¡Volvieron,
volvieron!, exclamaba mi princesa, señalando algo que, atropelladamente, enmudecía
su voz. Yo también me quedaba en boquiabierto silencio, porque esos cuernos
curvados, que a duras penas habíamos divisado en la lobreguez del abismo de
aquella noche de estío, tan profundo como el cielo y el misterioso espacio
exterior, no eran de un toro agresivo ni mucho menos de un muflón, aquellos
cuernos curvados eran del gran cabrón, y los ojitos tensos eran del indiecito, que
sentado en el lomo del macho cabrío parecía un avezado domador. No podía escapar
de mi asombro, pero la felicidad del reencuentro me hacía sonreír, y el rostro
de Sofía rebosaba emoción, excepto el caballo, que aislado de nosotros relinchaba
sin pudor, tal vez ninguneado por una criatura con aspecto de sátiro pero dueño
de un noble corazón.