barras en forma de u que estaban fijadas en una muralla
pedregosa. Era una muralla de contención. Escalaba los nueve escalones.
Finalmente tocaba tierra. Apoyaba su pecho en unos pastizales para deslizarse
cuerpo a tierra. En buena hora, desaparecía de la vista de cualquiera entre
esos matorrales que se repartían por todo el terreno. Puerto Madero aún
disponía de espacios con frondosa vegetación (no por mucho tiempo).
Segundo estaba
situado a dos kilómetros del hotel pero ya no tenía límites, necesitaba hallar
a Martina sin importarle los riesgos. La amaba rotundamente, pero más amaba lo
que crecía en su vientre.