Con
cierto recelo, manoseábamos los cuernos del gran cabrón, pero yo ocultaba mi
temor. Él se dejaba tocar, lo cual representaba un claro gesto de estimación.
Cerrando sus ojitos se entregaba a nuestra devolución, como si la hubiese
estado deseando desde que nació. Tal vez nadie le había prestado atención, más
allá de las cabras trepadoras a quienes, sin duda, ya había copulado en más de
una ocasión. Su cabeza peluda seguía gacha en señal de aceptación. «Ves, Sofía,
los seres humanos solemos formar una opinión». Ella no respondía, tan sólo se
limitaba a asentir con la cabeza mientras acariciaba los cuernos del dichoso
cabrón. Por mi parte tenía ganas de tocar la barba de su mandíbula
inferior. No lo hacía, podía tomarlo como una provocación. Por cierto la miraba
con demasiado cariño pero no me preocupaba porque él olía peor que yo.