—Date
vuelta, Sofía.
—Es
que no puedo parar de mirar el gentío.
—Pero
tenemos un nuevo amigo.
—
¿Otro más?
—Sí,
y tiene largos cuernos.
Un
alarido estrepitoso arribaba a mis oídos, erizándome los vellos.
—
¡No tengas miedo! —le pedía yo a los gritos, intentando detener su comprensible
alejamiento—, ¿no ves que el gran cabrón tiene buenos sentimientos?
Ella
regresaba a paso lento, pero confiando en mis palabras de aliento:
—Dicen…
dicen que lleva el diablo en su cuerpo.
—Las
apariencias engañan, bonita, este cabrón es más bueno que Cristo.
—No
digas eso.
—
¿Le tocamos los cuernos? Quisiera hacerlo. Ven, acércate sin miedo, no olvides
que gracias a él hemos conocido el huerto.