jueves, 1 de noviembre de 2012

Entrega nro. 15


Demoraron diez minutos en arribar al palco de un teatro, a unos cuatro palcos del presidencial. La bohemia reinaba en el escenario pero la función recién comenzaba en el palco donde ellos ya disputaban pensamientos y sentimientos. Una luz tenue y amarillenta caía desde una araña imponente, instalada en la cúpula del salón: resplandecía las butacas, todas desocupadas, y las relucía porque eran aterciopeladas y estaban ordenadas en correlación por unas chapitas de bronce que brillaban. Cuánto talento pintado había en esa cúpula, imposible que pasara por desapercibida. Ellos estaban sentados en el piso, echados sobre una suave alfombra roja, y apoyaban las espaldas contra una pared marmolada para dejarse avasallar por las vivencias que Segundo necesitaba compartir con urgencia.
Poco a poco fue contándolo todo: la muerte de su abuela y todos los sucesos acontecidos en esos días tan poco suculentos de bienestar. Por esas cosas que tiene la vida, el diván estaba siendo sustituido por ese palco, tan oscuro y tan lujoso, con esa muchacha tan bella por dentro y por fuera que Martina era. Ella lo escuchaba minuciosamente, siempre observando su perfil: una nariz recta bien puesta, acorde a las facciones de su cara, porque él tenía la mirada colocada en la pared que los separaba del palco contiguo y que contaba con dos farolas apagadas.
—Segundo, esa historia me resulta extraña, debo confesarte que hasta me despierta temor. Quizá ese…
— ¿Restrepo? —la interrumpía, elevando un poco la voz.
—Sí. Quizá Florencio Restrepo era un fanático de tu padre, alguien que había perdido los estribos.
— ¿Qué ganaría falsificando una historia después de tantos años de su desaparición? —la miraba por primera vez a los ojos desde que estaban en ese palco.
—No lo sé, pero esa historia no me cierra.
—Francisco Reina —murmuraba él con los ojos cerrados. Después suspiró.
— ¿Quién es Francisco?
—El mismo que te acabo de comentar, ese que Florencio vociferó poco antes de su muerte.
Se habían quedado sin palabras, enmudecidos, quietos, pero con los pensamientos desatados, hasta que Martina irrumpió en el silencio con una pregunta que antes no se animaba a formular:
— ¿Tantas sospechas despierta la muerte de tus padres?
La cara de Segundo alternaba su color, ella no lo notaba porque la luz escaseaba y casi ni lo miraba para no intimidarlo. Asimismo se le estaba cortando la respiración, como si una molestia respiratoria afectara el normal funcionamiento de sus pulmones, tanto fue así que tosió en tres ocasiones pero después respiró hondo para confesar:
—Toda mi vida sospeché la muerte de mis padres. ¿Cómo puede explicarse que no llevaban puesto el cinturón de seguridad?
—No entiendo.
—Mis padres murieron en un accidente de tránsito, fallecieron en la ruta cinco. Carolina siempre recordaba la obsesión que tenía mi viejo con el uso del cinturón de seguridad. Esa noche no lo llevaban puesto.
— ¿Y cómo sabés que no lo tenían puesto?
—Guardo recortes periodísticos que así lo confirman. Las pericias policiales también lo prueban en tal sentido, erróneamente fundadas en que sus cuerpos fueron despedidos por el parabrisas al producirse el impacto. Mi viejo era un gran piloto, era todo un campeón.
—Pero los accidentes son imprevisibles, además, errar es humano —se pausaba—. ¿Te animarías a contarme un poco más de aquel accidente?
—Mi padre conducía un Ford Falcon, en las afueras de Santa Rosa, en la provincia de La Pampa. De acuerdo con las investigaciones policiales, intentaba adelantar un vehículo cuando una curva cerrada los emboscó. El coche mordió la banquina y terminaron incrustados en la plataforma de una casilla rodante que estaba estacionada a la vera de la ruta.
— ¿Una casilla rodante?
—Sí… esas que usan los contratistas de las cosechas agropecuarias.
Y ahí nomás se produjo otro silencio, arrollador.
— ¿Y a dónde se dirigían?
—Viajaban a Bariloche. Mi padre estaba agotado tras tantas competiciones y fue por eso que decidieron tomar unas vacaciones.
— ¡Qué barbaridad! —se le escapaba a ella de los labios mientras acercaba el hombro a su brazo izquierdo.
—Tengo que investigar el paradero de ese tal Francisco Reina.
—Un extraño no puede alterar el curso de tu destino. La vida sigue a pesar de todo.
Segundo giraba la cabeza, deteniéndola a escasos centímetros de su rostro, con una mirada tan intensa que la estaba dejando tiesa, y fue ahí cuando le dijo con una voz temblorosa:
— ¿Nunca sentiste que los fantasmas del pasado te asfixian hasta tal punto de hacerte sentir ahogada? Tus padres viven pero los míos, no. He pasado noches enteras intentando borrarlos de mi memoria, sin poder dormir, pero mis ansias por descubrir cómo murieron han sido siempre más fuertes que mis silencios.
Ella comenzaba a acariciarle las mejillas, sentía la frialdad de su piel. Segundo no parpadeaba. Dejó de acariciarlo y sin correr los ojos de sus ojos le preguntó:
— ¿Hay algo más que quieras contarme?
—Desde pibe visito el cementerio donde descansan los restos de mi familia y en varias ocasiones he visto a una mujer que deja rosas en la puerta de la bóveda y luego huye despavorida al verme llegar.
— ¿Una mujer que escapa al verte llegar?
—Ni más ni menos. Según mi abuela, es una admiradora de mi padre que enloqueció con su fallecimiento, como si nunca hubiera podido superar su muerte.
Hacían un nuevo silencio. Ella vestía un jean ajustado y una musculosa color crema que le erguía los pechos. Tenía las piernas cruzadas al estilo de los indios, con todo el cabello revuelto, echado hacia los omóplatos. Sujetaba con firmeza la mano de Segundo, la izquierda, la tenía sudada pero de pronto dejó caer el mentón sobre su hombro izquierdo, olvidando que estaba refugiándose en el cuerpo de su paciente.
—Martina: te doy mis gracias por escucharme. Reconozco que toda esta historia debe resultarte extraña pero necesitaba contarla. Ni mi mejor amigo la conoce con profundidad.
—Quiero ayudarte para que seas feliz —le expresaba ella sin conmoverse—. Sos un hombre valiente.
Sus silencios, que tantas veces habían surgido y resurgido, eran interrumpidos por las melodías de un violín, un músico que ni siquiera podía vislumbrarlos y que tocaba su instrumento desde el centro del escenario. La acústica del teatro era tan satisfactoria que no hacían falta amplificadores. Parecía tocar una canción de Beethoven, sentado en un banquito sin respaldo frente a un atril que sostenía unas partituras. Ellos gatearon unos metros y se inclinaron para espiarlo desde la baranda del palco. Se comportaban como dos espectadores que no querían ser descubiertos. Las bellas sinfonías danzaban entre las butacas de la sala, reluciendo en los palcos y todas las pinturas que decoraban la cúpula. Esas sinfonías eran tan exquisitas que ni siquiera dialogaban, querían deleitarse con su música, tan bien tocaba que Segundo estaba olvidando esos fantasmas que ya no le permitían vivir tranquilo. Tenían las rodillas apoyadas en el alfombrado, como un gato y una gata.
—Qué bella música, ¿cierto? —le susurró él, en su oreja derecha.
—Bellísima. ¿Qué se te dio por traerme a este palco?
—Esta era mi guarida cada vez que los fantasmas me acosaban de pibe.
Sus ojos cercanos se estaban hechizando. Se miraban de cerca, tanto que percibían las respiraciones en las mejillas como si fuesen caricias. La simbiosis era total, y justo cuando el violinista cambiaba de partitura, Segundo comenzaba a deslizar una mano por su cabello, atraído, acariciándola con suavidad. Ella se dejaba acariciar, encantada. Después avanzó por su pómulo, el derecho, brotándolo y sonrojándola aunque se sintiera confiada. Su dedo índice le rozaba los labios, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, abriéndolos y cerrándolos, lo mismo hizo luego con su cuello, hasta acercarse un poco y estamparle un beso seco en la boca, y luego otro, y otro más hasta terminar abrazados. Se acariciaban las espaldas, cuerpo a cuerpo, pecho a pecho. Segundo sentía la erección de sus pezones, estaban endurecidos. Ella percibía sus pulsaciones. Los besos secos se fueron sucediendo con besos de lengua, tímidamente al comienzo pero apasionadamente después, y el violinista seguía tocando desde la soledad del escenario, pero en ese palco no había lugar para la soledad: estaban enlazados por esos besos que ya no podían pausar, cada vez más intensos. Segundo le tocaba los labios con la tibieza de sus dedos, y con los dedos de la otra mano exploraba su espalda, por debajo de su musculosa, hasta rozar la tira de su corpiño, lo tenía ajustado, y sin querer lo desprendió y ella se dejaba tocar, acalorada, con los oídos deleitados por las sinfonías del violín y una boca ardiente que le endulzaba la saliva. Esa lengua escurridiza le exploraba la dentadura, y su lengua, cada vez más ágil, como deseando siempre un poquito más. Sus cuerpos estaban calientes, afiebrados; se acariciaban, se estaban tocando. Las manos de Segundo descendían por las vértebras de su columna, una por una, hasta llegar a su jean y una bombacha que asomaba con un elástico, lo sentía con la uña y la yema del dedo pulgar, y lo corrió, bien despacio, provocándole roces en las partes íntimas, y ella sentía los roces como cosquilleos, era por eso que le suspiraba en el lóbulo de la oreja izquierda; su aliento olía a cerezas, pero una luz los interrumpía, alguien había encendido la luz del pasillo y ellos la advirtieron de inmediato, gateando hacia el rincón más lejano del palco, entre dos butacas y una cortina que apenas los ocultaba. Se oían voces de mujeres, de dos o tres, no más que eso. Estaban conversando a muy poca distancia, quizá en el palco contiguo. El violinista comenzaba a tocar una canción de Mozart, “La Misa de Réquiem”, su decimonovena y última misa escrita que ni siquiera había llegado a concluir, pero bellísima, digna de ser atendida con todos los sentidos, porque esa música se escucha pero también se percibe con los poros de la piel, y hasta se puede ver si se acude a la imaginación.
Segundo se asomaba por la abertura que conformaban dos cortinas en la entrada del palco. La luz del palco contiguo seguía encendida, entonces se volteó y la miró, a Martina, con los ojos bien abiertos, insinuando su acercamiento con las manos, y ella obedecía, arrodillándose, y como dos niños se tomaron de las manos para huir por el pasillo en dirección opuesta por dónde habían llegado, pero lejos de esas mujeres que seguían dialogando metros atrás, en uno de los palcos.